Fotografía perteneciente al álbum familiar
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No son menos contundentes ni menos corajudas las huellas de una mano femenina. Y si más pequeñas, no se aferran menos a los metales ni son menos abarcadoras cuando recorren el papel fibroso y trazan espectros. Por su delicadeza, dan la impresión de entenderse más con las texturas y bajorrelieves, como cuando acarician las pieles que les son entrañables y en el trayecto del amor sacian cada poro. Y si se manchan con los ardores oxidados de las planchas de grabar o sangran y se ampollan en los hornos de cocer cerámica con los que se aventuran —además de los de la cocina—, una vez restañadas lucen más hermosas.
Las manos arriesgadas y febriles de Luisa la Nena Palacios, tenían una particular belleza como toda ella. Tan inquietas, irrefrenables y tenaces que muy pronto se independizaron del ritualista quehacer doméstico —al menos como único afán—, para explorar el arte. Isabel, su hija menor, con manos en su caso imbricadas al teclado y que dirigen la música marcando bemoles en el aire, dice que las suyas son exactas a las de su madre: venosas, fuertes, con la capacidad de volverse pájaros.
Pintaron, grabaron, modelaron, asaron cerámica, y construyeron el Taga (Taller de Artistas Gráficos Asociados), una institución que se hizo referencial no sólo en la Caracas que empezaba a abandonar el capullo de sus provincianismos sino en la región. Desde que la Nena lo pergeñara en 1976 será obligado punto de encuentro de artistas y productiva cofradía de seseras humeantes. Taller imán, taller con voluntad de perennidad, como ella, fue concebido muy a la usanza: en la sala de casa, como una idea que compartió con la visita bien servida con torta de jojoto, el piano como punto focal dando la bienvenida.
Están archivados a buen resguardo, con profesional minucia (prensa y catálogos) los testimonios de los entonces amigos de la causa. Abundan las confirmaciones elogiosas. Que Luisa Palacios nunca paró, desde que empezó en un cobertizo improvisado, en una esquina de los jardines de las avecindadas casas familiares —coincide su realidad escenográfica con su apellido materno de las Casas—, hasta que se asentara el Taga en la sede de hoy, en la misma cuadra creativa de Los Rosales. Que artistas y poetas fueron bien recibidos, incluso, amparados: “Fue la primera mecenas de este país”, jura la artista y galerista Magdalena Arria. Que integrarán la membresía inicial, época de oro, José Guillermo Castillo, Edgar Sánchez, Gerd Leufert, Pedro Ángel González, Alejandro Otero, Alirio Palacios, Roberto Benaím, Antonio Granados Valdés, Gego, Jacobo Borges, y que se suman los siempre cercanos, la propia Magdalena Arria, Carlos Cruz Diez, Abilio Padrón, Margot Romer, Jesús Soto y Pablo Neruda, autor que le dedica de puño y letra un poema —aún inédito—, el que enmarcado en aquellas paredes de resonancia magnética está exhibido como trofeo. Que era difícil rehuirle a su convocatoria como a su sonrisa, mohín ejecutado no sólo por sus labios llenos, sitiados por sendos hoyuelos.
No consta en acta pero casi, que ante su proverbial donosura también sucumbió hasta Billo Frómeta, que le dedicará una y otra vez el bolero Así quería verte de azul y de blanco, así nada más, prendida en mis brazos una eternidad (…) Qué linda te ves con tu traje azul y blanco, el blanco de un lirio que adorna tu pureza. Que llegaba a una fiesta y nadie podía ser indiferente a su entrada perfumada. Con un gesto del compositor, la orquesta subrayaba el acontecimiento con un silencio inesperado. Las parejas dejaban de bailar y, luego de unos segundos de desconcierto, sonaba aquella canción, lo que hacía triunfal el instante.
La ciudad donde traza su trayectoria vital será encantador escenario de su trabajo titánico. El paisaje, su aliado en el caballete. La Caracas de la eterna primavera y de embriagadora seducción sabrá dulce, a veces ácido, pero siempre será adicción. Como ella. Elegante, de carácter y no pocos respingos, de hablar sin titubeos y marcando bien cada letra, sería una caraqueña inequívoca: elegante y fiera a la vez. La caraqueñidad es una marca y ella la llevaba como blasón. Es, más que un gentilicio, un perfil y tiene que ver con tener buen semblante a la vez que un rostro tornadizo, que pueda llover a mares, y tener días avileños, de luces y sombras, de sequía y vuelta a la exultante frescura vegetal. Gabriel García Márquez, afecto a los adjetivos, nos dio dos: tiernas y ariscas somos.
Emparentada con los que conquistaron el valle, los llamados amos, como define el psiquiatra y escritor Francisco Herrera Luque a la tribu de familias con estirpe asentadas desde los tiempos del miriñaque y antes de María Castaña —el copete demostrado a pulso—, en su terso libro biográfico sobre la Nena, el periodista y autor Diego Arroyo Gil hace referencia a la circunstancia aunque le toma la palabra a María Fernanda, la primogénita de los Palacios Zuloaga, que entiende que su madre, con más ganas de vencerse a sí misma que a los otros, aunque inefable líder alrededor de la que orbitaban genios, fue, como sus antepasados, más que conquistadora de la ciudad, conquistada por ella.
