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La Tierra Intermedia: el centro del mundo de Javier Level

Escultura de la serie Un grito al cielo. Fotografía de Diego Torres Pantin.

15/05/2021

Javier, o al menos una versión de él, se encontraba en Florencia con unos planos en la mano derecha mientras veía a los obreros trabajar. Todo era rústico, con velas en lugar de bombillos, con ropas que nunca había visto usar a ninguna persona. Al salir de la regresión, el ambiente cambió: la arquitectura renacentista fue reemplazada por un jardín lleno de plantas tropicales. Pero en ambas oportunidades, estaba haciendo una capilla. Según sus creencias, él había experimentado una regresión a una vida pasada. Esa experiencia tenía un antecedente ocurrido en el 2004 en Caracas: una terapeuta lo guió en el proceso. Al cabo de veinte minutos, abrió los ojos y narró su travesía. Tras escucharlo detenidamente, le dijo: “Tú misión es enseñar la belleza del inframundo”.

La casa de Javier Level y de su esposa Roselia Rosa Lunar se ubica en Turgua, zona rural de El Hatillo, en Caracas. Como todas las viviendas de la zona, está cubierta de vegetación. Lo que la distingue es la presencia de sus tres cúpulas, su templo y el enorme cúmulo de esculturas realizadas por él. Sus construcciones siguen un camino marcado por un orden en específico. El proyecto se conoce como La Tierra Intermedia.

Javier y Roselia. Fotografía de Diego Torres Pantin.

Inicios como escultor

Javier y Roselia se conocieron en la escuela Cristóbal Rojas cuando cursaban el bachillerato en Artes. Al contraer matrimonio, él tenía 20 y ella 19. Se instalaron en un anexo de El Hatillo que pertenecía a un pariente. En esa época, ellos querían continuar sus estudios o en México o en España. Tras meses de buscar becas, él logró obtener una, pero ella no. Tres años después nacería Andrés, su único hijo.

Durante una década, ambos trabajaron en el Museo de Arte Contemporáneo. Tiempo después, en la Fundación Polar: ella fue su curadora durante 20 años y él aún ejerce como conservador allí, lo cual le ha permitido sustentarse mientras desarrolla su actividad artística, sin tener que adaptarse.

Desde 1977, Javier tuvo una prolífica actividad exponiendo sus esculturas en muestras grupales e individuales. Recibió premios, encargos en diferentes partes del país y fue dándose a conocer. A finales de los 80, cuando él buscaba un sitio para abrir un taller, logró vender una pieza gracias a una muestra que se dio en el Museo de Arte Contemporáneo. Tras investigar, encontró que la cantidad de dinero obtenida era, exactamente, la misma que costaba un terreno en Turgua. No lo pensó dos veces.

La primera vez que fue a Turgua su carro se accidentó. Se paró en la vía mostrando el pulgar, pero la población de allí era tan pequeña, que tuvo que esperar dos horas para recibir ayuda. Javier pasó cinco años construyendo su taller. Al terminarlo, su pariente dijo que debía buscar un hogar propio. Entonces invirtió dos años más haciendo su casa. Cuando su hijo cumplió los 12 años, finalmente se establecieron allí.

Cuando Javier se mudó, sentía que sus intereses y motivaciones estaban en concordancia con los de muchos de sus vecinos. Turgua era un albergue para artistas y personalidades del mundo de la cultura: los fotógrafos Douglas Monroy y Luis Brito, la familia Boulton, el cineasta Asdrúbal Melendez, el ebanista Douglas Branch, los músicos Carlos Duarte, Paul Desenne y Arnaldo Pizzolante llegaron a vivir allí. Todos se trasladaron hasta allá sabiendo que el sitio era periférico. Además, la artesanía popular tenía a varios exponentes, como lo demuestra el Catálogo del Patrimonio Cultural Venezolano 2004-2005 dedicado a El Hatillo. De hecho, la familia Cuellar organizaba un festival de artesanías en los años 90 y los primeros años de los 2000.

