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Un día como hoy hace 19 años murió el escritor venezolano Salvador Garmendia. A continuación publicamos el prólogo que el investigador Alberto Márquez escribió para acompañar la edición de sus cuentos completos. (Cuentos completos, Fundavag 2016).
No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.
José Emilio Pacheco
Un instante después (insisto en que mi tiempo personal carece de género y número; como tal, atiende exclusivamente a la persona abstracta, o sea que es capaz de todos los desdoblamientos posibles), detrás de esos vidrios deformantes, consigo adivinar los lémures del mundo exterior, allá donde todo transcurre, se multiplica o se disgrega a cada paso.
Salvador Garmendia
En no pocos cuentos, Salvador Garmendia da comienzo a sus narraciones preparándonos para un acto de magia. Aquí, frente al lector, se va a escribir un relato. La voz del narrador, camuflada detrás de un personaje o abiertamente explícita al estilo del narrador clásico nos propone la lectura de un cuento. Hasta aquí no hay nada de raro. Así ha sucedido a lo largo de la historia desde la consabida fórmula «Érase una vez». El laboratorio de Garmendia, sin embargo, nos depara sorpresas y con ellas nos seduce a entrar en el «hábitat» de sus cuentos desde las primeras líneas. A veces nos encuentra distraídos y nos atrapa en medio de un diálogo que parece comenzado, introduciéndonos en la historia «in media res»; en otras ocasiones, entramos en un mundo de muy pocas seguridades. ¿La historia que estamos leyendo es cierta? ¿Los personajes son reales? ¿En verdad está sucediendo lo que se nos cuenta?
En «La aventura de narrar», un artículo publicado en la revista Quimera, Garmendia confiesa que desde muy joven tuvo la certeza de aquello que iba a poblar sus narraciones: «A los catorce años, leí por primera vez Robinson Crusoe, en una policromada edición de Ramón Sopena, con sus páginas tiradas a dos columnas. Desde ese momento, supe que mi personaje novelesco ya había nacido y estaba en circulación desde hacía unos pocos siglos. Era un hombre solo. Un hombre y su memoria. Un Robinson. Una conciencia rodeada de sombras». Con la dulce ironía que caracteriza muchas veces su escritura, estas palabras encierran, si así pudiera decirse, un «programa» que se desarrolla a lo largo de las páginas de sus cuentos. Un hombre solo y su memoria. Pero, al tiempo, la fragmentación, la dispersión, la conciencia rodeada de sombras. Sería difícil hallar mejor caracterización de su mundo narrativo que esta que él mismo proporciona y que daría lugar por sí sola a una hermenéutica del universo garmendiano.
Muchas veces, mientras lo leo, tengo la impresión de que Garmendia se divierte poniéndonos lentillas de aumento, cambiándolas, probando con otras, como sucede cuando acudimos al oftalmólogo. ¿Qué tal estas? ¿Ves mejor? ¿Y ahora? ¿Mejor aún? Pero, llegado un punto, nos asalta la confusión. Ya se trate de un relato aparentemente realista o de uno de corte más expresionista, objetos y personajes parecieran disolverse frente a nuestros ojos, la historia misma es una especie de gran delta que se redirecciona en múltiples bifurcaciones, obligándonos a recorrerlos todos en busca del sentido. Memoria de los objetos y de su destrucción, de lo que está y lo que desaparece, las marcas de la vejez y de la muerte, el mueble arrumbado, el tío en el ático y el ocultamiento de la historia, la conciencia desdoblada.
El vínculo de Garmendia con la literatura fantástica, especialmente con Hoffmann y los románticos alemanes, ocurre por la pasión que le imprime a la mirada detrás o en el envés de lo que ocurre, esa otra realidad que nos acompaña y de la que apartamos la mirada, ¿por miedo?, a no caer en ese oscuro fondo al lado de lo luminoso. Un recorrido por los títulos de algunos de sus libros revela en parte un muestrario de sus obsesiones: Doble fondo, Difuntos, extraños y volátiles, Los escondites, El único lugar posible, Hace mal tiempo afuera, No es el espejo. Con las muchas diferencias que existen en sus cuentos a lo largo del tiempo, en una obra desarrollada durante más de cincuenta años, hay particularidades que están presentes en todos ellos y que se van acentuando en sus últimos libros, la mirada oblicua, las costuras de la realidad, la fantasía y la creación como lugares de redención, el humor.
