Crónica

Las llamadas perdidas de Wilfredo

Wilfredo Jiménez, retratado por Andrés Kerese | RMTF

07/07/2021

I

Una pregunta dejó en silencio a Wilfredo Jiménez: «¿Cómo está tu madre en Caracas? Escuché que está enferma, que le cuesta respirar. Quería saber si está mejor». Wilfredo no supo qué responderle a William, un amigo de la infancia que estaba de visita en Barquisimeto. Había perdido comunicación con su mamá desde hacía 15 meses y no tenía un teléfono para llamarla. Era primero de diciembre del 2020.

A Wilfredo le robaron el teléfono dos años atrás mientras buscaba medicinas para su hijo. El único contacto con Caracas era una amiga. En su casa, donde vivía con sus dos hijos, su esposa embarazada de tres meses y su suegra, nadie tenía un celular ni número fijo. A sus 57 años, su negocio como zapatero no alcanzaba para comprar uno nuevo. 

De los 20 vecinos conocidos por la familia de Wilfredo en el Barrio Manaure, un enclave popular en una zona residencial del este de Barquisimeto, solo siete tenían un teléfono celular inteligente y 13 tenían una línea fija. Desde que perdió su teléfono, Wilfredo usaba las cabinas de teléfonos públicos de la zona, hasta que, poco a poco, dejaron de vender las tarjetas que permitían pagar por el servicio. En el barrio había varios cibercafés, locales que usaba para comunicarse hasta septiembre de 2019. Debido a la crisis, cerraron uno a uno. Los pocos vecinos con teléfono debían lidiar con la falla constante de la señal. Cada vez que Wilfredo llamaba desde un teléfono prestado, el tono se cortaba antes de que las operadoras informaran por qué no caía la llamada.  

Distintas ONG han registrado fallas en los servicios de telecomunicación en Venezuela. El Observatorio Venezolano de Servicios Públicos indicó que 68,2% de una población encuestada afirmó tener fallas todos los días en el servicio de telefonía móvil en diciembre de 2020. En el caso de la Internet, la ONG Freedom House, en su estudio de libertades de conexión, manifestó que «la brecha (económica) entre quienes tienen acceso a dólares para comprar bienes y servicios, y quienes no lo tienen, ha exacerbado la desigualdad en el acceso». 

Habían pasado casi diez meses desde que se declaró la cuarentena en Venezuela por la pandemia del covid-19. Entre las restricciones de movilidad entre los estados y la escasez de combustible en el país, se hacía complejo realizar un simple viaje por carretera. En noviembre de 2020, Nicolás Maduro anunció que el último mes del año sería de una cuarentena libre: 31 días en los que las personas podrían transitar por el país sin tantas trabas administrativas. Wilfredo aprovechó el mes de gracia y buscó un boleto de autobús. Pero, después de un sondeo de cinco días, no consiguió un transporte que pudiera pagar. 

El servicio más económico que encontró cobraba unos 30 dólares, sin contar el equipaje. Dependiendo del número de encargos de su zapatería, podía reunir hasta 15 dólares al mes. Si quería ir a Caracas debía ahorrar dos meses de trabajo sin gastar en comida ni en otros servicios o necesidades.

Cerca de las estaciones de autobús podía ver cómo varias filas de personas, con carteles en las manos, pedían un aventón. Pero las calles estaban casi desiertas. Pasaban muy pocos carros. Si quería saber sobre su madre, Wilfredo debía recorrer aproximadamente 373 kilómetros hasta Caracas. 

—No te preocupes, chico —dijo William después de la búsqueda—. Nos vamos de mochileros juntos. Yo tengo que ir a Maracay. Nos vamos en la misma ruta y le pedimos la cola a la gente. 

Cruzar toda la Autopista Regional Cimarrón Andresote hasta llegar a la capital podía lograrse en varias horas si conseguían un aventón. Wilfredo aceptó. Si su madre, una mujer de 83 años, estaba enferma de una afección respiratoria, tenía que ir a cuidarla. Mientras tanto, debía conseguir una manera de sustentar su tratamiento y su estadía allá. También debía llevar a Saraí, su esposa embarazada. 