Cada vez que venía una nueva edición del festival de cerámica, los habitantes de Turgua colocaban puestos de ventas cerca de la hacienda en la que tendría lugar. Aunque esas no eran sus intenciones, esa actividad ayudaba al desarrollo de la zona. Se organizaba dos veces al año, una en el día de las madres y una en diciembre. Los artesanos pasaban un fin de semana entero exponiendo y vendiendo sus piezas. La familia Cuellar abandonó sus actividades allí una vez que uno de sus miembros sufrió un intento de secuestro.

En su jardín, Javier y Roselia construyeron otra casa a inicios de los 2000: la anterior sería usada para realizar residencias a artistas del exterior. Sin embargo, el paro petrolero del 2001 impidió la realización del proyecto. Y esa no fue su última complicación. En Turgua no hay tuberías de agua, de modo que sus habitantes tienen que surtirse con tanques y aprovechar el agua de lluvia. El tema de la electricidad es una tragedia debido a que muchos sectores cuentan con medidores comunitarios, su servicio es inestable y débil. CANTV, la mayor compañía telefónica del país, no opera en la zona. Debido a la abundancia de árboles, la cobertura móvil suele fallar. Y la presencia del transporte público ha tenido una presencia irregular: a veces pasan los autobuses, y a veces no. Además, a falta de presencia policial, el hampa actúa con impunidad desde inicios de los 2000.

A él le resulta frustrante saber que Turgua hubiera podido levantarse: hasta hace unos años era común ver a grupos de observadores de aves allí. También iban ciclistas. Además de la naturaleza, de sus abundantes quebradas, también hay vestigios de petroglifos precolombinos allí. El turismo era una opción, sin embargo, la zona jamás ha recibido apoyo institucional, ni de la gobernación de Miranda ni del gobierno nacional.

En el 2004, Javier conversó con estudiantes de la Universidad Simón Bolívar que estaban haciendo su Servicio Comunitario. Ellos querían crear un proyecto turístico: mensualmente, un autobús saldría de El Hatillo para pasear a las personas por los talleres de los artistas y artesanos de Turgua. Él se encargó de platicar con muchos de ellos. La idea no se materializó: fue imposible conseguir los recursos. En los años posteriores fue recibiendo diferentes llamadas de sus colegas creadores, siempre con la misma noticia: Es la segunda vez que asaltan mi casa. Yo me voy a ir de aquí. Al día de hoy, Javier y Roselia son las únicas personalidades reconocidas que quedan en la zona.

Entre dos mundos

Al llegar a Turgua, Javier tenía dos referentes: Armando Reverón, quien creó su Castillete de Macuto (Vargas), y Juan Félix Sánchez, autor de la Capilla de piedra en El Tisure (Mérida), quien también realizó intervenciones en los espacios de la montaña. Al segundo lo pudo conocer personalmente cuando trabajaba como museógrafo en el Museo de Arte Contemporáneo. Él también quería crear un universo propio; solo que en su caso, basado en otras creencias: Roselia practica un tipo de terapia alternativa. Desde su cosmovisión crearon su proyecto. Su objetivo es “relacionar la coexistencia sagrada entre el arte, la cultura, el alma y el espíritu”.

Javier afirma que su esposa trabaja con el “supramundo”: hace que las personas que comparten sus creencias inicien procesos introspectivos y encuentre “su luz interna”, y que él trabaja con el “inframundo”; crea imágenes ligadas al mundo de los sueños y a la muerte, temas que se manifiestan en sus series escultóricas: Cortes de piel, Híbridos, Bastones híbridos, Tabernáculos, Bustos, Memorias, entre otras. Utiliza tanto materiales nobles como “innobles”: el metal y el bronce, así como yeso, piedra, fibra de vidrio, la resina o la madera. Actualmente, las técnicas de las artes del fuego son sus herramientas predilectas.

Javier quiere que sus esculturas parezcan vivas. Sus juegos voluminosos producen un efecto orgánico. Y colocadas en su jardín, esa vitalidad se intensifica: permite que les crezca el moho, que se mojen, que se ensucien. Tiene por objetivo volverlas parte de un mismo organismo. Le agrada que los que visiten sus espacios toquen sus piezas, quiere que su textura resulte semejante a la de la tierra.

