Los osos del velódromo

TEMAS PD
08/08/2019

Fotografías de Federico Vegas

Hace ya un año, en una tarde a comienzos de diciembre, acompañé a mi hija Alejandra al velódromo del Centro Olímpico en Santo Domingo. Hacía un calor picante y me sentí metido en una olla alargada similar a las usadas para cocinar un mero de varios kilos. Los bordes de la pista se inclinan en las curvas con el peralte justo para compensar la fuerza centrífuga de los veloces ciclistas, creando una concavidad que te separa del resto del parque, incluso del mundo.

Cuando hay más de tres mil sillas y eres el único espectador, luces como un auténtico solitario, lo que explica mi sorpresa cuando veo que en el asiento a mi derecha hay un oso. Mi primera impresión es haberlo visto de cuerpo entero, pero en la silla de plástico solo hay un rostro estampado en una mancha indeleble. Me levanto y encuentro un segundo oso en la silla donde he estado sentado. En la inesperada compañía de aquellos dos seres, mi soledad aumenta. No tengo con quién compartir el hallazgo o quién me ofrezca una explicación.

A veces la manía de encontrarle una razón a todo fenómeno nos aleja de realidades más divertidas y profundas. En vez de contemplar con atención aquellos inesperados dibujos, pongo toda mi atención en indagar cómo se originan.

La pasiva anatomía de las nalgas no es tan exigente como una bicicleta girando a toda velocidad y las sillas de plástico tienen una concavidad más suave que la de la pista. Justo en el centro, los asientos están fijos a una barra mediante una tuerca rodeada por tres equidistantes agujeros que impiden al agua de la lluvia depositarse. Aunque estos cuatro puntos se repiten con la mismas medidas, surgen osos muy diferentes. El que está a mi derecha luce seguro de sí mismo, exhibiendo un cierto abolengo y peludo orgullo; el que habita en la que ha sido mi silla (donde ya no me atrevo a sentarme) tiene algo de recién llegado y muestra un estupor semejante al mío.

Mi asombro continuará creciendo. A mí izquierda aparece un tercer oso con aspecto de mono o de gato. Es sin duda un oso, pero muy al borde de su especie y cuesta precisar si la evidente diferencia lo apena o lo llena de orgullo.

Los fotógrafos que llegan a una comunidad remota y primitiva se pasan varios meses estableciendo contactos y relaciones antes de sacar la cámara. Me comporto como un gatillo alegre y retrato a los osos sin piedad ni consideración. Tomar fotos suele equivaler a llevarte algo que aún no te pertenece. He debido dedicar más tiempo a familiarizarme, pero sigo el camino de quien descubre un tesoro y, por querer hacerlo suyo, no llega a disfrutarlo y muchas veces lo destruye. La razón de mi posesiva exaltación es que continúan apareciendo osos y más osos a lo largo de todas las filas y sillas, miles de ellos. No encuentro un solo caso en que la disposición de la tuerca y los tres orificios, más los rastros del paso de la lluvia y un recio sol tropical, no generen el rastro de una mirada, de una expresión que, como toda forma animal, puede ser un magnético espejo donde reflejarnos. Entro en un estado de posesiva exaltación. Los enfrento como si estuvieran a punto de escaparse, o de ejercer su poder y perseguirme con malas intenciones. En ambos casos me comporto como un extranjero, nunca como un incrédulo.

Dicen que cuando Marlon Brando estudiaba el texto de una obra de teatro, se iba al zoológico a buscar el animal que más se parecía a su personaje. Su intención no era imitar la feroz indolencia de un tigre o la inyectada mirada de una águila arpía o los flotantes ojos de los hipopótamos. Brando se nutría de gestos más profundos, casi imperceptibles. Estaba a la búsqueda de esa esencia que precede a la razón y brota de nuestras más ancestrales referencias.

Me tomará tiempo entender cuál será mi papel en este encuentro inesperado. Ya utilicé antes el verbo “indagar”. Significa, según su origen latino: “seguir la pista a un animal”. No es casualidad que en la antigüedad, al observar los movimientos de los astros en el cielo, se les adjudicaran formas de animales. Esta transposición del alma animal a lo cosmológico era una forma de apropiación que les permitía congregarse alrededor de una misma visión y exclamar: “¡Qué coqueta luce hoy la Osa Mayor!”. No en balde la palabra “templo” viene de “contemplar”. Yo pensaba que era griega esa manera de imponer un dibujo en la infinitud del firmamento, pero resulta que los árabes, los fenicios, los yakutos en Siberia y los iroqueses en Norteamérica bautizaron a las mismas estrellas con el mismo título.

