Fotografía de Angel Xavier Viera-Vargas | Flickr
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Segundo Premio del Concurso de cuentos Julio Garmendia, de la Policlínica Metropolitana.
La bolsa en mis manos ya estaba empapada en sudor.
«Eso sí es música, compai, ¿oyó?», gritó el borracho del otro lado del bulevar. Sus ojos miraban hacia al frente. No había nadie más que él. «Eso sí es música», dijo otra vez antes de bajar la mirada y caminar en zigzag.
Yo estaba empezando a perder la paciencia.
Mi cliente aún no llegaba. Tenía ganas de llorar. Algo de náuseas también. La canción se escuchaba en una corneta en la entrada de una tienda de ropa. «Ay, compai», gruñía el tipo sin dientes con su botella de ron pegada al pecho. Se meneaba de un lado a otro al ritmo de la música. Al ritmo de aquella distorsión que salía de la corneta, mejor dicho. El volumen estaba muy alto y apenas podía distinguirse algún instrumento y la voz del cantante.
Era la voz de mi papá.
*
Orquesta Cerro Bajo: la otra casa de mi padre. La Gran Orquesta Cerro Bajo, como era llamada segundos antes de que los integrantes aparecieran en tarima. A él le molestaba eso. No veía necesidad de que un tipo con voz de «locutor frustrado» tomara el micrófono y los presentara con aquel «carisma falso», como decía. Sin embargo, eso no dependía de él sino de los dueños de los locales donde la orquesta tocara. Él prefería algo más «místico»: que se apagaran todas las luces de repente, los músicos subieran a tarima, sólo se vieran sus siluetas y, después de algunos acordes, justo cuando la música estallaba, se prendieran de nuevo las luces para comenzar el show con la energía a tope. «Eso emociona más a la gente, Julián», me contaba. «Imagínate pagarle a un tipo para que nos llame justo después de decir que una bulla las mujeres, que dónde están los machos y pendejadas así. No. Eso es una estupidez. Uno como artista debería darse a respetar, pero qué se le va a hacer, Julián».
Pero más allá de eso, cuando empezaba el repertorio cada músico se dedicaba a lo suyo y gozaba tocar su instrumento como mejor le pareciera: el del teclado ponía cara de concentrado; el del bajo sonreía todo el tiempo; el de las maracas hacía un bailecito. Mi papá tocaba las congas. Se lucía haciéndolo. Era todo un maestro.
Justo cuando estaban en la penúltima pieza de sus presentaciones, el cantante de Cerro Bajo pasaba lista con los músicos. Cada uno mostraba su habilidad con el instrumento que tuvieran. Aquello parecía eterno. Tenía que pasar uno por uno y la canción fácilmente duraba más de 10 minutos. La cosa es que cuando lo hacía mi papá el público entraba en euforia: tocaba aquellas congas con una furia animal.
Parecía que iba a salpicar sangre de las palmas de sus manos. Cerraba los ojos. Movía la cabeza de un lado a otro. Apretaba los labios. Mi papá y el público estaban metidos en el mismo éxtasis. Aplaudían y gritaban a rabiar. Sólo con la descarga sonora de las congas era que el cantante no mostraba ni siquiera una sonrisa. Con el resto de los instrumentos sí.
*
Cuando se fundó la orquesta eran muy buenos amigos, pero entre mi papá y el cantante empezó a crecer una rivalidad tremenda al cabo de unos años. En aquellos treinta segundos donde mi papá era una estrella, aquel medio minuto en que la gente aplaudía como loca, al cantante se le veía el ceño fruncido. No soportaba que alguien al fondo de la tarima tomara prestado el brillo por un momento. Así era su ego. Los celos llegaron a su cumbre cuando se volvió famoso un video donde mi papá, en la sala de la casa, aparecía entonando una vieja canción que había escrito en sus veintitantos años. Tenía buena voz y millones de visitas en YouTube. Era un tema que él nunca pudo grabar. Ante aquel hecho viral, los de la disquera tomaron una decisión: que mi padre también cantara.