Javier Level nunca sabe qué va a crear, simplemente obedece sus impulsos. El resultado, visto desde la generalidad, es el de un enorme proyecto escultórico dividido en diferentes series, pero con características uniformes: su lenguaje figurativo se distancia del realismo tradicional para explorar combinaciones, fragmentaciones y una variedad de posibilidades plásticas, todas ellas asociadas a lo sobrenatural. Suele acumular cosas que encuentra: botellas, juguetes, partes de cadáveres de animales, plásticos y demás. Aunque el conjunto es variado, tiene algunas imágenes fijas: iconografía indígena, iconografía cristiana, rostros de bebés y cráneos.

Los rostros de bebés son los indicios del nacimiento, y los cráneos, del fallecimiento. La vida y la muerte son inseparables. Para él, la artesanía de los yanomamis, los pemones, los wayu o los waraos son expresiones de la espiritualidad de cada uno de esos pueblos que nos han sido heredadas junto al catolicismo y las costumbres africanas. El hincapié en el mestizaje es una de las prioridades de Javier: no es casualidad que la imagen de la Venus de Tacarigua esté presente en numerosas piezas, así como la de Jesús, en conjunción con iconografía yoruba o mesoamericana.

Esculturas de Javier Level. Fotografía de Diego Torres Pantin.

Raquel Pereira, crítica de arte, escribió en la revista Guía en 1993, que “emplea todos los materiales y formas posibles: madera arcilla, figuras precolombinas o mosaicos bizantinos. Los ángeles contemplan la provocación de las serpientes, la lucha de Jesucristo con los dioses americanos, el rojo de la sangre sugiriendo un miedo del alma amasado al pulso de más de quinientos años de una historia de muerte”.

—He incluido toda la alfarería precolombina en mis obras. Cuando ves una pintadera, un tejido wayu, una hamaca, el trabajo en madera de Quibor, ves elementos que te mueven. Yo trabajo con el sincretismo, el encuentro religioso entre Europa, América y África. Es lo que somos: un país de culturas que se han vinculado. No hemos dejado de creer en el Sol y en la Luna, pero también en Cristo. Somos multiculturales. Nuestras religiones no son como en otros países, que son muy vinculantes. Es lo que somos, no es ni malo ni bueno, tenemos que aprovecharlo.

“Vayan a ver el deslave”, gritó un vecino a Javier y a Roselia en agosto del 2012. Al llegar, se horrorizaron al notar un agujero en la carretera: se había desplomado la montaña. Durante un mes, se abastecieron gracias a las bodegas locales. Después, se abrió un paso en el extremo del sector que lindaba con los Valles del Tuy: pasaron año y medio atravesándolo para llegar a Caracas. Dado que su vehículo era incapaz de moverse en zonas lodosas, un pariente les prestó una camioneta. Javier decidió buscar las ventajas: dado que las rocas que se encuentran allí son de baja calidad, no tardó en percatarse de que las de su nuevo sitio de paso eran más resistentes.

Las piedras recogidas fueron indispensables para continuar con la creación en La Tierra Intermedia. Además, los años que pasó recolectando “basura” le fueron de utilidad. En oportunidades, se paraba para recoger puertas, ventanas, cerámicas o piezas de madera de lugares donde se estaban realizando demoliciones. Utilizando esos elementos, Javier continuó interviniendo los espacios de su montaña.

Escultura de la serie Un grito al cielo. Fotografía de Diego Torres Pantin.

Todo empieza en La Capilla Inframundo (2014): conformada por vitrales, piezas de cerámica y esculturas. Al entrar el visitante, Javier toca los instrumentos musicales que están presentes. La experiencia multisensorial es su objetivo.

Siguiendo el camino, se llega a la Cúpula Pecaya (2008): fue hecha cavando en la montaña, colocando luego la estructura. Es una cueva de paredes de tierra que el visitante debe tocar para entrar en contacto con la naturaleza, además de ver sus múltiples elementos. Su techo circular está hecho con botellas de diferentes colores.

Después, se llega a La Capilla del Paso (2016): también tiene botellas que sirven de vitrales, pero está, a diferencia de las anteriores, está dedicada a la Virgen. Hace honor a la tradición católica de colocar capillas en las carreteras.

