Perspectivas

La paz y la guerra

"Embarkation of the sick at Balaklava" (1855), de William Simpson

21/08/2018

En el siglo XXI, a través de una relativa paz democrática, se produjeron en Venezuela los efectos de una guerra devastadora: millones de desplazados, destrucción de la producción, de la moneda, de las instituciones, de los servicios, desnutrición, mendicidad generalizada y el retorno de plagas y enfermedades que parecían extinguidas. En todo el país, en todos los hogares, se sufren padecimientos semejantes a los que genera el paso de un ejército invasor al que no le interesa preservar recursos ni bienes, sino generar en el territorio ocupado una total extinción.

¿Qué significa esto? La respuesta más simple es afirmar que nunca existió esa tal democracia ni esa tensa paz. Creo que la respuesta es más compleja y ha ido mutando ante nuestros ojos revelando sus semillas y verdaderos frutos.

La paz tiene tantas variantes como los sueños y las pesadillas. Hay quien al apagar el extractor de la cocina exclama: “¡Qué paz!”. Y no le falta razón. Después de freír unos filetes de bacalao, apago el extractor y es entonces cuando advierto el insoportable rumor de ese aparato que no daba tregua. Decía Proust que no hay mayor placer que la remisión del dolor; podríamos añadir: “ni mayor paz que dejar de pensar en él”.

Pareciera que la paz no es algo que se busca sino que se encuentra. Nadie prende el extractor a la búsqueda del silencio que resulta al apagarlo, ni se infringe un dolor por el sosiego de aliviarlo. Están las variantes del sadomasoquismo político, pero es un tema que no puedo explorar aquí por su extensión incontenible.

En la recopilación de cuentos de Woody Allen editada por Alianza hay uno titulado “Leyendas hasídicas según la interpretación de un distinguido erudito”. Una de estas leyendas trata de un hombre que viajó a Chelm, una ciudad al este de Polonia, para pedir consejo al célebre rabino Ben Kaddish.

—Rabino —inquiere el hombre—, ¿dónde puedo encontrar la paz?

El rabino le dice en voz alta y sin preámbulos:

—¡Rápido, mira detrás de ti!

El hombre da media vuelta y Ben Kaddish le pega en la nuca con un candelabro.

—¿Te parece suficiente paz? —le pregunta ajustándose su gorro.

Según Woody Allen, la moraleja de este cuento (más ácido que hasídico) es que quienes se dedican a vagabundear y poner nerviosa a la gente no deberían molestar a los rabinos. Para nosotros, que hemos girado nuestras cabezas hasta marearnos entre anhelos de paz y sometimientos a la violencia, la anécdota tiene un significado que debemos enfrentar sin mover la nuca. La experiencia nos indica —cada vez de manera más vehemente e irreversible— que cada vez que dejamos de ver la dictadura gradual e implacable que tenemos frente a nuestros ojos, y volteamos hacia una democracia que ya no existe o a un futuro que no sabemos cómo alcanzar, ¡Pam!, nos dan un soberano garrotazo en la espalda y, de paso, en el pecho.

¿Acaso el mayor triunfo político y la mayor oportunidad de convivir en paz y en democracia no resultó ser la peor derrota? Me refiero al triunfo aplastante de la oposición en una elección que es el fundamento de toda democracia: LA ASAMBLEA. Mientras más alegría y esperanza sentíamos por este paso hacia una alternativa y un cambio, más nos hundieron en un régimen totalitario.

Se ha utilizado la democracia como un camuflaje para perpetrar y sostener esta guerra. El voto y el deseo de paz han servido para acabar con la capacidad de elegir y de vivir en paz. Tanto la paz como el voto se han convertido en instrumentos de sumisión.

Una de las claves para lograr semejante engendro fue la disposición de los ejércitos. Mientras unos avanzaban tomando terreno, los otros proclamaban que la solución era pacífica. Con una historia muy breve de democracia y una muy larga de tiranías se ha mantenido una fe ciega en la primera opción. Los demócratas cantaban trampa o celebraban sus parciales victorias mientras eran borrados del mapa. “Hay que negociar, hay que sentarse a la mesa, hay que votar”, eran los lemas para enfrentar a un ejército de exterminio. La estrategia militar se disfrazó de civil mientras el mundo civil no quiso ver la dimensión militar y prefirió desconocer la ferocidad del contrincante para alcanzar y perpetuarse en la paz de los sepulcros o de los suicidios.

¿Cuál es la alternativa? ¿Hacerles la guerra? Este medio es el que más los favorece. Pareciera que mientras más solos se les deja más se hunden junto al país. Durante este trimestre, el único respiro que han tenido en su ilimitado cataclismo ha sido la oportuna y conveniente aparición de unos drones en el horizonte. Durante esos días de proezas antiaéreas los opresores se presentaron como víctimas, animándose a ir más a fondo en el irrespeto y el desprecio a la condición humana. La imagen de Juan Requesens, lleno de excremento y obligado a girar y dar la espalda, más la sevicia y la guasa con que la presentó el presidente, es una metáfora imborrable de lo que aquí vengo diciendo.

Hay otra frase de Proust que viene al caso: “Sólo sanamos de un dolor cuando lo padecemos plenamente”. En Guerra y paz Tolstoi ofrece también algunas pistas para nuestros diversos estados de ánimo. A los vehementes: “Vence en la batalla quien está firmemente decidido a ganarla”; a los contemplativos: “No hay nadie más fuerte que esos dos guerreros: la paciencia y el tiempo”. Yo me refugio en el análisis que nos ofrece Vargas Llosa de esta monumental novela:

Aunque, “hablando en frío”, las cosas que ocurren en Guerra y paz son terribles, dudo que alguien salga entristecido o pesimista luego de leerla. Por el contrario, la novela nos deja la sensación de que, pese a todo lo malo que hay en la vida, y a la abundancia de canallas y gentes viles que se salen con la suya, hechas las sumas y las restas, los buenos son más numerosos que los malvados, las ocasiones de goce y de serenidad mayores que las de amargura y odio y que, aunque no siempre sea evidente, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo peor que ella arrastra, es decir, de una manera a menudo invisible, va mejorando y redimiéndose.

Bellas palabras sin duda, pero falta saber si encontraremos una vía distinta a la redentora alternativa de un Waterloo o un watercló.


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