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No podemos entender el declive democrático o imaginar la redemocratización sin saber cómo se pierden y se producen consensos mínimos que trasciendan a pequeñas élites con poder de decisión. Pero hay que empezar por entender cómo se ha fragmentado el sistema para difundir y discutir las ideas de ese consenso en una opinión pública. La crisis de los medios y la atomización de las audiencias son una historia central en la crisis contemporánea de las democracias.
Cualquier lunes de hace treinta años, en el recreo de media mañana, una buena parte de los alumnos de la Escuela Lisandro Ramírez de Valencia podíamos estar hablando del mismo tema: la película que habíamos visto en Cine Millonario la noche anterior. Era muy probable que estuviéramos discutiendo, por ejemplo, cómo el policía había podido derrotar al tiburón gigante disparándole con su rifle, in extremis, al tanque de oxígeno que el escualo tenía atravesado entre las fauces. La gran mayoría de nosotros habíamos visto la misma película. Lo mismo había hecho la mayoría de nuestros padres y de nuestros docentes y de los empleados de la escuela, así como la señora del transporte y el heladero que nos esperaban en la salida al mediodía.
En esa escuela estudiábamos niños de extracción popular y de clase media, de distintas zonas de la capital de Carabobo. Todos teníamos un televisor en casa y veíamos un rango muy cerrado de programas – El planeta de los simios, Tom y Jerry, Mazinger Z, Candy Candy, y si nos dejaban, Miami Vice y Cine Millonario – en los tres canales de televisión abierta que llegaban a la ciudad, el 8, el 4 y el 2. Escuchábamos también un rango restringido de emisiones de radio, igual que los adultos. Si en casa se leían periódicos, eran máximo dos, por lo general uno de los dos regionales -El Carabobeño y Notitarde- y uno de los nacionales, como El Universal, El Nacional y Últimas Noticias. De vez en cuando había otras revistas venezolanas a nuestro alcance, y unas cuantas revistas internacionales como Geomundo, Buenhogar, Mecánica Popular, Muy Interesante y por supuesto Selecciones del Reader’s Digest.
Lo que casi todos, salvo una que otra gente que viajaba o tenía experticias particulares, sabíamos del mundo y de la cultura humana era en su inmensa mayoría lo que se nos servía en esos pocos, grandes medios de comunicación. Sin mucha diferencia en cuanto a nuestra edad o poder de compra, casi todos recibíamos discursos y estéticas que se parecían entre sí, provenientes de esa Venezuela dominada por dos partidos que nosotros no podíamos distinguir salvo por sus colores, o del Estados Unidos de Ronald Reagan. Era difícil ver algo más audaz que Radio Rochela o escuchar algo más de vanguardia que Vangelis o el Génesis de Phil Collins. Ver desnudos o violencia extrema dependía de acceso a video y de un descuido de los adultos. Hasta 1989, todo nos resultaba bastante estable y predecible, y no nos dábamos cuenta de que nuestro mundo real, la sociedad que en realidad éramos, era muchísimo más diversa, compleja y convulsa que ese universo que veíamos por televisión, donde las amenazas reales como el holocausto nuclear lucían demasiado abstractas como para sentirlas cercanas, y las amenazas que nos resultaban más palpables y que realmente nos infundían miedo eran francamente improbables, como que nos llevara un enorme tiburón cuando nos alejábamos diez metros de la orilla en Punta Brava.
Ahora volemos de regreso treinta años hacia el presente.