El recorrido termina en El Templo de Luz (2013), una construcción que comparte características con las demás, pero se distingue por su forma rectangular y su amplitud. Es aquí donde Roselia lleva a cabo sus terapias.

En la casa para visitantes de La Tierra Intermedia, Javier y Roselia crearon una galería siguiendo criterios museográficos profesionales. Adentro, diferentes espacios continúan el recorrido. Desde el 2000, Level decidió alejarse del mundo de las exposiciones. Regresó al ámbito de los museos en 2017, cuando expuso Espejos del inframundo en el Museo de Arte Contemporáneo.

Un proyecto de vida en común

Para Andrés, el hijo de Javier y Roselia, crecer en Turgua fue una bendición: le permitió el aislamiento necesario para crear su propio mundo. Desde los 11 años se dedicó a su formación musical autodidacta practicando con un teclado. Ya en su veintena, pudo cosechar sus primeros éxitos, los cuales le permitieron ser becado en dos oportunidades en residencias, una en México y otra en España.

Andrés Levell. Fotografía de Diego Torres Pantin.

Andrés, quien a sus 37 años vive en el centro de Caracas, mantiene una fructífera relación artística con su padre. Cuando tenía 20 años, dirigió el Festival Dedalus de las Artes, de carácter multidisciplinario, el cual contó con el apoyo de varias instituciones. Desde entonces han trabajado en proyectos escénico-musicales en los que Javier participa como escenógrafo: inclusive, ha creado varios instrumentos para su hijo, con cuerdas metálicas y cajas de resonancia.

Hace unos años, ambos buscaban un piano destartalado: Andrés quería experimentar con el sonido de sus cuerdas metálicas. Tras investigar, supieron de uno cuyos dueños lo iban a echar a la basura. Lo llevaron a La Tierra Intermedia y, tras abrirlo, decidieron colocarlo en la Cúpula Pecaya. Tiempo después repitieron el procedimiento en la Capilla Inframundo. Inclusive, durante la cuarentena del 2020, el compositor realizó dos conciertos por IG Live en los espacios creados por su padre.

El concierto de Andrés Levell (para reafirmar su identidad, insiste en que su apellido se escriba con dos eles) no es la única actividad que La Tierra Intermedia ha tenido durante la crisis del covid-19. También, Javier abrió una tienda online para vender su arte. Inspirado por las imágenes de la cuarentena, de los tapabocas y de los enfermos, Javier inició una nueva serie escultórico que piensa llamar Atrapando un grito: consiste en rostros complejos hechos con cerámica, sobrecargados de formas y símbolos, de distintos colores, pero todos con sus respectivas bocas tapadas. Esa es su manera de aprehender este momento histórico y toda su realidad simbólica.

Aunque Javier y Roselia han tenido que madrugar para conseguir gasolina, y aunque ya no puedan recibir visitas, sus vidas no han cambiado del todo: siempre han convivido con el aislamiento. Para ellos, la pandemia es solo otra molestia más. Están tan acostumbrados a tener su casa a oscuras, que tienen linternas con las que a veces reciben a los visitantes y los guían al entrar en la galería. A falta de agua, llenan su tanque con la lluvia. Vivir en Turgua significa poder convivir con la naturaleza, poder crear a partir de ella, pero también convivir con las dificultades.

—Esto no lo he hecho para que me reconozcan. Lo he hecho por una convicción y por un sentido de creencia absoluta de lo que estoy haciendo, y el espacio que estoy habitando, es una realidad.

Pese a los inconvenientes, jamás han contemplado abandonar el espacio que han creado. Su ubicación, La Hoyadita, es justamente la parte más segura de la zona, y es también la que marca la frontera exacta entre los municipios Baruta y El Hatillo. Ahí ella trabaja con la luz y él con la oscuridad: su hogar es un punto medio. Javier la construyó teniendo presente el consejo que recibió del escultor Francisco Narváez cuando le pidió una carta de recomendación para ser becado: “El mundo es redondo, y donde uno pone el dedo, está el centro del mundo. No está en una ciudad, está donde tú desees que esté”. En su caso, está en La Tierra Intermedia, está en Turgua.

Escultura de la serie Un grito al cielo. Fotografía de Diego Torres Pantin.


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