Los griegos quizás fueron más exhaustivos y compusieron mitologías con drama y mejores posibilidades de perpetuarse. El origen de su Osa Mayor tiene que ver con los amores de Zeus por la doncella Calisto y los celos de Hera, quien convirtió a la atractiva Calisto en una mansa y gorda osa. Más tarde, Zeus decidió protegerla portándola al firmamento donde sirve de referencia a los navegantes. Las estrellas fueron primero seres humanos, luego animales y al final señales que le dan sentido a nuestro tránsito por el mundo.

Estas conexiones de lo animal con nuestra vidas revelan su profundidad y propósito en el arte. El historiador suizo, Heinrich Wölfflin, propuso que las proporciones y las formas del arte clásico se fundamentan y legitiman en la racionalidad de la naturaleza. Allí está el punto de partida y la lógica del pensamiento creativo. La naturaleza determina ciertas concepciones de belleza que el artista lleva implícitas en su alma y sólo tiene que redescubrirlas, exteriorizarlas a través de la observación. Dice el propio Wölfflin: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”.

El zoólogo Adolf Portmann sostiene que los animales al proyectar su imagen no están solamente realizando una función como asustar o atraer, hay algo que es anterior y más trascendente. Para el animal la apariencia es una necesidad que no se limita a causar un efecto: “la ostentación de cada animal es su fantasía de sí mismo”. En el mundo animal la estética no necesita explicación, es sencillamente inevitable. Esta perseverante cualidad se entiende aún mejor en lo geográfico. Las montañas, los valles y los mares poseen una estética propia que no requiere de justificación ni de pasado, ni siquiera de lectura. Un río no está esperando ser navegado para ser majestuoso o idílico. Las palabras claves que nos ofrece Portmann para describir esta función son muy seductoras: “Apariencias sin audiencia”. Durante esta tarde de diciembre, yo he sido la única audiencia entre centenares de apariencias, gracias a las “apariciones” de unos parientes lejanos que se acercan cada vez más mientras intentan contarme sus historias.

Ya muy lejos del velódromo, del Centro Olímpico, de Santo Domingo y de América, vuelvo a contemplar las imágenes en un estado de culpa y nostalgia. Cuando muestro las fotos a mis amigos siento pudor ante su emoción. Algunos exclaman: “¡Qué suerte tienes de haber encontrado estos osos!”, como si tuviera el mérito de haberme adentrado en una profunda mina o en una selva inexplorada. Entonces me pregunto: “¿Cómo no encontrarlos? ¿Será posible que nadie más los haya visto?”. Me confunde y me atrae esta discordancia entre algo que resulta tan obvio, tan visible, incluso obsesivo y ciertamente público, y que, al mismo tiempo, puede ser secreto, personal, parte de esa aislada intimidad que solo vivimos en un santiamén de la infancia.

No dejo de preguntarme por qué en esos asientos de plástico siempre aparecen osos, con la excepción de algunos rasgos gatunos, perrunos y hasta humanos que confirman la regla y la hacen más evidente. He llegado a pensar que otras personas verán otros animales, otros paisajes, otras tormentas, o simplemente una costra que puede ensuciarles los pantalones.

Cuando era niño mis padres solían repetirme: “El hombre es como el oso, mientras más feo más hermoso”. Aún no sé cuál era la intención, lo que puede explicar mi obsesión. Más de una vez me pregunté si sería por tener una cabeza demasiado grande. El caso es que siempre que veo un oso trato de entender dónde está su fealdad y, por lo tanto, su belleza. Y ahora, después del multitudinario hallazgo en el velódromo, he empezado a notar en mis amigos un aire de plantígrados e insaciables omnívoros, como si la fauna del velódromo fuera una inevitable referencia para entender a nuestro prójimo. Era de esperarse, la simbología alrededor del oso es inagotable, desde el extremo de la hibernación hasta una valentía arrolladora cuando se sienten acosados. La lista de lo que puede representar es larga: valentía, paz, resurrección, poder, benevolencia, soberanía, maternidad, paciencia, introspección. No hay mejor compañero para un niño miedoso o insomne que un oso de peluche.