Tocar un instrumento y cantar al mismo tiempo es complicado. Es fácil perderse y más si de percusión se trata. Mi papá no tenía ese problema en lo más mínimo. Hacía ambas cosas con soltura, con destreza. Con soberbia. Y eso le sacaba una vena en la frente al cantante. Al culminar esas noches donde mi papá entonaba los coros y hacía retumbar los cueros con cara de sobrao, el cantante no le decía ni una palabra. Sabía que él ya no era la principal atracción del público con su actitud de latin lover malandro. Trabajaban juntos porque no les quedaba de otra, pero ya no se hablaban.
Al cantante no le bastaba con ser el que más dinero ganaba en la orquesta. Mientras él ya había firmado el contrato de su cuarta mansión, los demás integrantes aún estaban pagando el crédito de su primer apartamento.
A mi papá se le iban los sobrecitos con los pagos por los conciertos en comprar unas que otras cosas que llevaba al ranchito, pero aun en esas circunstancias era una leyenda para mí, y así yo se lo hacía saber a mis pocos amigos de la escuela.
*
La voz rasposa del borracho dice «carajo, tre-men-da pieza, caballero». Pensé en lo feliz que debía estar ese hombre con la nota que cargaba encima. Apenas debía saber qué día era, qué hora era. No tenía preocupaciones. No debía tener responsabilidad alguna más que hacer mandados a la gente de su zona, lo que le hacía ganar los billetes necesarios para seguir jodiendo su hígado a punta de ron barato.
Yo intentaba calmar el temblor en mis manos, pero no lo lograba. Sentía una pena enorme por tener que hacer la entrega en una bolsa tan dañada a esas alturas. El cliente ni siquiera había visto mi mensaje y yo no sabía a qué hora me iba a largar del bulevar.
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Mi mamá siempre le gritaba a mi papá. Decía que cómo era posible que no se preocupara por las goteras, que la casa era un colador cuando llovía, que estaba harta de tener que escurrir el piso de la sala a las dos de la mañana al caer aquellas tormentas. «Pero quédate tranquila, michi, que yo veo cómo resuelvo», le respondía. «Mira que viene un toque bueno en la boda de unos ricos ahí. Con esa platica mando arreglar el techo y hasta compro algo más que no sea arroz para ver si cambiamos, vale. Quédate quieta, mi chinita», decía mi papá. Pero eso enfurecía más a mi mamá y empezaba a sacar lo de la casa mal pintada, lo desgastada que estaba mi ropa, lo poco que le quedaba de vida a mis zapatos escolares, tantas veces mandados a remendar. Eso era sólo una parte del catálogo de penurias que había en nuestro hogar. «Quédate quieta, michi». Al menos dos veces a la semana se escuchaba esa frase en el rancho. Siempre en ese tono lastimero.
Las congas no le daban lo suficiente como para vivir de forma decente. Vivir con un techo sin goteras, con muebles donde no se viera el relleno de cada una de ellos. No le daba para vivir con las tres comidas al día. Si pasar hambre ya es difícil, pelear con el estómago rugiendo como tigre es más complicado aún. Por eso ni se esforzaba en continuar con la discusión y sólo se limitaba a decirle a mi mamá que se calmara, que ya pronto vendrían buenos pagos por los conciertos, que «dentro de poquito vamos a estar mejor. Ya tú vas a ver».
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Quizás él no sabía cómo conseguir más dinero en esa época. Se dedicó de lleno a las congas y se quedó sin aprender algo más. No nos dio todas las comodidades, pero no era un mal padre. Me gustaba que me defendiera cuando mi mamá no paraba de darme correazos por haber roto algún adorno del ranchito, por ejemplo. «Ya deja al muchacho, michi», decía. Y ella, por alguna razón, dejaba de pegarme. Quizás por el tono en que él se lo decía. No lo sé.