Wilfredo sabía que un viaje desde Barquisimeto hasta Caracas podía durar hasta seis horas en automóvil, así que empacó dos bolsos con cuatro viandas de comida, cuatro botellas de agua, dos pares de sandalias, tapabocas de tela y unas mudas de ropa, algunas herramientas de trabajo y un billete de 20.000 bolívares. Era todo el efectivo que le quedaba: el equivalente a 0,019 dólares, según la tasa de cambio del Banco Central de Venezuela en ese momento

Saraí y Wilfredo, retratados por Andrés Kerese | RMTF

Antes de irse se despidió de Yabeth, su hija de 26 años. Ella le entregó un trozo de cartón con los números de teléfonos de varios vecinos. Después se despidió de su hijo de dos años. La abuela se encargaría del niño mientras sus padres no estaban.

A las 4:00 p.m. del 6 de diciembre los tres se reunieron en el peaje El Cardenalito, cerca de la frontera entre el estado Lara y el estado Yaracuy. Un carro los llevó por un tramo de la carretera. Empezaba por buen camino, pero 20 minutos después el conductor les dijo que se bajaran porque había llegado a su destino. Estaban en Yaritagua, a 20 kilómetros de donde empezaron. Como no veían ningún auto, decidieron caminar hasta encontrar refugio. 

Wilfredo sintió el calor que emanaba el asfalto. Después de unos minutos de caminata, Saraí pedía descanso repetidas veces para tomar agua. William se adelantó para ver si había una casa o un río donde poder refrescarse. No tuvo éxito hasta llegar a Chivacoa, a otros 20 kilómetros. 

Fue en las calles de la ciudad donde vieron una alcabala militar. Ya a Wilfredo le empezaban a incomodar los zapatos. Se acercó a un militar que custodiaba la zona para preguntar si su esposa, su amigo y él podían dormir en el lugar. 

El guardia vio al grupo desde la distancia, con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados. Vio los bolsos y les preguntó a dónde iban. 

—A Caracas, señor —le dijo Wilfredo—. Voy a visitar a mi madre enferma. Vamos a ver si nos pueden dar la cola hasta allá.

El militar le indicó que podían dormir en las afueras de la estación, en un lugar donde nadie los viera. El grupo consiguió unos trozos de cartón para suavizar la dureza del concreto. 

Ese primer día recorrieron unos 58 kilómetros; les faltaban otros 315 para llegar a su destino. Ya Wilfredo sentía las piernas adoloridas, sentía un hormigueo en las pantorrillas. Saraí comió dos viandas de comida. Wilfredo ninguna. Quería ahorrar las provisiones para el resto del camino. 

Al sacarse los zapatos se dio cuenta de que las suelas estaban muy delgadas. Buscó en su mochila y consiguió un reemplazo de suelas de zapatos. Decidió que las repararía después. 

II

A las 6:00 a.m., sin esperar por algún auto, volvieron a caminar. Saraí comió la tercera vianda de comida como desayuno; reservaron la última para el almuerzo de ella. Cuando partieron, los guardias no estaban en la estación. 

Su destino más cercano era la ciudad de Nirgua y el peaje de Hato Viejo, a 46,8 kilómetros de donde estaban. Para llegar debían caminar a orillas de la autopista repleta de grietas y desgastada. Wilfredo vio cómo el cansancio hacía tambalear a William. Saraí se agarraba del brazo de alguno para no caerse. Cuando un camión de carga pasaba cerca de ellos, el viento los embestía hacia un lado. Perdían el equilibrio. En el camino, Wilfredo encontró un billete de un dólar escondido entre las grietas del asfalto. Tomaron un pequeño descanso para que Saraí se comiera la última comida que les quedaba. 

A la hora y media de haber empezado su jornada, un camión que cargaba cañas de azúcar tropezó con alguna irregularidad de la calle y soltó varias cánulas. Wilfredo y William corrieron. Con el botín asegurado, se sentaron a comerlas. Desayunaron mirando al horizonte del Embalse de Cumaripa. 

Wilfredo no había cortado caña desde que tenía 12 años, cuando vivía en Caracas. El sonido seco de los tajos le recordaron su primer trabajo con el cuero de un zapato. Lo hacía en el barrio La Cruz del municipio Chacao, en donde lo conocían como «Freddy, el doctor del calzado». 