Hoy, en el recreo de media mañana de una escuela en Venezuela o la verdad que cualquier país del continente, sería bien improbable que incluso la invasión rusa de Ucrania se impusiera como tema predominante de conversación entre los alumnos. En un mismo salón de clase, para no hablar de la escuela entera, ningún niño ha visto al mismo tiempo que otro compañero la misma película en el mismo sitio, a menos que por casualidad los hayan llevado a ambos a la misma función en la misma sala de cine. Puede que algunas niñas estén hablando de un show en YouTube o en Netflix que les gusta, y algunos varones de un mismo videojuego, pero sería difícil que lo hubieran consumido todos a la vez la noche anterior. El resto de la clase estaba jugando, viendo, escuchando o leyendo otras cosas en pantallas o, en ciertos casos, en soportes físicos como el libro. Estos niños no pueden comentar con su docente, como lo podíamos hacer nosotros en 1982, eso que acaban de consumir, ni con el profe de educación física. Cada quien pasó su domingo viendo algo distinto, comunicándose con la cultura contemporánea o con el acontecer del mundo de maneras diferentes. Esa discusión sobre Tiburón en la que muchos niños distintos podíamos coincidir un lunes en la mañana de 1982, hoy es imposible: los de hoy deben tener pocos temas en común en cuanto a entretenimiento se refiere.
Hoy existen pocos grandes medios que distribuyan a toda la sociedad unos pocos grandes discursos y estéticas. Creo que ni siquiera las Kardashian o Lionel Messi pueden tener la omnipresencia prácticamente universal que por ejemplo tuvo Michael Jackson cuando salió su video clip de Thriller, de lo que ni mi abuela se podía salvar de ver en algún momento, aunque no quisiera; mi hija de ocho años no ha visto en su vida un minuto de las Kardashian o de un juego con Messi, sin ningún esfuerzo de nuestra parte. Cada vez menos gente tiene televisión por cable y más gente se hace su propio menú en video on demand, streaming, o pasando un dedo por sus apps de Facebook, Instagram, TikTok, Telegram o Twitter. En lugar de unos pocos canales de TV, emisoras de radio y periódicos, hoy lo que tenemos son unas pocas grandes plataformas, cuyos contenidos no son una lista reducida de cosas que van pasando una detrás de otra antes nuestros sentidos, sino un menú cambiante, que se alimenta a sí mismo, y que en la práctica es infinito. En ese menú, nosotros mismos – dirigidos no solo por nuestros propios intereses sino por el algoritmo – escogemos lo que vamos a consumir. Si en 1983 coincidíamos en la misma película los chamos de un barrio del sur de Valencia y de una urbanización de clase media al norte de la ciudad, hoy las diferencias socioeconómicas determinan la potencia de tu señal de internet y el dispositivo para navegar en la red, y por tanto tu acceso al menú inabarcable de opciones.
Salvo ocasionales fenómenos de audiencia como la serie coreana The Squid Game o colosales operaciones financieras de entretenimiento como la saga de 18 largometrajes (más los videojuegos, comic y merchandise asociados) del Marvel Cinematic Universe, no podemos tener los consensos sobre productos de entretenimiento que con naturalidad teníamos en 1982 por virtud de las limitaciones del menú de contenidos a nuestro alcance.
Si no tenemos consenso en materia de entretenimiento, en lo que nos da placer ver o escuchar, mucho menos lo podemos tener en muchas otras cosas a las que seremos más reacios a acercarnos, como cuáles son nuestros peores problemas como sociedad y qué debemos hacer para solucionarlos.
Para poder discutir esto último y salvar una democracia o construirla, necesitamos sentar a la mesa a una parte representativa de una sociedad. Los individuos y las organizaciones que estén trabajando por la democratización tienen que dirigirse a los ciudadanos, lograr su atención, hacerles entender de qué se trata, escuchar lo que tienen que decir. Hay que organizar una reunión, digamos, hecha de innumerables conversaciones, debates, peleas, acuerdos y desacuerdos que desemboquen en un consenso. Nadie espera que vayan todos ni que el consenso sea unánime, pero sí que haya un cierto quórum para que lo que se decida tenga alguna representatividad.
Suena difícil, claro, empezando porque el mero proceso de convocar a esa reunión, o lo que es lo mismo, de tener algo que podamos llamar opinión pública, es mucho más difícil que antes. Porque los recursos con los que antes podíamos invitar a la gente a esa mesa, y con los que podíamos presentar los temas que hay que discutir o las propuestas para solucionar nuestros problemas, han perdido su alcance, su voz. Es muy difícil que puedan hacerse oír a través de las puertas cerradas o de las distancias que separan a los miembros dispersos de esa comunidad.