Otros muchos funcionan y son como verdaderos rompecabezas, modelos para armar. No solo están dispuestos para que articulemos la historia sino también los personajes, seres que cobran vida a la manera de muñecas que caminan desprendiéndose de partes de sus cuerpos, enajenadas. Lo fantástico en Garmendia cobra un nuevo sentido al vincularse con la precariedad de la vida moderna, en la que el hombre es un engranaje que no encuentra su lugar en el mundo. La voz del narrador-personaje rebota frente a esos seres objetualizados que describe con pasmosa precisión, pero que solo son capaces de entregarse en correspondencia con la conciencia alterada del sujeto que las disecciona. Incluso cuando hay un acercamiento que se pretende erótico lo que acaece parece más bien el desarrollo onanista de una conciencia que no sabiendo muy bien lo que tiene en frente, termina por dudar o reírse por la falta de correspondencia entre lo que ve y siente, y lo que sugiere la realidad. «Yo solo quiero estrecharla en mis brazos, y sin que tenga necesidad de apretar demasiado, oír el chasquido de los cristales haciéndose pedazos debajo de mí. Sería, se me ocurre, escuchar una especie de música geométrica, tocada por unos instrumentos frágiles, que al solo sonar se resquebrajan y forman ángulos y líneas rectas.
Y mientras la aprieto entre mis brazos y mis piernas, las puntas y los contornos afilados del vidrio se rompen; los trocitos van rasgando y penetrando en mi carne; y mis nervios, desnudados, gritan y se estremecen como anguilas debatiéndose convulsivamente; y no sé si mueren de placer o tormento, de calor o de frío.
No es nada obsceno, por supuesto; y ella tal vez sea capaz de aceptar dócilmente esta posesión cruenta, admitiéndola como una entrega que jamás antes fue concebida entre mortales; y mientras tanto, la máquina de mis ideas se acelera, de tal manera que me hace percibir la humedad aceitosa de la sangre que en este momento debe ir resbalando en hilos debajo de mis ropas. ¿Es posible que nadie pueda darse cuenta de lo que me pasa? Eso, me divierte extraordinariamente.»
Es verdad que Salvador Garmendia es uno de nuestros escritores de mayor humor y quien, a pesar de haber escrito una colección bajo el nombre de Cuentos cómicos, utilizó esta veta humorística en casi todos sus cuentos. Por ello el humor no es una técnica ni una forma de acercarse a la realidad, sino una manera de ver y de estar en el mundo que encuentra el filón por donde se cuela la fractura, el sin sentido de la realidad. Posiblemente había quedado atrapado desde niño, mientras convalecía de tuberculosis en su Barquisimeto natal, en las páginas del Quijote, uno de sus libros de cabecera. Garmendia tenía un buen humor natural y su conversación estaba llena de ocurrencias inteligentes y de salidas intempestivas y provocadoras que seducían a los oyentes. Pero resulta curioso que si escritores de su mismo ámbito escritural como Kafka, por ejemplo, con el que tiene muchas afinidades, han sido leídos privilegiando el lado digamos oscuro y depresivo de sus narraciones y escamoteando su sentido humorístico, con Garmendia ha ocurrido lo contrario. Él mismo cuenta en un artículo pleno de gracia de alguien que se le acercó, ¡un amigo! –la exclamación es suya–, para decirle que lo malo era que siempre escribía en broma, que es como decir que no se lo podía tomar en serio. Me pregunto si esa percepción del amigo que refiere casi con ternura, allí está de nuevo su humor, se extiende a muchos lectores y lecturas de su obra. Lo que sucede es que el venezolano medio es muy dado a la carcajada; es, digamos, de risa fácil, pero el humor no le presta tanto porque implica una mirada despojada hacia sí mismo. Ya la risa no proviene de lo que veo afuera sino de lo que me sustenta. En definitiva, se requiere de madurez para este tipo de risa. Reflexionando sobre ello, escribió: «En los campos de la literatura y el arte, las demostraciones de humor más genuinas caminan casi siempre del lado de la sombra, y si miramos con atención, veremos que el humorista abre el paraguas cuando llueve para los demás. Para él, la lluvia significa un refugio, un estado de alma. Es un solitario que cultiva sus hábitos con minuciosidad: no pretende escapar del ridículo y mucho menos ocultarlo al mundo. De allí su aparente pasividad, una cortina semitransparente que encubre su espiritual desasosiego y la impaciente agitación de sus sentidos». Y es que la risa que logran sacarnos sus cuentos proviene del mismo pozo de donde salen el dolor y la duda, la angustia por lo que existe, por lo que estuvo y ya no está. Sus personajes siempre se encuentran buscando algo que tratan de atrapar en grandes conversaciones transmutadas en soliloquios, como quien habla con su sombra para dar por fin con un sentido, un hilo que van desmadejando para hallar, al final, que solo permanece el deseo de la creación. Fue, como pocos de nuestros escritores, alguien que vivía para la literatura y, escasamente, de ella. Pero siempre se ganó la vida con su escritura. Ya fuera en sus primeros tiempos en la radio, escribiendo radionovelas o, mucho más tarde, como escritor de telenovelas. Recuerdo una anécdota, contada por él mismo, de un día en el que Adriano González León lo visitó en la radio y se sentó al frente de su máquina de escribir. Salvador lo levantó de inmediato de su lugar de trabajo y lo reconvino diciéndole: «Deja quieta esa máquina, Adriano, que para escribir mal se requiere de mucho esfuerzo».
