Domingos de ficción

Las especies extinguidas

Fotografía de Pablo Porciuncula Brune | AFP

29/09/2019

A Mónica Du Bois

Lo encuentro flaco, pero no demasiado, su cabello está algo más largo de lo normal, pero aparte de eso no hay nada extraño, nada que en verdad pueda llamar mi atención. Ignacio me abraza con fuerza contenida, como queriendo transmitirme sus ganas intensas de verme. «Gracias por venir, my friend», me dice con una voz que me suena aflautada, y yo le respondo que tenía decidido que lo primero que iba a hacer en cuanto llegara de Lima era visitarlo. A él, antes que a nadie. Sonríe e insiste: «Gracias, viejito». Otro abrazo, más breve esta vez. Le entrego los libros que le he traído: Gombrich esencial y Búsqueda sin término. Apenas entonces me percato de que ambos son de autores austriacos. «¡Qué bueno!», exclama en señal de gratitud. «Ahora leo mucho más que antes; es la mejor forma que tengo para hacer pasar las horas; también hago un montón de ejercicio, todos los días entreno como un degenerado, tengo un buen juego de pesas», añade justo antes de levantarse la chemise Lacoste y dejar al descubierto su torso desnudo: vientre plano, pectorales endurecidos. «Impresionante», comento entuasiasta, como si al aprobar su excelente condición física buscara subrayar una de las pocas ventajas de su vida presente: definitivamente tienes que tener mucho tiempo libre cuando estás en la cárcel.

No le hablaré de mi reciente chat con Tamanaco. Cuando intenté indagar sobre la situación de Ignacio, me escribió por respuesta: «sigue en Canadá qué cagada, es un desastre, te dejo, bro, voy a una reunión». Un par de años atrás habíamos visitado Machu Picchu los tres. Ignacio hizo un viaje relámpago a Lima para encontrarse con Tamanaco y una amiga repentina. Además estaba yo, o eso fue lo que quisieron hacerme creer ellos. El plan limeño prometía mucha diversión, pero se frustró porque la amiga de Tamanaco tomó la decisión de irse con otra gente. Yo intentaba hacer una siesta previa a una típica salida de viernes por la noche, cuando mi celular repicó sobre la mesa de noche. Me alegré mucho al escuchar la voz de Ignacio, sin saber que el día siguiente volaríamos a Cusco. La idea de hacer un viaje no planeado fue, por supuesto, enteramente suya. Para terminar de animarnos –o tal vez porque su naturaleza puede ser generosa, o más bien dilapidadora– nos prometió que pagaría los gastos. Me pareció excesivo, como las cosas que solía proponer Ignacio. Acepté de inmediato. Tamanaco, que no dejaba de maldecir a la muchacha que acababa de abandonarlo, no tuvo más remedio que seguirnos. Yo llevaba unos seis meses en Lima y ya conocía a algunas personas, pero Tamanaco era un completo extraño y nunca es conveniente ser un completo extraño. Eso me hizo sentirme bien. «Toda mi vida he querido conocer el Machu Picchu», iba a reafirmar Ignacio varias veces esa noche, eufórico, como queriendo decirnos qué suerte la mía. Tamanaco terminó quejándose de no compartir su buena fortuna, y de estar obligado a seguir trabajando para una empresa de servicios petroleros que lo utilizaba como el comodín que resolvía los problemas financieros de sus subsidiarias, y de que el gobierno no le hubiera dado a él la oportunidad de hacerse rico de la noche a la mañana… Ignacio y yo nos desternillábamos de risa. Tamanaco quiso contratacar y trató de echarle broma a Ignacio: «¡Marico! ¡Tener primos pobres que se meten a la academia militar sí que es buen negocio, coñoelamare!…» Yo no entendía a qué se estaba refiriendo. «He aprendido a querer mucho a mi primo el Negro», afirmó Ignacio, mientras contemplaba su tercer o cuarto pisco sour de la noche. El bar estaba construido en un espigón sobre el Océano Pacífico y teníamos una visión del mar de casi trescientos sesenta grados, una situación propicia para los vértigos y las confesiones. «¡¿A quererlo?!», pregunté sin poder ocultar mi curiosidad. La curiosidad siempre me mata, o al menos me pone en evidencia: «¡¿Cómo vas a querer tú a ese Negro homosexual?!» Tamanaco e Ignacio soltaron una carcajada muy larga y cómplice, que me dejó fuera de lugar. Mi comentario merecía unas risotadas, era cierto, pero no podía comprender a qué se debía semejante explosión de hilaridad. De esa manera fui enterándome de que William Rangel, más conocido como «el Negro», el primo pobre y arribista de Ignacio, estaba haciendo una carrera estelar en la administración pública venezolana.