La soledad de Renny
Hace más de diez años, en una época en la que solía escribir sobre nuestros desafíos en materia de respeto a las normas o simple convivencia urbana, era frecuente que algún lector dijera que lo que hacía falta en Venezuela era una campaña como las que hacía Renny Ottolina. Nunca supe si lo que ese productor y animador de televisión dijo en cuanto a respetar los rayados y los semáforos, por ejemplo, tuvo algún efecto, pero sí estaba consciente entonces de que lo que él pudo hacer desde su enorme influencia como una estrella respetada, en prime time, en uno de los dos canales principales y ante una audiencia cautiva, sería imposible hacia 2010. Y ni hablar de 2022. Renny estaría casi predicando en el desierto; no podría tener una tribuna como la que tenía en los 70, sino que para no quedarse atrapado en un medio en decadencia como la televisión abierta tendría que meterse a Youtuber y ahí competir con todos los demás, sin aspirar jamás a alcanzar el público general, de distintas edades y estratos, del que disfrutó en el cenit de su carrera.
Hoy, Renny estaría tan solo como nosotros los periodistas: compitiendo en Internet no solo contra los otros animadores o los otros medios, sino contra todo el contenido que hay en Internet. Es decir, competiría por el minúsculo rango de atención y el disputadísimo tiempo ocioso de las audiencias, contra series, celebridades, chistes, clases online, y cualquier video hecho por cualquier aficionado que te enseña cómo maquillarte, cómo reparar una fregadero dañado o cómo defenderte del chip 5G que el Nuevo Orden Mundial quiere meterte en la sangre por medio de la vacuna anticovid por designio de un magnate húngaro. Por muy bueno que sea Renny, de estar vivo y activo hoy su mensaje llegaría solo a una fracción infinitesimal del público al que llegaba en su momento, aunque hay mucha más gente que entonces, porque todo se fragmentó en circuitos relativamente independientes de producción, distribución y consumo de contenidos, donde el control lo ejercen mucho menos los poderosos ejecutivos de medios del pasado y mucho más un software de inteligencia artificial, y donde por cada Renny hay un millón de aficionados que pueden ser mucho más eficaces – o, como se dice elocuentemente hoy, más virales – que cualquier profesional de la comunicación. Hoy, Renny tendría que hablar a un público que ya está de acuerdo con él, que lo ve en televisión, mientras que los que más deben escucharlo, los que más ignoran las reglas en la calle, no sabrán siquiera quién es él, y aunque usen YouTube como él, nunca se toparán con su mensaje mientras el algoritmo les propone un adolescente que sabe mejor que Renny cómo llenar los metadatos de SEO (Search Engine Optimization, una de las habilidades más cotizadas del mundo contemporáneo) para hacer visible su show en stream, que consiste simplemente en hacer chistes y comentarios hora tras hora mientras navega por un videojuego y agradece en vivo las donaciones que van llegando de sus miles o millones de suscriptores.
Lo mismo nos pasa a todos los periodistas, como a mí, que trabajé en un periódico en Caracas que un domingo podía imprimir 150 mil ejemplares que se distribuían por toda Venezuela… y hoy no imprime ni uno. Aprendí a hacer periodismo ante una gran audiencia contenida en un mismo territorio; ahora tengo que aceptar que cualquier cosa que escriba normalmente será leída, con suerte, por unas dos mil personas repartidas entre Venezuela y unos diez países más. Antes era fácil para mí obtener una entrevista, solo con decir que trabajaba para el diario El Nacional; hoy tengo que explicar a cada fuente, si me responden un email, que trabajo para dos medios digitales que muy probablemente no conocen, aunque tienen años funcionando. Y el hecho mismo de ser entrevistado en un medio responsable no es para esa fuente tan atractivo o prestigioso como lo era antes.