Me hacía reír con sus cuentos de los borrachos que veía desde la tarima en cada presentación. Cómo se caían, hacían el ridículo, incomodaban a los demás. Era grato escucharlo llegar a la casa los sábados o domingos apenas salía el sol, pues ya sabía que me contaría algo interesante antes de irme al catecismo o a la misa, según el día. Más de una vez le tocó ver batallas campales en las fiestas. Más de una vez le tocó defender a alguien tranquilo de un tipo ebrio e impertinente, o escoltar a alguna muchacha que fue a divertirse de algún baboso de turno. Claro, esto último me lo contaba sólo a mí, pues sabía que a mi mamá no le gustaba escuchar específicamente esas anécdotas que involucraran a «las zorras esas», como ella les decía con rabia. Pero yo prefería imaginar a mi papá como todo un valiente, un caballero como los de antes.
Cuando la orquesta se presentaba en televisión, me sentía aún más orgulloso de él, aun si esos programas no eran vistos por mucha gente. Estaba ahí, en la pantalla, con todos los demás tocando sin ganas porque la orquesta hacía playback. Pero él, fiel a su pasión, le daba con ganas a sus congas. Eso llamaba la atención. «Cuando me ponchen en la cámara te voy a picar el ojo, michi», decía. Él más o menos sabía cuándo una cámara lo apuntaba. Picaba el ojo. Y aunque mi mamá hubiera peleado con él en la mañana, en la tarde ya sonreía un poco viéndolo en el televisor.
Era evidente que él no quería hacer una presentación floja, incluso cuando el programa en el que Cerro Bajo se presentaba dejaba mucho que desear. Los presentadores tenían esas voces y actitudes bobas que a él tanto le molestaban. Tenía que escuchar al cantante alabándose a sí mismo en lugar de hablar todo lo que había logrado la orquesta en los últimos años. Sabía que no le pagarían mucho por esos falsos toques frente a las cámaras. Y a pesar de todo él lograba destacarse. Siempre lo conseguía.
Verlo llegar a casa luego de una aparición en la televisión me hacía verlo como un héroe, pues era mucha mierda la que tenía que soportar.
Yo les comentaba a mis amigos, con mi pecho inflado y alzando la quijada, que era nada más y nada menos que el hijo del conguero de Cerro Bajo.
Nunca les generó ninguna emoción, por cierto.
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Una noche, justo antes de una importante presentación en un festival del interior del país, encontraron el cadáver del cantante en la habitación del hotel donde la orquesta se estaba hospedando.
Era evidente lo que había pasado ahí. No había mucho qué investigar. Ya se sabía de sus excesos.
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«Mucho gusto, amigo», me dijo el tipo. Perdí la cuenta del tiempo que tenía esperándolo. Sólo sé que había sido bastante. Me molestó que ni siquiera ofreció una disculpa o dijera una razón para su tardanza. No paraba de sonreír, de paso. Eso me molestaba más todavía. «La gente está loca», comentó luego de ver al borracho del otro lado del bulevar bailando.
La sonrisa se le disipó un poco al ver la bolsa de papel toda mojada y arrugada. Creo que sintió asco. Casi se me cae con el temblor que yo llevaba en las manos.
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Si había algo que tenía mi papá era carisma. Lo irradiaba. No fue muy complicado para él ganarse el puesto del líder de la orquesta una vez superado el luto. Ya su lugar no estaría al fondo. Era el nuevo vocalista del conjunto. Se escucharían sus congas y también su voz. La gente apreciaría mejor su talento de golpear los cueros de colores de sus congas y cantar al mismo tiempo. No era nada común ver a un conguero al frente en tarima, y menos que cantara. Eso provocó que hasta gente de otros países apuntara sus oídos para acá. Y aunque seguirían cantando los mismos temas que habían grabado en los álbumes anteriores, en la disquera decidieron regrabar sus más grandes éxitos con la voz de mi papá, como para mostrar la nueva faceta de Cerro Bajo y que se acostumbraran a ella.