Lección de esa noche de copas con mis amigos de visita en Lima: en esta época que nos ha tocado en suerte, el «güevón» es una especie prácticamente extinguida. «Güevón, el que cree que el otro es güevón», iba a sentenciar esa misma noche Tamanaco, con aire nostálgico, quizá sin poder dejar de pensar en la amiga fugada y las oportunidades perdidas.

El sábado aterrizamos cerca del mediodía. Sólo tuvimos tiempo para recorrer fugazmente la ciudad y conseguir un poco de marihuana. Cusco es una zona de tolerancia para las drogas ilegales, eso ya me lo habían advertido. Uno de los botones del hotel se ofreció a vendernos tres boletos de tren para Machu Picchu, emitidos a nombre de personas que no iban a utilizarlos. Debíamos madrugar el domingo, y, dado lo no planificado del viaje, tendríamos que hacernos pasar por esas personas (mi nombre era Joe Black o Baker o algo similar), pues no había tiempo para anularlos y registrar nuestras verdaderas identidades. El botones nos aseguró que no tendríamos problema alguno, que nadie nos pediría documentos, y, en efecto, nada extraordinario ni incómodo sucedió durante aquel largo recorrido en el que los tres íbamos a descansar a pierna suelta, y yo a enterarme en mayor profundidad de las andanzas del Negro. «Lo del tigre de Bengala fue una jugada maestra, el verdadero trampolín para su carrera», ya había comentado Ignacio, todavía en el bar que parecía flotar sobre el Océano Pacífico y cada vez más animado con los piscos sours. Tenía una extraordinaria capacidad para manejarse con el consumo del alcohol. Nunca perdía el control. Por el contrario, su natural sentido del humor parecía hacerse más agudo y refinado. «Con lo del tigre la sacó de home run, esa es la verdad», confirmó Tamanaco, apretando su vaso de whisky y justo antes de mirarme con ojos ya bastante cansados y preguntarme desafiante, como si estuviera tomándome la lección: «¿tú sabías que el tigre de Bengala es una especie casi extinguida?».