Aquí lo fácil es concluir que el chavismo devastó el paisaje mediático venezolano. Pero esto está pasando en todas partes. Con rarísimas excepciones como diarios de alcance internacional como The New York Times y El País, que han crecido en suscripciones digitales, los diarios y las revistas parecen hacer tomado la misma ruta hacia la desaparición irremediable de la televisión abierta o por cable. Ni siquiera dejar de hacer el gasto de imprimir y distribuir ejemplares en papel los puede salvar, porque los ingresos publicitarios online de los medios también se derrumbaron una vez fueron absorbidos por Google, Facebook y compañía.
Para mí ha sido muy ilustrativo, y también muy triste y preocupante, ver cómo la fragmentación de audiencias y la aniquilación de medios de comunicación tradicionales es un evento global, que como muchas otras cosas vimos primero en Venezuela pero sin duda forma parte de un cambio histórico planetario. Y lo veo desde un país radicalmente distinto a Venezuela en indicadores sociales, económicos y políticos. El país donde vivo, Canadá, donde me ha tocado ver también cómo el espacio público común es triturado y cómo el debilitamiento del consenso sobre normas elementales de relación colectiva está afectando una de las democracias más estables que existen.
El invierno del descontento
En el gélido febrero de 2022, una curiosa escena tuvo lugar en un tribunal de la capital de Canadá, Ottawa. Uno de los detenidos por la policía al cabo de la protesta de camioneros antivacunas que por tres semanas paralizó el centro político del segundo país más extenso del mundo, el esposo de una de las organizadoras del movimiento, declaró al juez que al violar un montón de leyes mientras participaba en la ocupación del centro de la ciudad estaba simplemente ejerciendo su derecho a manifestarse de acuerdo con la Primera Enmienda. “¿La qué”, preguntó el juez. “¿Qué es eso?” Cuando el acusado intentó explicarse, se dieron cuenta de que estaba hablando de la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, que no tiene validez alguna en Canadá, que es otro país y tiene su propia constitución.
Este hombre estaba repitiendo sin traducción alguna un contenido importado de Estados Unidos y de su alt-right, como lo eran muchos slogans y teorías conspiratorias que los manifestantes ventilaron antes, durante y después de la protesta, y como lo eran también las banderas confederadas y de “don’t tread on me” que usan allá los llamados Libertarian (y una que otra esvástica que también ondeó frente al Parlamento de Canadá). Este hombre, como muchos de sus compañeros, no tenía idea de que intentaba defenderse en un tribunal con un argumento legal carente de toda validez en su país, entre otras razones porque una buena parte de las ideas que alimentan su mentalidad y la de ese movimiento le llegaron dentro de una cámara de eco: un círculo vicioso en el que solo lee y escucha contenidos que refuerzan lo que ya está pensando, y por lo tanto está cada vez más aislado de otras opiniones y más convencido de lo que opina. Este hombre desconfía de todo lo que no sean los medios y voceros que le dicen que hay una gran conspiración en marcha para acabar con la libertad de portar armas y con la raza blanca, que las vacunas son un gran engaño para instalar un régimen comunista a cargo de judíos, pedófilos y negros, y que los gobiernos indudablemente legítimos y democráticos de Justin Trudeau, “un hijo de Fidel Castro”, o Joe Biden deben ser derrocados por la fuerza.
Esa cámara de eco se produce no solo gracias al ardid discursivo – que los venezolanos vimos desplegarse desde los primeros años del chavismo – de sembrar sin descanso la percepción de que todo lo que no sea Donald Trump y la nebulosa alt-right, y que por tanto induce a este hombre a ver Rebel News[1] del mismo modo en que el chavista “rodilla en tierra” solo veía VTV, sino porque los algoritmos de sus cuentas de Facebook y Google han tendido por años a proponerle contenidos afines entre sí. No necesariamente porque Google y Facebook hayan querido convertirlo en un fanático, sino porque están hechos para hacerte consumir más contenido según las etiquetas inscritas en lo que acabas de ver. Es igual que en Netflix y en Spotify: si me gusta Spinetta, el algoritmo me va a recomendar a Charly y a Fito. Bueno, lo mismo pasó con ese hombre en el tribunal: el algoritmo le dio más Soros, más Nuevo Orden Mundial, más Primera Enmienda.