A sus 28 años, decidió que sería artesano del cuero. Se fue de mochilero junto a su primera esposa a Barquisimeto. Su madre apoyó su decisión. Wilfredo recordó que el viaje no había durado más de cuatro horas. Cada semana llamaba a su madre y cada ocho años viajaba de mochilero hasta Caracas para visitarla. 

En Barquisimeto pasó gran parte de su vida: montó su negocio de zapatería y orfebrería en la urbanización Los Leones. Con esa primera esposa tuvo cuatro hijos. En marzo de 1999 ella empezó a toser sangre. En la búsqueda de un hospital que le hiciera un diagnóstico, falleció por una enfermedad respiratoria que no pudieron tratar. Su hija mayor, Roxana, se fue a vivir con su abuela en 2016 para mantener mayor contacto.

Durante las protestas nacionales del 2018, Virgilio Jiménez, su hijo, fue detenido por la policía. La última vez que lo escuchó fue a través de una llamada en la que decía que estaba enfermo, que no sabía qué tenía, que necesitaba medicinas. Wilfredo fue a una farmacia a comprar antibióticos y dejó el teléfono en el mostrador. Cuando estaba en camino a visitar la cárcel, se dio cuenta de que no tenía el móvil y regresó a la farmacia. No le supieron dar razón del teléfono; dijeron que no lo habían visto. Su hijo permaneció detenido por 15 meses sin juicio y sin contacto familiar. Murió en la cárcel de la Urbina.

Un segundo camión tropezó en el trayecto y esta vez cayó una almohada. Aterrizó en el el patio de una finca. Curiosos, revisaron el terreno para saber si había alguien para que los ayudara con el hospedaje. El terreno estaba baldío. La almohada estaba cerca de un par de cocoteros, un árbol de guayaba y uno de semeruco. Wilfredo no tuvo miedo de trepar las palmeras y bajar algunos cocos. 

Cuando retomaron el camino, vieron pasar tres Grand Blazer: una azul, una negra y la otra gris. Estaban llenas de personas, por lo que no pudieron llevarlos. Cuatro horas después llegaron al peaje de Hato Viejo en Nirgua. Volvieron a hablar con los militares que custodiaban el lugar. El trato fue el mismo: los dejarían dormir en una esquina escondida, donde nadie los viera. La almohada se la dieron a Saraí.

—¿Te sientes bien? ¿Quieres regresar? —le preguntó Wilfredo. 

—Por ahora voy bien —dijo ella—. Siempre que haya comida, yo aguanto. 

—Lo que debemos es apurarnos, chico —interrumpió William—. Porque si nos quedamos, los tres chiflados no llegarán. 

Al día siguiente, después de entrar a la ciudad de Bejuma, en el estado Carabobo, Wilfredo sentía que el camino no era tan duro como antes. El piso era más plano, podía sentir cómo el pie rozaba la textura áspera del piso. Quizás las suelas de sus zapatos se estaban desgastando, o el colchón de sus ampollas le daba una falsa sensación rugosa. Después de pasar por Bejuma, aproximadamente a 213,8 kilómetros de Caracas, el grupo pudo ver más carros en la vía. Pero iban en sentido contrario. Las tres Grand Blazer reaparecieron. Las reconocieron porque eran del mismo color. Esta vez los llevaron. El destino: Valencia. Entre el cansancio de la caminata y la incomodidad de sus descansos, mantuvieron una conversación corta. Sabían que era un grupo de 15 personas que iban a Carabobo a entrenar en un campo de béisbol. No vieron de qué equipo eran. A los cinco minutos de haberse montado en el carro se quedaron dormidos. 

«Al fin. Un descanso de unos cuantos kilómetros», pensó. 

Después de recibir pan, sopa y unas botellas de agua, los dejaron en el peaje entre Valencia y Maracay, a 142 kilómetros de Caracas. Decidieron pasar ahí el día. Wilfredo vio que sus zapatos se estaban descosiendo. Abrió uno de sus bolsos y sacó unas suelas de repuesto. Pero se detuvo. Pensó que era mejor arreglarlo al día siguiente, cuando llegara a Caracas. 