Los Zuloaga que la preceden —ella es Luisa Zuloaga De Las Casas; casada es Luisa o Nena Palacios— se aventuran con la Compañía Guipuzcoana en tiempos de la Colonia y asumen el lance de intentar integrarse entre mosquitos y lluvias torrenciales al engranaje comercial de entonces. Como es ley en territorios de lo realmaravilloso, se plantan subyugados.
Luisa Palacios proviene de una cadena de mujeres bien enfundadas y libérrimas, artistas que hacen obra y viven comprometidas con la creatividad, el repaso permanente de técnicas, la exploración de sus enfoques y perspectivas, bien sea en el zaguán o de viaje por París. Y aunque amadoras del encaje y empacadas en seda, serán reconocidas por su templanza y decidida voluntad de hacerse espacio. Todas sabias, todas resueltas, todas pioneras, se entroncan en la tierra.
Con sabidurías para enseñar, la maestra ocupada con sus tantos alumnos, suspira la niña Isabel, sería también golosa aprendiz. Su tía, la celebérrima artista Elisa Elvira Zuloaga será su profesora de pintura. La Nena no se conformará con hacer un trazo acogedor. Su obra conquistará aplausos y llegará a las galerías. Asimismo aprenderá de su tía María Luisa Tovar las intimidades de la cerámica y hará no solo tazones utilitarios. Luisa Palacios amaba el arte, y no otra cosa que los olores de las resinas, los óleos y los vahos y calorones emanados del fuego querrá respirar, amén del perfume Cabochard. Habitaba el arte como a la estética en todas sus formas.
Y como nada que lo expresara y tuviera belleza le era ajeno, entre sus añoranzas, en este caso una claudicación, estaría el ser bailarina. Imposible que avalaran sus padres la ocurrencia de que aquella chiquilla ingresara a compañías de ballet. Descartado que deambulara por los escenarios del mundo, como ella imaginaba, y mucho menos eso de irse a Rusia. La mujer que desafía toda domesticación compensará con el remedo en casa de un salón de clases mientras se mudaba al universo de las artes gráficas.
Isabel recuerda escenas familiares, aun si empacadas en sedosa gracia, constituidas de pequeñas frustraciones, incomprensiones, rebeldías heredadas, una pena para ella, la músico que quería atención. El ballet es cabo suelto, quimera y coletilla respondona que compartió Luisa Palacios con sus hijas. Trámite para María Fernanda, la escritora, la profesora, el alma de la Escuela de Letras de la Central, la de la cabeza tan lúcida y memoriosa desde la niñez, y pasión para Isabel, la cantante, la ejecutante del piano, la directora de la Camerata de Caracas y de ópera del Teresa Carreño, había una estancia en la casa destinada a su devoción. Recorridas las cuatro paredes por una barra, a ella se asían en punta, mientras se veían en el espejo con el indiciado tutú.
Ni tan lacónica o utópica la facultad de moverse con cadencia, “mientras todas las muñecas con las que jugábamos se llamaban Makarova, Pavlova o Plisetskaya”, Luisa Palacios se entronizaría como la reina de todos los bailes. Eterna partner de su marido, bailó con gusto con su Gonzalo Palacios Herrera y dan qué hablar. Una pareja con sabidurías en eso de acoplarse. Giros, ritmos. En las fiestas les hacían rueda, ya se sabe cómo los reverenciaba Billo. Actores principales de la cotidianidad de la ciudad bajo sus techos rojos donde se cocía la modernidad y la audacia de la urbanización, y se infiltraba el cosmopolitismo y sus espejismos, la simbiosis de la protagónica pareja, sin embargo, iría más lejos, hasta materializarse en el arte: el esposo también se sumó a trabajar en el taller creado por ella.
Varita mágica o batuta incansable de la vida, al emprendedor checo y enamorado de las artes Hans Neumann, buen amigo, también lo convocó para optimizar la fiesta de disfraces a la que invitaba cada año: debía hacerse una más producida, asunto en el que comprometió a todos en casa, hasta donde entonces la Nena mudó la celebración. Desde las máscaras hasta las cortinas con motivos medievales, pasando por los disfraces y la reproducción escenográfica de elementos decorativos venecianos. Aquella gala reseñada en la prensa de entonces fue en realidad un montaje teatral y una sensación en la ciudad. Era una mujer con atril, con púlpito, con hornos, con ideas, con tesón.
La cotidianidad doméstica, con sus gestos que favorecían lo placentero, en realidad estaría signada por el placer de crear e impelida por el afán de abarcar la belleza, asumiendo sus riesgos y rigores. La agenda diaria de la Nena incluía clases de cultura general en horario corrido. Todos en la casa serían contagiados por la pasión por leer, oír música, el arte de conversar. Isabel entiende el tejido que urdió con exquisita gracia su madre: cosió lo aparentemente trivial con lo trascendental.