Su propia estampa parecía la de un personaje salido de uno de sus cuentos. Si pensamos en dos grandes narradores de generaciones anteriores, Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, la imagen que siempre tuvimos de él fue la de alguien cercano, un amigo, un «compañero de viaje», para decirlo con palabras de Orlando Araujo. Y esto, ya de por sí, demarca una diferencia sustantiva, personal y generacional. A nadie se le hubiera ocurrido decirle don, como a don Rómulo Gallegos, o consultarlo como a un oráculo, lo que sucedía permanentemente con el escritor de Las lanzas coloradas. Después de haber participado de manera muy activa en los movimientos artísticos más importantes de su época, la llamada generación del sesenta, especialmente como integrante de El Techo de la Ballena, se mantuvo fiel solo a sí mismo, escribiendo una obra que todavía no ha recibido todo el reconocimiento que merece y que, con seguridad, se irá labrando cada vez más.
Y, sin embargo, aunque se mantuvo alejado de la política, muy crítico de la democracia representativa de los cuarenta años que siguen a la caída del perezjimenismo, desengañado de las utopías de izquierda y, muy pronto, de la Revolución cubana, nunca dejó de reflexionar con extrema lucidez sobre el destino del país en sus artículos periodísticos. Pocos como él, fueron capaces de ver con tanta agudeza y tan temprano lo que hoy en día ya no es sino trágica constatación, que lo que se abría en Venezuela con el pomposo nombre de quinta república era un espejismo más, que sustituía ahora las novelas de las nueve con interminables cadenas presidenciales para acunar al niño que como país seguimos siendo: «Las cosas, en la patria, suceden sin que sepamos cómo y desaparecerán algún día de la misma manera. Mientras tanto, algo aparece en la amarillenta neblina que se cierne sobre el porvenir venezolano: somos un pueblo que ama con ternura la ficción, y como un niño con su tata, no puede acostarse a dormir sin antes haber escuchado el rumor de esas insípidas pero persistentes novelitas que la pantalla nos susurra cada noche a las nueve».
Aquí están estos Cuentos completos, cuya publicación ha propiciado generosa y sabiamente Fundavag Ediciones, gracias al empuje que le supieron imprimir al proyecto Filippo Vagnonni y Federico Prieto. La compilación no podía estar en otras manos que en las de Elisa Maggi, viuda de Salvador, la Negra, como cariñosamente todos la conocemos. La Negra, además de reunir todos los cuentos, algunos casi perdidos en ediciones que pudieran ser también producto de la imaginación, se dio a la tarea de transcribirlos y contribuyó a resolver las dudas cuando los propios originales parecían tener errores de diferentes tipos. Se me ocurre pensar que una mujer como Elisa, con su inteligencia y su admiración por la obra del escritor barquisimetano, es la verdadera albacea y promotora de una obra que seguirá conquistando cada día más lectores. La publicación de estos tres tomos es un primer paso. Seguramente lo primero que pensarán muchos al verlos es que nunca se habían imaginado que Salvador hubiese escrito tanto. Quienes tuvimos la oportunidad de conocerlo, de haber recibido la gracia de su amistad, sabemos que, al contrario de lo que muchos pudieran creer, era un escritor en extremo ordenado, de horarios, que no dejaba de escribir ni un solo día. Varias veces lo escuché decir e incluso lo escribió en diferentes oportunidades, que lo mejor para un escritor era cerrar las ventanas y no ver el paisaje. Si se cedía al impulso de ver la agitación de la vida, posiblemente se terminaría por abandonar la escritura.
Me divierte pensar que el lector está entrando en una casa con muchos cuartos, llena de personajes, objetos y sombras. Varias veces, mientras lo leo, se me ha venido la imagen de las obras del artista plástico australiano Ron Mueck. Miento. Más que en sus obras pienso en la cara de las personas que las admiran al pasar por las salas de la galería. Frente a sus esculturas hiperrealistas, donde están inscritos los más mínimos detalles, gigantes sentados o de pie, mujeres acostadas en su cama, el espectador no puede dejar de asombrarse, como quien dice, ¿es solo esto lo que somos?
Alberto Márquez
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