A las 7:00 a.m. del 9 de diciembre, el grupo salió de Maracay rumbo a La Victoria, el destino de William. Con el billete de un dólar que había encontrado, trataron de comprar comida por las calles de Maracay. Buscaron durante tres horas y solo pudieron pagar un racimo de plátanos. Recorrieron restaurantes por restaurante hasta que encontraron un establecimiento que les ofreció una sopa y un baño para lavarse la cara y quitarse el polvo y el sudor. Ya con el estómago lleno, siguieron camino hasta el peaje de La Victoria. Ahí el grupo se tenía que separar. 

—Yo estoy cerca de mi casa —dijo William—. ¿Seguro que no quieren pasar la noche en Maracay?

Wilfredo se quedó en silencio. El sol se estaba ocultando. Pensó: «Es tarde. Su casa es mejor que dormir en la calle, pero queda lejos».   

—Vamos a seguir —terminó por responder—. No nos queda de otra. No quiero preocupar más a mi mamá.

Él y su esposa durmieron en ese peaje. Al día siguiente, con dos horas de recorrido, una grúa los llevó hasta Hoyo de la Puerta, a la entrada de Caracas. De ahí tomaron el transporte público, donde Wilfredo gastó su único billete de 20 mil bolívares. Luego se subieron al Metro de Los Teques, capital del estado Miranda, rumbo a Caracas. 

En los andenes del tren se fijó en los agujeros de sus zapatos. Sentía que en cualquier pisada la suela se soltaría. 

Después de cuatro días caminando, el 10 de diciembre del 2020 a las 3:00 p.m., Wilfredo y Saraí estaban a metros de su destino. Salieron de la estación del metro de Altamira. El barrio La Cruz, donde estaba su mamá, quedaba a unos 10 minutos de caminata.  

 —¡Freddy! ¿De verdad eres tú? 

Alguien lo llamó a lo lejos. Reconoció la voz de uno de sus viejos amigos: Richard Chacón.  

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿A qué se debe la visita?

—Voy a ver… a mi madre —respondió con un jadeo. 

Aunque no caminaron mucho en comparación a los días anteriores, resentía el cansancio. 

—La voy a cuidar unos días.

 Richard se dio cuenta de que los viajeros apenas podían mantenerse en pie. La casa de la familia Chacón quedaba en la misma vereda de la de su madre. Cuatro fachadas eran más simples que una centena de kilómetros. 

—No hay nadie en casa de tu mamá ahorita. Descansa un rato en mi casa mientras espera a que llegue tu hija. Ella sabrá qué decirte. 

Ellos aceptaron. Wilfredo pensó que iría a casa de su madre después de descansar. Mientras caminaba, notó que la suela derecha colgaba como una lengua.. 

Apenas tocó la almohada se quedó profundamente dormido. Ni siquiera se quitó los zapatos. 

III

—¿Roxana, hija, estás allí? —Wilfredo llamó frente a la casa de su mamá. 

La puerta se abrió. Era la mañana del 11 de diciembre del 2020. Roxana se quedó quieta por un segundo y luego abrazó a su padre. Tenía cinco años sin verla. Charlaron sobre el tiempo que había pasado. Ella buscó un frasco con gel desinfectante para limpiarse las manos y la cara.

—¿Tu abuela está dormida?

Roxana se apoyó en el marco de la puerta, con la mirada fija en el frasco.

—Papá… Ella no está acá desde hace un año. Murió. 

El silencio los dejó a varios metros de distancia. Quietos por unos minutos. 

—¿Sabes cómo pasó? 

—Yo no estaba en ese momento —contestó Roxana—. Estaba en la calle. Solo sé que tosía mucho y en el médico le dijeron que no era nada preocupante. 

—¿Tienes un teléfono celular? —dijo Wilfredo—. Voy a llamar a tu hermana. 

Wilfredo pidió un banco para sentarse. Se sacó los zapatos y comenzó a repararlos.

Marcó el número para llamar a su familia en Barquisimeto y activó el altavoz. No había tono. Marcó de nuevo y oyó la contestadora del buzón de mensajes. Trató una tercera vez. Pensó que si no funcionaba, lo dejaría para otro día. El teléfono repicó y alguien contestó: era una voz masculina. Wilfredo pidió hablar con Yabeth.