El Taga, su influencia y legado, son prueba no sólo de ello sino de qué priorizó. Pero es que además de brillar en el concierto de las Artes Gráficas Panamericanas (Agpa), se cocinaron a la vera de la institución el Cegra (Centro de Enseñanza Gráfica de Caracas) y hasta tuvo que ver o influyó en la fundación del linajudo Instituto de Diseño Neumann.
Casas vivas, casas escuela, casas laboratorio, casas arte, casas vecinas donde enseñarían abuelos y padres herramientas para alcanzar victorias, casas sombreadas por apamates, bucares y mangos, y punteadas de rosales, geranios y jazmines, los jardines caraqueños que el miedo amuralló, serían habitadas por cuatro generaciones de Zuloagas: desde los abuelos de María Fernanda e Isabel hasta los hijos de la músico, que correrían tras las ardillas: Gonzalo Grau Palacios y Diego Cabrujas Palacios.
Micomicona, palacete rodeado de verde en la avenida América de Los Rosales, sería luego convertida en el Centro de Culturas Populares y Tradicionales. Después, en el Centro de la Diversidad Cultural. La quinta Pepelito, con el apodo que le decían a Isabel de pequeña, es su casa, la cerca cundida de guacamayas. Enfrente, la sede de la Camerata de Caracas. Y el Taga, que comenzó en un rincón de los jardines comunes, funciona en aquella de la esquina, a pocos metros. En la que era de la tía Carmen Helena de las Casas, otra belleza. La gente se asomaba a las ventanas a verla pasar, ahí viene Carmen Helena, la anunciaban como quien advierte en el botón la inminente aparición de la rosa. Reguero de pétalos el que dejaban todas.
María Fernanda e Isabel completarían en sus frescos salones, entre esculturas y algún Lladró, su educación con la asignatura a lo Carreño de su abuela, tan sabia en los detalles civilizados del protocolo y las maneras. Les pedía estar listas a las siete si tenían baile a las ocho, para así, además de enseñarles puntualidad, repasar antes de que se marcharan los gestos que denotan buena educación y los desplazamientos en escena, incluidos el baile, según los vestidos, no fuera que se ajaran.
“Sus enseñanzas sobre cómo sentarnos, cómo sostener la espalda en ángulo recto sin parecer que nos habíamos tragado una escoba, se las he agradecido cada vez que debo cantar y luego sentarme frente al público hasta mi nuevo turno mientras prosigue su narración la orquesta. No, no es una nimiedad o apenas coquetería, la gracia del ballet, por ejemplo, es parte del ballet, es dominio, es persuasión, es la corporeidad hablando”, refiere Isabel.
Sentada perfecta frente al piano o de pie dirigiendo erguida el concierto del 10 de mayo, día del cumpleaños número cien de la Nena, en los jardines de los Secaderos, Isabel Palacios confirma con su esbeltez natural lo aprendido. El concierto, un repertorio de canciones románticas de todos los géneros, desde arias de amor hasta Ilan Chester —“el gusto de mi madre era muy ecléctico”—, conmoverá al público que recibirá como bendición el sonido de que aquel ensamble de voces —ojalá fuera contagiosa la unión orquestada en otras instancias—, también María Fernanda, en primera fila.
Honran también a la Nena en su centuria sendas exposiciones recién inauguradas en Caracas: una retrospectiva de la Bienal de Miniaturas, ocurrencia de la Nena, en la que participa, vale decir con sus perros impresos en minúsculos cuadrados, bien definidos con sus movimientos y posturas, junto a los casi 180 artistas que también hacen de lo mínimo asombro, en la sala expositiva de la CAF; la otra exposición, última edición de la bienal, es una convocatoria con no menos participantes en el concurso. Son obras especialmente creadas para la ocasión a las que nos acercamos con la respiración contenida para ver las proporciones de las cosas en escala ínfima. Como dice María Fernanda Palacios, es muy actual este enfoque sobre el empequeñecimiento, se asocia a la visual que pasa antes nuestros ojos curiosos, despabilados en el cuadradito del Instagram.
Dama de grandezas y encantos, talentos y contumaz talante, premios y reconocimientos, respingará cuando su amigo José Antonio Abreu quiere rendirle un homenaje estando ya enferma. “Ella hubiera preferido apoyo más que laureles. Fue una mujer acomodada que no escatimó en dar, pudiendo quedarse en casa. Encumbrada se implicó, hizo todo a pulso y no escatimó esfuerzos para volver a ubicarse en esa cima que era suya”, concede Magdalena Arria. Lo aceptó, el premio, desde ese espacio íntimo colosal, su corazón, donde desarrolló su compromiso con la vida.
La mujer que partió en 1990, qué duda cabe, aun hoy perfuma con su exquisitez el arte. Y con su tozudez refuta su mortalidad. Una cala sembrada hace un año, por fin floreció, justamente este 10 de mayo, todos erizados, hasta Tomás Gunz, que le mete el pecho a la institución desde la distancia: “¿La cala está perfumada? ¿cómo es posible?”.
Faitha Nahmens Larrazábal
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