Me pregunto qué sucederá en otros velódromos de otras regiones del planeta. El del Centro Olímpico ofrece una interesante variedad de condiciones. Hay sectores con sillas blancas que se alternan con sectores de un azul verdoso. En esta zona los osos tienden a lucir acuáticos, como si emergieran de un lago o estuvieran bajo un chaparrón. Los de fondo blanquecino son más terrestres, al punto que algunos parecen sedientos habitantes de desiertos o estepas. Las sillas de la parte central están cubiertas por el techo de la tribuna y allí suelen ser muy lampiños, apenas esbozados y con ínfulas aristocráticas. En la zona de las sillas que están al descubierto, las del sur reciben sol y lluvia con mayor fuerza y los ejemplares tienden a ser más salvajes, tan peludos que sus rasgos se convierten en meteorizaciones con chispas de cobre oxidado. Hay otras diferencias, pero ignoro a qué se deben. Me limito a señalar que hay ristras de asientos donde conviven los ancianos con los imberbes; los conformes con su destino y los que están hartos de la masa de espectadores que los asfixian sin clemencia. El trazo y los colores de las manchas también varían; algunos apenas están definidos con un sutil salpullido de sarampión mientras otros son de una jubilosa coquetería a lo Walt Disney. Vi casos de filas completas con la ferocidad de las fichas en un prontuario. Diría que la mayoría lucen naturales, adaptados y reposados, con la imagen que podemos esperar del “clásico” oso meloso, pero también resaltan algunos exhibicionistas que claman por atención, coronados por afros color esmeralda, adornados con aros y anteojos, cruzados con cicatrices de utilería, envueltos en cinéticas curvas que sugieren remolinos de arena. Por más esfuerzos que hagan, todos están condenados a ser “apariencias sin audiencia”. Los espectadores que acuden al velódromo los ignoran olímpicamente. Se aposentan sobre ellos y luego se marchan sin darles un simple vistazo de cortesía.

La lista de posibilidades me rebasa. Aquí solo incluyo 16 imágenes del bando blanquecino y luego 10 imágenes ampliadas con algunos de los osos que he tenido más trato.

¿En qué medida el azar participa en la creación de estas imágenes tan abundantes y explícitas, tan persistentes y reiterativas? ¿Qué sucede cuando es la propia naturaleza a través de la lluvia y el sol la que genera el dibujo? Ciertamente ha sido por azar que se dio este contexto propicio a la exclusiva aparición de osos. No creo que el diseñador de las sillas los tuviera en mente; de hecho los usuarios del velódromo consideran a las manchas una plaga sin solución.

Lo que resulta más fascinante no está en cada uno de los dibujos, algunos muy bellos, sino en el proceso de su aparición, incluso de su evolución, pues se trata de imágenes vivas cuyos rasgos continúan acentuándose o desvaneciéndose en una maraña ilegible.

Quizás el mundo se inicia con un azar absoluto y total de fenómenos que se van comprendiendo hasta hacerse predecibles, y así el azar comienza a reducirse pasando de lo infinito a lo finito. La tarea de la ciencia es dominarlo, la del arte conducirlo.

Aristóteles se pregunta por qué las producciones de la naturaleza pueden ser semejantes a las del arte y propone que existe un germen natural capaz de desempeñar el mismo papel que el artista. Ese germen inicial tiene en potencia la forma del objeto. Está constituido por una materia que posee una tendencia y una natural facilidad para vincular el punto de partida con el resultado final. Este podría ser el caso de los asientos y de sus osos. Todo lo que es útil para hacer unas sillas, fijarlas a un lugar y drenar el agua, ha resultado propicio para que la naturaleza haga de las suyas, creando lo que unos consideran repelentes manchas y otros sugerentes dibujos. Quizás en esa geometría de la tuerca y las perforaciones aguardaba la génesis del arquetipo “oso”, una suerte de clave evolutiva que solo se da en las irrepetibles e inexplicables coordenadas geográficas de un velódromo en las Antillas.

Aristóteles también nos propone que al “practicar un arte” estamos considerando cómo puede producirse algo que puede ser como no ser y cuyo origen está en quien lo produce. Sostiene el filósofo que no hay arte en las cosas que existen por necesidad, o que se producen solo según los dictados de su naturaleza, “pues éstas tienen su principio en sí mismas”. Según esta fórmula, las estampas de nuestros osos no califican como obras de arte y el camino que nos queda es interpretarlos, exhibirlos de manera que aflore la historia de su génesis y darles un nuevo destino al rescatarlos de su inexorable cita con la basura.

Cuando algunos de los osos reaparece en el marasmo de la memoria o de mis sueños, recuerdo otro pensamiento crucial de Aristóteles: “El arte nace cuando de muchas observaciones experimentales surge una sola concepción universal sobre las cosas semejantes”. ¿Cuál puede ser, en nuestro caso, esa concepción universal? Quizás lo procedente, tal como he debido hacerlo aquella tarde reveladora y generosa, es simplemente disfrutar las imágenes teniendo en mente que “la naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”.

Ya anocheciendo, caminando de regreso a casa con Alejandra, le conté lo que me había pasado. Fue la descripción más emocionante que he logrado hasta ahora. Mientras más pienso y discurro más me alejo de esa tarde inquietante y juguetona. Estos asuntos del azar y la naturaleza conviven mejor en la frescura y la magia de una primera vez.


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