De hecho, ya que había pasado a la primera línea, a mi papá dejó de molestarle que la llamaran La Gran Orquesta Cerro Bajo segundos antes de salieran de la carpa que les asignaban en los festivales — o de los camerinos improvisados en las tascas, dependiendo del caso.
Ahora era él quien concedía las entrevistas en nombre de toda la orquesta. El que salía en los programas de farándula respondiendo las mismas preguntas de siempre. El que aparecía en el medio de las portadas de los discos. El que se tomaba fotos con otros famosos que querían conocerlo. Incluso conocí gente famosa gracias a él. Justo por ser tan dicharachero logró hacerse amigos de varios a tal punto de invitarlos a nuestra casa. Y, por supuesto, el que empezó a ganar algo más dinero que el resto de los músicos, lo que permitió que, luego de tantos ruegos que hizo mi mamá en sus oraciones de los domingos, pudiéramos dejar el barrio.
Aparecían buenas nuevas en la vida de mi papá, claro, y también había menos espacio en la casa ante tantas botellas de alcohol. Whisky caro, cervezas, ron. Sobre todo, whisky. Ni siquiera necesitaba comprarlo. Lo conseguía gratis. Era una cortesía de quienes contrataban a la orquesta.
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Mi padre estaba en lo más alto. Uno lo veía motivado escribiendo canciones, tarareando cosas todo el día, llevando músicos a la quinta donde empezamos a vivir para discutir sobre futuras canciones, aunque siempre terminaban bebiendo y hablando sobre cualquier cosa que nada tuviera que ver con la razón de la visita. En una de esas se le ocurrió culminar aquella pieza que había compuesto años antes y que se había vuelto tan famosa en los primeros años de YouTube. De esta manera podría presentarla a la disquera junto con las otras que conformarían el nuevo disco.
Así empezó a pulir la letra y melodía de su composición.
Mi papá sabía cuál era su público. Siempre cantaba sobre cosas relacionadas al barrio donde vivíamos. Era lo que vendía. Hizo que esta canción tratara sobre cómo un malandro sustituye a otro, como una constante renovación. Como ciclos que nunca paran.
La cuestión estaba en que no hallaba qué título ponerle.
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Una vez, a principios de enero, iba caminando por la cuadra y vio a uno de los vecinos pintando las rejas de su casa. El año anterior también estaba haciéndolo, y el anterior a ese, igual. Era el vecino argentino. Mi padre se puso a hablar con él, quien le dijo que eso es lo queda en enero, pintar las rejas, pues la tradición es que el resto del hogar se pinte en diciembre. Así fue como mi padre llegó a una «revelación»: cada inicio de año se retocan las rejas. Una constante renovación. Un ciclo que nunca para. Sin quererlo, el vecino argentino le había dado el título a la canción que terminaría de disparar la carrera de Cerro Bajo, pero mi padre decidió, en una reunión con los músicos en la quinta, que las puertas son más «poéticas» que las rejas. Así nació «Las puertas se pintan en enero», aunque nunca se mencione esta frase en la canción. Antes de tocarla en vivo, mi padre siempre daba las gracias a Mario, el vecino argentino, por haberle puesto título a su composición. «El mejor amigo argentino que uno podría tener», decía. Quizás porque era el único amigo de ese país que él tenía.
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La canción fue un palo. Sonaba en todos lados. Era la más esperada y bailada en todos los conciertos. El disco se vendió bastante, pero creo que el éxito fue mayor en los puestos de piratería. Muchos se sentían identificados al escuchar la historia de cómo mataban al líder de su barrio, y al nuevo líder, y al que le siguiera a ese. Todo era gloria hasta que lo llevaron —vaya ironía— a una megafiesta en el barrio El Indio.