Esto pasa un año después de aquel asalto al Congreso de Estados Unidos por el que tanto se ha culpado a Facebook y a Twitter (con razón) y a agentes externos que trabajan en redes con ejércitos de trolls y bots para multiplicar los mensajes que alimentan los algoritmos y las cámaras de eco, en particular desde Rusia. Pero también ocurre pocos meses después de que varios políticos en distintos niveles en Canadá hayan renunciado a sus carreras porque no aguantaban el odio por redes sociales. La protesta de camioneros comenzó el mismo día en que Canadá debía conmemorar en un acto público cinco años de la masacre de seis personas en una mezquita en la ciudad de Quebec a manos de un joven de 27 años que estaba convencido, debido a la constante lectura de sites islamofóbicos, de que a los musulmanes en Canadá había que exterminarlos. Menos de un año antes de que otro joven canadiense, de 20 años, arrollara en London a una familia musulmana que simplemente paseaba por la calle, matando a cuatro de cinco de ellos. Y menos de dos años más tarde de que en el mismo país, solo en las seis primeras semanas de pandemia, cerraran para siempre casi cincuenta periódicos[2]. Sí, casi cincuenta periódicos en menos en tres meses, en un país con casi total alfabetismo y sin Diosdado Cabello robándose sus sedes por un juicio amañado de difamación.
Las cámaras de eco y la radicalización están directamente relacionadas con la protesta de los camioneros y con la imposibilidad de que Canadá, donde las vacunas abundan y son gratis para los ciudadanos, haya logrado la vacunación total. Alimentan la reacción al movimiento feminista y antiracismo, así como la xenofobia. Se valen de la crisis de los medios y contribuyen a ella, y minan la confianza en las instituciones, de los líderes políticos y de la idea misma de la democracia, magnificando los errores del liderazgo o atacando sistemáticamente mensajes como “vacúnate para que no te mate el virus y para que no colapse el sistema de salud”.
Y todo esto no es en América Latina, sino en Canadá. Lo recalco no para que nos desanimemos, más de lo que ya debemos estar los que nos preocupamos por estas cosas, sino para tratar de hacer ver que la fragmentación de los medios y de la opinión pública tiene el mismo efecto que la disolución del prestigio de las instituciones que antes podían ejercer algún arbitraje y cohesión social, como las iglesias o los sistemas educativos. No son solo los partidos que se desconectan de la gente y los políticos corruptos o incapaces o que usan la democracia para minarla desde adentro; los mismos políticos decentes o responsables que todavía hay tienen serias limitaciones para transmitir sus mensajes y convencer gente. Un escenario en el que se produce un consenso de gobernabilidad democrática mínima como el del Chile post-Pinochet o el Perú post-Fujimori es hoy mucho más difícil de alcanzar que en 1991 o en 2000.
El ágora rota
Para los antiguos griegos era más sencillo, digamos: en una Atenas de unos pocos miles de habitantes, bastaba con distribuir emisarios por la ciudad que convocaran a los ciudadanos para que caminaran al ágora y participaran del debate. En las sociedades de millones o miles de millones de habitantes, muchos de ellos absorbidos por separado por las pantallas de sus dispositivos, parecemos estar mucho más cerca de novelas distópicas como 1984 o Fahrenheit 451 que de las luminosas leyendas sobre la Grecia de Pericles que nos legó “el gobierno del pueblo”.
La promesa de libertad que trajo internet consigo se cumplió para la difusión del conocimiento pero también para que el desprecio al conocimiento se regara como un incendio. Las fake news y las teorías conspiratorias que en estos dos años se acumularon contra las medidas por la pandemia y las vacunas también dejaron a una gran porción de los estadounidenses creyendo que su actual gobierno es ilegítimo. Antes de eso, los rumores que corren por WhatsApp llenaron de miedo a millones de personas que se lanzaron en brazos de las promesas de seguridad que les brindaban movimientos políticos reaccionarios y autoritarios en India y Brasil. Nos pueden sonar absurdas, pero el daño que hacen es real, y a veces se traduce en violencia y en pérdida de vidas. Actúan contra el combate a los efectos del cambio climático, contra los derechos de todos, contra el reto de la epidemia y la desigualdad. Actúan contra la democracia, constantemente, y de maneras en que no es fácil distinguir la espontaneidad del ciudadano común de la acción organizada de un agente político que está atacando la relación con la verdad y con las instituciones comunes que hacen posible el hecho democrático día a día, en los países donde todavía podemos decir que lo hay. En 2021, el Democracy Index de The Economist[3] registró el peor puntaje desde que empezó a hacerse en 2006: 5,28 sobre 10.
