La canción de la montaña

La tierra habla

Fotografía de Manuel M. V. | Flickr

11/10/2024

La Tierra habla. Somos su lengua y no lo sabemos. No solo nosotros, por supuesto, también las aves y los árboles y los ríos y el viento. Pero a nosotros se nos ha olvidado. Somos sus oídos y nos hacemos los sordos. Estamos ensordecidos por las ciudades donde visualizamos la forma y la estructura de nuestra civilización. En ella permanecemos sumidos y ciegos. Cuántas veces paseando por Madrid, por ejemplo, puedo ver las colinas enmascaradas por el asfalto y los edificios; los arroyos sumergidos en las alcantarillas; el bosque de álamos que ahora sepulta el Paseo de la Castellana. Aguzando el oído y la vista, puedo percibir el paso leve de los ciervos donde rueda el tráfico. Las ciudades son naturaleza construida, madriguera sofisticada, refugio y escenario de nuestra acción: un decorado sobrepuesto a la naturaleza que solemos confundir con la realidad.

Esta confusión es un fenómeno parcial y reciente, aunque a nosotros nos resulte habitual. Se multiplica en la revolución industrial del siglo XIX, se acelera a lo largo del siglo XX cuando los pueblos y los campos se abandonan a favor de ciudades cada vez más masivas, donde el ser humano va relegando su origen, ligado a los ciclos de la Tierra, a cambio de la comodidad y el consumo de la urbe, y, tantas veces, de una amplia variedad de enajenaciones, concretadas en las últimas décadas en la dependencia de los teléfonos móviles, la desaparición de la intimidad, el tiempo invadido, la tarea constante.

De este cambio progresivo tratan, casi sin darnos cuenta, muchos libros y películas del siglo XX. Hace unos días, tras la muerte de Alain Delon, volvimos a ver Rocco y sus hermanos, obra maestra construida sobre las relaciones conflictivas en el interior de una familia que ha abandonado “la tierra” natal por una vida mejor en Milán. Allí, ante la impotencia de una madre simbólicamente vestida de viuda, los hijos se van peleando ante las dificultades de una sociedad que ha perdido los valores y ritmos de antaño, y donde se impone una nueva ley: la supervivencia en una ciudad exclusivamente humana. Rocco, el boxeador errante, siempre en momentos clave, expresa la necesidad de volver a la Tierra.

Vivimos dentro de una película que nos contamos a nosotros mismos, una película urbana que solo se acuerda de la Tierra cuando nos preocupa lo que podemos obtener de ella. Asustados por la contaminación o el cambio climático, se toman medidas “verdes” desde los centros de poder o de conciencia de la ciudad. Allí “fuera” sucede algo que nos afecta, eso pensamos, en lugar de sentir la sequía como una escamación de nuestra piel. Y las inundaciones y las tormentas como un encharcamiento de los pulmones. Respiramos la Tierra porque la Tierra somos, aunque inventemos que nos escondemos de ella.

Como tantas personas en nuestra época, no hace mucho decidí no esconderme sino ser con ella. Nacido en la ciudad, me mudé a una casa en el campo. Aquí he vuelto a contemplar las estrellas cada noche y a recuperar la sensación de las estaciones. En primavera, me envuelven campos alfombrados. En verano, recibo los frutos de la higuera. Hemos construido un aljibe para recoger el agua del otoño. No miro el grifo para preguntar si hay agua. Antes miro el cielo. Miro la sed de las viñas. En invierno, la casa se calienta con la poda de los olivos.

Hablo con los agricultores, con los vinicultores, con los queseros. Las queserías tradicionales cierran porque no hay pastores ni rebaños. Y, de todas formas, porque sus hijos quieren oficios de ciudad. Las bodegas cierran porque no hay quien recoja esa uva cansada por la falta de lluvia. Rocco y sus hermanos siguen abandonando la Tierra, y los humanos nos concentramos en barullos de asfalto, donde los alimentos siguen llegando de lugares antes inverosímiles en una dinámica que genera cada vez más contaminación y desequilibrio en distintos lugares del planeta.

El humanismo renacentista quiso poner a nuestra especie en el centro del cosmos, para desarrollar todo nuestro potencial como seres divinos. Ahora resulta imprescindible y urgente que la Tierra, Gea, ocupe la posición que le corresponde en el centro de ese desarrollo. Un geohumanismo, por tanto, donde el ser humano se conozca como parte armónica de la Tierra, ni más ni menos que el resto de los animales, las plantas y las rocas. Ni más ni menos que las montañas, los bosques y los océanos. Todo desarrollo o progreso humano sin la Tierra es subdesarrollo y suicidio.

Nos espera la evolución de la conciencia y esta evolución comienza por la escucha. La Tierra tiene voz, se mueve a un ritmo muchísimo más poderoso y contundente que el que nosotros queremos imprimir a nuestro quehacer incesante, a nuestra sordera bulliciosa. Hay otro tiempo y otra forma de vivir. Solo espera nuestro aprendizaje y nuestra calma.

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Este texto fue publicado originalmente en 142 Revista Cultural, nº 23 (octubre-noviembre-diciembre de 2024)


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