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«Sí, están perfectos», dijo el cliente mientras revisaba los cueros. Sacó una bolsa plástica. No quería llevárselos en la mía de papel, ya tan maltratada. «Están en muy buen estado». Claro que lo estaban. No dio chance a estrenarlos.
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La fiesta iba de maravilla. La gente gozaba con la orquesta. Uno podía ver a las parejas moviéndose con los ojos cerrados, disfrutando con pasión pura. Y mi padre no se quedaba atrás. Sus manos golpeando las congas en los solos bajo una especie de trance. Sus párpados apretados también. Cuando cantaba los abría y se pegaba lo más que podía al micrófono. Lo daba todo ahí en la tarima. En especial cuando sonó «Las puertas se pintan en enero».
Aquello fue una completa locura. La gente ni siquiera grababa con sus teléfonos, sino que decidía cantar a todo pulmón junto con mi papá. En vivo la versión era más larga. Mucho más larga y con un ritmo más rápido.
La canción identificaba a los malandros tanto como a los que no lo eran. Todos en sus respectivos barrios conocieron al líder de su zona, líder que luego borraban del mapa un tiempo después. Algunos celebraban, otros lloraban. Malandros expertos en controlar su territorio, pero incapaces de llegar a los veinticinco años. Sustituidos por una siguiente generación. Incluso hay hijitos de vecinos que, por su actitud, hacen que uno intuya que serán parte del relevo por el control de la zona. Y ese era el problema: que la canción identificaba tanto al vecino tranquilo que miraba desde la ventana como al futuro delincuente rey.
En pleno apogeo, cuando todos estaban en un éxtasis tremendo cantando y bailando con la mano en el pecho, a algunos tipos del barrio El Indio no les hizo mucha gracia que llevaran a Cerro Bajo a tocar. Mucho menos que la gente disfrutara con «Las puertas se pintan en enero». Y menos aun cuando a su jefe, un malparido sanguinario como pocos se han visto, semanas antes lo habían matado unos policías luego de haberlo intentando más de una vez.
Dos tiros le habían dado al malandro ese. Dos tiros fueron directo a la tarima, cortando la música en seco. Otros cinco tiros fueron al aire justo cuando alguien cayó en la tarima, como para decir «se acabó lo que se daba en esta mierda. Váyanse a sus casas y respeten el dolor ajeno».
«Las puertas se pintan en enero» era la penúltima canción del repertorio de la Gran Orquesta Cerro Bajo.
A estas alturas de la historia ya es fácil adivinar quién fue el que cayó en tarima, entonando así su última canción.
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De un momento a otro habíamos quedado sin nada. Para algunos éramos un orgullo y para otros una vergüenza. Nos tocó vender toda vaina en la casa para sobrevivir. Las prendas de ropa, los anillos que se ponía mi papá al salir en tarima, las botellas de whisky. Sus congas, nada más y nada menos. Ya no entraba dinero a la casa. Mi padre no tenía otro oficio y nosotros no teníamos empleo. Dependíamos de él.
Mi mamá tuvo que ponerse a trabajar en una casa de familia. Planchaba la ropa y tendía las camas de unos políticos hijos de puta. La trataban como una basura. Yo dejé la universidad y empecé a vender cosas nuestras por MercadoLibre. Regalos que nos había dado mi papá.
Ya por fin está terminando de sonar la canción maldita en la corneta. La canción que se llevó a la estrella de Cerro Bajo y que ahora me causa náuseas, temblores y me hace sudar las manos. El borracho está acercándose al final de su penoso show del otro lado del bulevar. Allá va un completo desconocido con unos cueros para congas sin uso. Los cueros de colores que mi padre iba a estrenar para su concierto en Miami. Lo último que nos quedaba de él, además de esta bolsa de papel donde estaban envueltos.
Lo que ganamos de la venta nos servirá para terminar de pagar la quinta, al menos.
Yeiber Román
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