¿Hay esperanza? Me hago esa pregunta mientras el país de origen de un millón de canadienses, Ucrania, está siendo invadido y masacrado por una potencia militar autocrática solo porque en 2014 emprendió un camino de democratización. Y a algunas semanas de que me di cuenta de que el acoso a los periodistas que vi mediante los medios que estaba ocurriendo en Ottawa durante la protesta, era exactamente igual[4] no solo al que los seguidores de Trump han desatado en Estados Unidos, sino al que nosotros mismos vivimos tantas veces en Venezuela desde al menos 2001.
El ágora griega que los clásicos describían como una concurrida plaza bajo el sol, y que hemos tratado de recrear muchas veces en los dos últimos siglos, puede parecernos hoy tan derruida como el Muro de Berlín. Cuando los periodistas angustiados por estas cosas, o los demócratas en general, nos encontramos inermes ante una sociedad que no escucha y no quiere escuchar, sentimos que del ágora solo quedan fragmentos, esquirlas, que podemos llevarnos en la mano como un souvenir, o más bien una reliquia religiosa.
¿Hay esperanza?
Creo que sí, o más bien creo que hay que tenerla, y mejor dicho creo que hay que trabajar por esa esperanza. Hacer lo que uno tiene que hacer. Los periodistas tenemos que hacer valer la verdad y hacer nuestro trabajo bien, hacer lo correcto, en vez de decir cualquier cosa por un click de más. Pero tenemos todo en contra, y el trabajo no es solo nuestro.
Tiendo a pensar también que la misma generación de mis padres que tanto dice extrañar la democracia, la dio por sentado, la dejó perder, votó por golpistas y por charlatanes, y ahora se queja de que nosotros no hacemos nada. Como también tiendo a pensar que la generación que sucede a la mía es mejor. Lo digo por los jóvenes con los que tengo contacto en mi trabajo, a los que trato de enseñar algunas cosas a cambio de lo mucho que ellos me enseñan a mí.
Mi hijo de 26 años tiene claro qué es una tiranía y qué no, de qué sirve una verdad y cuánto mal hace una mentira. Y mi hija de 8 llegó contando el otro día que en su escuela pública, en Montreal, hay un lugar donde los niños más pequeños se reúnen en sus momentos de descanso a jugar, a comer o a leer.
¿Cómo se llama ese sitio en la escuela?
Ágora.
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Notas:
[1] Este medio canadiense, clásico ejemplo de lo que se ha llamado “postverdad”, reproduce teorías conspiratorias y desinformación en contra del gobierno liberal, las vacunas, las causas progresistas o el cambio climático, en clara afinidad con el trumpismo, y antes del ascenso de Trump creció ventilando discursos xenófobos y anti islámicos: https://www.rebelnews.com/
[2] El dato viene de una investigación citada en este reportaje sobre el estado general de los medios en Canadá, en mi revista favorita del país: The Walrus, https://thewalrus.ca/future-of-journalism/.
[3] Lo pueden ver aquí, pero sírvanse un roncito primero: https://www.economist.com/graphic-detail/2021/02/02/global-democracy-has-a-very-bad-year.
[4] Aquí un caso, entre muchos, de lo que podemos llamar círculos bolivarianos bajo cero: https://www.thewrap.com/canadian-freedom-convoy-protesters-shout-obscenities-live-report/
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Este trabajo fue publicado en la más reciente edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.
Rafael Osío Cabrices
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