—¿Aló… quié… bla? —escuchó a su hija entre la estática. 

Dejó de enhebrar los zapatos. Agarró el teléfono y se lo puso al oído. 

—Me alegr… que … ste. ¿Cóm.. está la abu…?

—Mami, tu abuela murió. Lo siento.

Wilfredo no supo si su hija alcanzó a oír la noticia. La llamada se cortó. Volvió a marcar, pero la llamada no podía ser procesada. Trató de llamar a William, pero parecía que su amigo tampoco tenía cobertura. 

Wilfredo se quedó mirando por un momento el teléfono en su mano. Dejó el móvil en su regazo, por si vibraba. Siguió cosiendo sus zapatos. No recibió llamada alguna. 

***

A través de las versiones de viejos amigos y nuevos vecinos, Wilfredo supo que su madre falleció en noviembre del 2019 por una infección pulmonar. Sus vecinos buscaron el tratamiento en el Instituto Venezolano de Seguros Sociales, pero el centro sanitario no pudo cubrir su tratamiento y la señora se quedó en su casa. Roxana estaba fuera de la casa en ese momento y no pudo atender a su abuela. Los vecinos auxiliaron a la señora, pero fue tarde.

Wilfredo decidió quedarse en Caracas y montar un puesto improvisado para arreglar zapatos en la entrada del barrio La Cruz. 

Wilfredo y Saraí. Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

Wilfredo trata de hablar con su hija Yabeth casi todos los días con un teléfono prestado. La cobertura telefónica en Caracas parece ser menos inestable. Ha llamado a Barquisimeto, pero el tono no cae o simplemente no contestan. Se comunica con ella al menos una vez cada tres semanas. 

Después de 14 semanas de haber llegado a Caracas, Wilfredo pudo comunicarse con William. Con los encargos que ha conseguido en Caracas, cree que algún día podrá comprar un celular. 

Por un tiempo, los zapatos que utilizó en el viaje permanecieron guardados en la recámara de su casa. Un día, ya casi a punto de nacer su nueva hija, pensó que era momento de abrir espacio. Entonces los botó. 

El 21 de junio, cerca de las nueve de la mañana, Saraí rompió fuentes. Wilfredo caminó hasta el ambulatorio más cercano a su casa y le dijeron que no tenían camillas para atenderlos. Desde un teléfono prestado llamó a emergencias, pero sonaba ocupado. Varios vecinos se ofrecieron a llevar a Saraí en moto hasta un hospital, pero le pareció muy arriesgado trasladarla de esa manera. Saraí trató de calmar a su esposo: no sentía dolores fuertes, solo sentía que en cualquier momento la bebé saldría.

Así que ambos decidieron caminar hasta un hospital. 

Su plan era tomar el Metro de Caracas desde la estación de Altamira hasta la Maternidad Concepción Palacios, a unos 10 kilómetros de distancia. Caminaron cuatro cuadras a paso lento hasta que llegaron a la estación Altamira. Solo faltaba esperar el tren para llegar a la única maternidad de Caracas que ellos conocían. 

Los pasillos estaban llenos de gente, era una semana de flexibilización de la cuarentena. Wilfredo y Saraí esperaron 15 minutos de pie en el andén y el tren no llegaba. La gente se amontonaba. Pasaron otros 20 minutos y seguían esperando. Saraí decidió sentarse en las escaleras del andén. Estaba cansada y el dolor se hizo más intenso. Wilfredo la vio sentarse y se dio cuenta de que su esposa estaba pariendo. Corrió hasta ella para atajar al bebé. Saraí pujó. Así nació su hija.

Unos paramédicos de la estación del Metro llamaron a una ambulancia cuando escucharon el llanto de la bebé.

Camino al hospital, uno de los médicos le preguntó qué nombre le pondría a su hija. 

—Ruth Saraí Jiménez, por favor —contestó—. Porque, al igual que el personaje de la Biblia, caminó bastante para llegar hasta acá. 

Saraí, Wilfredo y su hija Ruth. Fotografía de Andrés Kerese | RMTF


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