Perspectivas

La mujer de Gogol

19/09/2018

En el pretencioso libro de Harold Bloom, Cómo leer y por qué, nos aguarda una insólita sorpresa a todos los caraqueños enamorados de nuestra ciudad.

Bloom inicia una apetitosa lista de los libros que más le gustan con sus cuentistas favoritos. No llega a definir del todo qué es un cuento, se limita a proponer que no deben ser parábolas ni sabios proverbios y solo podemos exigirles el solitario placer de un final fácil de alcanzar. Tampoco son como las novelas, capaces de afligirnos con múltiples penas y alegrías. Los cuentos deben herirnos una vez y para siempre; aunque a veces, como en el caso de Chejov, esa única herida sea capaz de ensartar y enhebrar varias de nuestras memorias y esperanzas.

Los cuentos predilectos de Bloom fueron escritos por Turgueniev, Chejov, Maupassant, Hemingway, O’Connor, Nabokov, Borges, Calvino y Landolfi. Algunos de los que lean esta lista se harán la misma pregunta que yo: “¿Y quién diablos será este Landolfi?”.

Tomasso Landolfi aparece en esta selección de grandes ligas con un cuento titulado La mujer de Gogol, según Bloom: “el relato breve más gracioso y enervante que he leído en mi vida”. En su introducción de dos páginas, Bloom habla más de Gogol que de Landolfi, insistiendo en que el escritor ruso era un religioso obsesivo y atormentado que no se casó nunca y a los cuarenta años se dejó morir de hambre después de haber quemado sus manuscritos inéditos. La advertencia viene al caso. Sucede que, en el cuento de Landolfi, Gogol se ha casado con una mujer inflable capaz de adoptar diferentes formas y tamaños según los caprichos de su marido.

¿Por qué nos interesan las fantasías que imaginó un escritor italiano en 1954 sobre la vida de un escritor ruso de mediados del XIX? Por dos razones. La primera es que el cuento es realmente tan gracioso y enervante como anuncia Bloom; la segunda es la sorpresa que quiero compartir con mis paisanos: esa mujer inflable, con quien Gogol se refocila y duerme todas las noches, se llama Caracas. Nadie sabe —al menos eso dice Bloom— porqué razón Landolfi utilizó el nombre de una capital suramericana. Tratar de encontrar una respuesta es la aventura que hoy propongo.

Pero primero querrán conocer a esta apetitosa y mutante esposa. Según un supuesto biógrafo de Gogol —el narrador del cuento—, Caracas era una muñeca de goma gruesa capaz de permanecer desnuda en invierno y en verano, de piel algo morena, capaz de giros insólitos y amplias variaciones. Unas veces parecía flaca, casi sin senos y de caderas estrechas; en otros momentos lucía excesivamente bien provista y hasta obesa. Podía cambiar el color de sus cabellos y de todos y cada uno de sus otros pelos. Era capaz de cambios más sutiles, como la posición de sus lunares y hasta el flujo de sus mucosas y la humedad de su piel.

El artífice de estas variantes era precisamente el propio Gogol, quien la inflaba o desinflaba a su gusto, le cambiaba las pelucas, le aceitaba la piel con diferentes esencias, la estiraba y le doblaba las extremidades hasta obtener la posición que le apetecía. Siguiendo sus inclinaciones del momento, a veces se divertía haciéndola asumir formas grotescas y hasta monstruosas.

Pronto Gogol se cansó de estos experimentos, poco respetuosos para con una esposa a la que amaba cada vez más. Pero ¿de cuál de las posibles variantes Gogol se había enamorado? Sin contestar a esta pregunta, el biógrafo aclara que la muñeca fue gradualmente pasando de esclava a tirana. Y tenía con qué, pues Caracas podía ser muy bella. En su estado normal de reposo era lo que llamamos una mujer bien construida y proporcionada en todas sus partes. Hasta los más pequeños atributos de su sexo estaban dispuestos en el lugar adecuado. Su vagina estaba especialmente bien diseñada, gratamente dispuesta con sutiles pliegues de goma y la presión adecuada de aire.

Gogol la inflaba por una válvula en el ano mediante un inflador de bicicleta, y para desinflarla, si se excedía, sacaba un tapón situado en el fondo de la garganta. Más notables que estos mecanismos eran los dientes y unos ojos negros que, a pesar de su inmovilidad, simulaban perfectamente la vida. Y aquí exclama el biógrafo tras quien se esconde Landolfi:

—Simular dije, Dios mío, ¡simular no es la palabra! ¡No hay palabras cuando uno habla de Caracas!

Una noche, en que la temperamental Caracas se había convertido en una bellísima rubia con expresión de niña irresponsable y melosa, exclamó de repente, sorprendiendo a Gogol e incluso a su biógrafo:

—¡Quiero hacer pupú!

Gogol se enojó muchísimo con la procaz travesura y le metió la mano por la garganta reduciéndola a una flacucha que se arrastraba por el suelo. Las atractivas encarnaciones que, a la menor falta Gogol castigaba desinflándola, eran imposibles de reproducir. Caracas era una creación nueva todo el tiempo y hubiera sido imposible dar con las proporciones, el colorido y el grado de tensión de una Caracas anterior. Aquella rubia deliciosa, opulenta y algo tonta, que dijo una pequeña indecencia, se perdió para siempre.