Ya en Machu Picchu, divisamos un grupo listo para iniciar su recorrido guiado por un sujeto con el distintivo de lo que parecía una entidad estatal, y nos unimos sin pensárnoslo, como si fuéramos autómatas. Uno se deja llevar cuando anda de turista, y eso nunca es bueno porque se termina conociendo sólo lo que los lugareños quieren mostrar, y no las cosas realmente interesantes. El guía hablaba en detalle de energías cósmicas, metafísica precolombina y visitantes extraterrestres. Los viajeros parecían escucharlo con bastante interés, y además se reían a mandíbula batiente con sus chistes sobre las costumbres sexuales de los antiguos peruanos. Todo pretendía ser tan encantador, mágico y exótico. «Fuck! This is too much!», exclamó Ignacio, lo que le mereció algunas miradas sorprendidas o desaprobatorias. Entonces Tamanaco, con el tono autoritario que correspondía a la situación, dijo: «¡Vámonos pal’ coño!». Fue así como comenzamos a recorrer las ruinas por nuestra propia cuenta, menos interesados en los escenarios que iban apareciendo a nuestro paso, que en conseguir algo con que rolar. «¡Cómo pude olvidarme el papel!», repetía Ignacio, como en una especie de trance en el que se reía nervioso: «busquemos a alguien que nos pueda regalar un rolling paper… Aquí tiene que haber alguien que cargue rolling paper…». Turistas de todas las edades y orígenes caminaba alrededor de nosotros, la afluencia era muy intensa. «Too much people for my liking, este sitio está vuelto mierda», comentó Tamanaco, y volvió a referirse a su amiga fugada. Yo trataba de no prestarle denasiada atención, comenzaba a parecerme uno de esos obsesivos que siempre terminan hartándote y hasta haciéndote olvidar lo buena gente que en ocasiones pueden ser. «¡Ese es el hombre que andamos buscando!… ¡Vamos a preguntarle!…», exclamó de pronto Ignacio, señalando a un muchacho flaco y melenudo con una hoja de cannabis sativa estampada en la pechera de su camiseta. «Chamo, ¿tú no tendrás un rolling paper que nos regales?…», le preguntó Tamanaco a bocajarro. El muchacho respondió: «¡no, yo no uso esas cosas!», y se alejó de nosotros a la carrera. Ignacio y Tamanaco sólo atinaron a mirarse entre sí, visiblemente desconcertados por la actitud del melenudo con la hoja de cannabis en el pecho. Y yo pensé entonces que no era extraño que cosas así sucedieran: varias veces me había topado con personas que parecían dispuestas a hacer ciertas cosas, pero se trataba de una mera apariencia, como si el solo hecho de sugerir bastara para hacerlas sentirse especiales. Se trata de una actitud muy femenina, es cierto, pero también hay muchos hombres que la desarrollan, como aquel muchacho que paseaba por Machu Picchu con una hermosa hoja de marihuana en la camiseta. Andar por la vida con cara de estúpido tal vez sea una de las formas más sofisticadas de este tipo de comportamiento. Por lo visto era lo que hacía el Negro, hasta que consiguió el tigre de Bengala que un hacendado extravagante había criado en su finca, y jodió a todos los que lo subestimábamos. Pero eso no siempre está mal. De hecho, puede ser la única forma que tienen algunos para sobrevivir. Mucho peor es aparentar sabérselas todas, y terminar en la bancarrota o en la cárcel.

De regreso a Lima, Ignacio se empeñó en recorrer el Olivar de San Isidro en busca de un improbable busto de Hayek. Tamanaco no paraba de preguntarme si ya conocía el zoológico y si había visto ahí algún tigre de Bengala. Le respondí repetidas veces que no, sin poder evitar que volviera a hacerlo. Nunca encontramos el busto.

«¿Qué sabes del Negro?», le pregunto a Ignacio mientras hojea los libros, ahora de forma irreflexiva, aunque estoy seguro de que le resultarán interesantes. La teoría del arte le ha gustado desde muy joven. Y Popper es uno de sus autores más citados. Seguro que no de los más leídos, pero eso no importa. «El Negro debe de estar muy bien», me responde sin levantar la vista: «Es un hijo de Changó y la santería lo protege, la sangre del tigre bañó el cuerpo del presidente en un rito yoruba que no se rompe. Sus vidas están vinculadas desde ese momento».

Mis transferencias para pagar tarjetas de crédito venezolanas y el dinero de la venta del apartamento de mi padre fueron apenas una parte microscópica de todo lo que llegó a moverse a través de Ignacio. Tamanaco hizo varias permuta de bonos soberanos para que la empresa de servicios petroleros pagara a sus accionistas y proveedores. Todos los amigos y conocidos de Ignacio aprovechamos los servicios de su empresa. Hace ya varios años que el bolívar, en incansable devaluación, se convirtió en una especie extinguida. El dólar es el único rey. Conseguirlo es prioridad. Seguirá siéndolo. Y por esa razón existen tipos como el Negro, volviéndose millonarios desde sus cargos estratégicos.

Cuando la Superintendencia intervino Mohedano Casa de Bolsa, el único de sus directores que permanecía en territorio venezolano era Ignacio. Sus socios se habían largado a otros lugares suficientemente alejados. ¿Por qué coño no hizo él lo mismo? Lo veo observando, ahora con detenimiento, una de las ilustraciones del libro de Gombrich. Quisiera preguntarle si su parentesco con el Negro tuvo algo que ver con esa decisión, pero pienso que no debo seguir tocando el tema. Un segundo después, levanta la vista y me dice: «siempre pienso en ese viaje al Machu Picchu, la pasamos del carajo. ¿Tú te acuerdas del tipo ese con la mata de marihuana en la franela?». No espera que le responda que sí, es obvio que tengo que recordarlo. «Otra especie extinguida», afirma con una leve sonrisa, antes de seguir hojeando el libro en busca de más ilustraciones.


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