Hasta aquí mi resumen del cuento. Quizás me he excedido acercándome a una conclusión que no debo revelar y dejo a los nuevos lectores de Landolfi el placer de llegar hasta el final. Tan sólo asomo que Gogol se venga de su malvada creación con el arma más dañina para una ciudad y para el ego de toda mujer: inflarla más allá de sus límites.

Los antecedentes de estas muñecas ingobernables son conocidos. Reverón las conoció en Macuto. Ya las estatuas de Dédalo eran tan perfectas que si no se les ataba con cuidado huían en secreto durante la noche. Eurípides dice que tenían brazos, manos, pelo, movimiento en los pies, voz, y “todas estas partes pueden adherirse a tus rodillas y llorar con urgentes ruegos y plegarias”.

Del verdadero Gogol sé muy poco. He leído sus Cuentos petersburgueses; recuerdo con estupefacción “El capote”, “La nariz” y el “Diario de un loco”. Las almas muertas están pendientes. Mi última fuente fue un ensayo de Sergio Pitol incluido en un libro con un bello título: Pasión por la trama. Pitol cuenta de la intolerancia que rodeó a Gogol, de su facilidad para lo enigmático y lo satírico; de su pasión por los desórdenes cósmicos y su constante flagelar lo que los demás consideraban indudable.

De Tomasso Landolfi puedo ofrecer aún menos. Nació en 1908 en la provincia de Frosinone. No conozco ninguna traducción al español de sus textos. He leído en inglés un solo cuento, el que aquí hemos comentado. Según sus críticos, Landolfi es una fusión de Kafka con Vittorio de Sica; añádanse buenas dosis del propio Gogol y de Leopardi. Tiene una novela de “fantascienza” —género que me aburre— titulada “Cancrogerina”. Luce interminable.

Sobre Caracas, la ciudad que le da el nombre a la mujer de Gogol, sí puedo decir unas cuantas cosas. Landolfi escribió su cuento en los años cincuenta. Es muy probable que en esos tiempos escuchara hablar de una ciudad fabulosa a algún paisano que regresaba o estaba por emigrar a nuestras tierras. Caracas era entonces un escenario de esperanzas, un sueño creciente y, tal como en el cuento, muy capaz de asombrosas expansiones. Miles de italianos venían a trabajar en las obras de Pérez Jiménez y retornaban a su patria después del 2 de diciembre, la fecha predilecta del dictador para sus inauguraciones. En enero del año siguiente volvían a una Caracas siempre distinta, con brazos que le brotaban hacia el sur, el este, el oeste y el mar, llena de superposiciones inesperadas y posibilidades inextinguibles.

En una entrevista que escuché hace tres o cuatro décadas, el pintor López Méndez habló de la ciudad que había conocido de niño y la comparaba con la Caracas de su vejez, unas veinte veces más grande. Entonces exclamó:

—Caracas no ha tenido un desarrollo, ni siquiera un crecimiento. ¡Caracas lo que ha tenido es una hinchazón!

Estas palabras se parecen a las del biógrafo de Gogol. Cuando busqué en el diccionario el significado de “hinchazón” encontré varias útiles acepciones. “Hinchar” se refiere no sólo a aumentar el volumen, también puede significar “exagerar”, “abultar un suceso”, “el resultado de una herida o de un golpe”, “hacer alguna cosa en exceso”, “envanecerse”, “engreírse”. Aún son visibles en este valle las vanidades, las consecuencias de las heridas, las exageraciones, los excesos. Caracas es una ciudad hinchada que ahora comienza a desinflarse con más pellejo que carne y hueso.

Según Landolfi, alguien con más y mejores experiencias amorosas podría haber encontrado alguna continuidad en la indescifrable personalidad de la mujer de Gogol, capaz de pasar de morena a catira o pelirroja; de ser unas veces gordita, otras magra y fibrosa; de trasmutar de rochelera a siniestra y extremadamente cruel. Lo cierto, dice Landolfi, es que quien quiera que haya sido esa Caracas, siempre será una presencia inquietante, incluso hostil.

Hasta donde entiendo, ni Gogol ni el supuesto biógrafo lograron formular una hipótesis remotamente sostenible sobre la verdadera naturaleza de Caracas, al menos en términos que sean racionales y accesibles a nosotros, que nos asomamos a esta historia más de medio siglo después de haber sido escrita. Y, para establecer algo de paralelismo, a casi cinco siglos de su fundación.

Yo no tengo una respuesta sobre qué y quién es realmente Caracas, nuestro luminoso y obscurecido objeto de tantos deseos, y no quiero inflar demasiado esas maravillosas y sabias casualidades que nos ofrece la literatura. Una buena traducción al español del cuento de Tomasso Landolfi será suficiente. De resto, solo nos queda esperar que la evocación no sea un presagio tan inevitable que a nuestra Caracas le dé por terminar como la mujer de Gogol. Aquí, tal como prometí, me callo para no revelar el verdadero final.


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