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La izquierda, práctica política e intelectual: el contexto de un libro
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La izquierda como autoritarismo en el siglo XXI es un libro editado por Gisela Kozak Rovero y Armando Chaguaceda e impulsado por el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL), la División de Ciencias Sociales y Humanidades del Campus León, el Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos A. C. (CECI A.C.) y el Centro de Extensión Profesional de la Facultad de Humanidades de la UCV. En esta obra se reunen ensayos de diversos autores que abordan el problema de la relación entre izquierda política, el autoritarismo y el populismo. A continuación publicamos el prólogo del libro escrito por la profesora y ensayista venezolana Gisela Kozak Rovero.
La izquierda como política autoritaria
La izquierda marxista apostó por la razón como el arma preferente del revolucionario, presto a liberar al proletariado de la oscuridad de la ideología burguesa para convertirlo en la clase redentora de la humanidad. El homo faber se convertía en la medida misma de lo que nos diferenciaba del reino animal: quién produce, cómo y para quién. Según Marx, la burguesía había sentado las bases de una nueva época a través del desarrollo de las fuerzas productivas durante la revolución industrial, desarrollo que crea al proletariado, suerte de pueblo de dios escogido ya no por una inexistente deidad sino por la historia. La misión del revolucionario sería la de dotar de conciencia de clase a los trabajadores industriales; para ello, el militante comunista tendría que ser activista político y reflexionar sobre su hacer. El pensamiento por fin llegaba a la realización del sueño de Platón en La República (1988) respecto a la preeminencia de los hombres sabios. Milenios después del pensador griego, y lejos de sus ideas, los filósofos por fin serán capaces de transformar el mundo al descubrir sus secretos vía el materialismo histórico, tal como afirmó Marx en Las tesis sobre Feuerbach (1969).
El socialismo se dice empresa de la razón, si por tal se entiende la intención de planificar la sociedad de modo análogo al que arquitectos e ingenieros diseñan y hacen efectiva una construcción nunca antes vista. Dejó de serlo cuando la realidad se mostró terca, la sociedad indócil y los sujetos supuestamente maleables por el partido como vanguardia revolucionaria muchos más resistentes que lo debido. El surgimiento del leninismo –una de las más poderosas voluntades de poder de la historia– procreó el estalinismo, conocido por sus prácticas de control y represión de la población. El socialismo soviético no fue un proceso –como dirían Acemoglu y Robinson en ¿Por qué fracasan los países? (2012)–, de destrucción creativa como la revolución industrial y la revolución política inglesa, las cuales dieron paso a procesos cualitativamente nuevos en cuanto a producción económica, participación en los asuntos públicos, creatividad y valores culturales. No pudo serlo porque la ingeniería social que aspiraba a un ser humano iluminado por la verdad científica de la era revolucionaria solamente podía mantener el poder interviniendo hasta el último resquicio de la vida social. La libertad que permitió la revolución industrial, como la que dio lugar a la mecánica cuántica o la teoría de la relatividad, es semejante a la que propició el abandono de los cánones milenarios de la poesía vía el verso libre, volcó la arquitectura a las masas y obligó al sufragio universal: cada campo tenía un desarrollo autónomo que el Estado no podía prever ni dirigir. La razón como instrumento de la creatividad política para superar el capitalismo dejó de ser útil en la Unión Soviética muy tempranamente, mutada en estrategias de control.
La realidad se mostró reacia ante el ímpetu de los bolcheviques y el control biopolítico se convirtió en el sustituto del materialismo histórico. El estalinismo ignoró la política como ejercicio entre distintos para caer en la repetición de lo mismo. La biopolítica, que define para Michel Foucault (2000) la gobernanza de las democracia liberales, deviene en la muerte que tiene la faz de Stalin, Mao, Fidel Castro, Kim Il Sung, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Con pretensiones casi religiosas, su potestad real sobre el hambre, la enfermedad y el dolor forjó unos creyentes que murieron –y mueren hoy en Venezuela– sin ver el paraíso en la tierra. La terquedad de la realidad –palabra desprestigiada cuya recuperación es vital para la política democrática– lleva entonces al autoritarismo. Si la economía socialista fracasa, el Estado debe controlarla «ad infinitum» para someterla a los designios del bien de los pobres. Cuando los propios camaradas disienten, hay que darles un escarmiento pues están poseídos por la ideología burguesa y se han sometido al enemigo imperial. Pensadores, científicos, periodistas y artistas son presa del escarnio público y la sospecha atraviesa universidades, instituciones culturales, medios de comunicación y centros de investigación: silencio, exilio, muerte o ver agonizar los reductos de independencia es el destino. Toda oposición que no abreve en la verdad revolucionaria debe ser exterminada o exiliada –al estilo del siglo XX– o simplemente neutralizada en tanto alternativa de gobierno como ocurre en Venezuela. Si hay poder militar y económico, estos regímenes pagan sus alianzas con otras naciones protegiéndose así de posibles amenazas. Al perder tales poderes, se vuelven sobre sí mismos como Cuba en el período especial y Venezuela en la actualidad, atrincheradas en un nacionalismo disfrazado de «soberanía», «dignidad» o cualquier otro vocablo que dispare las sobrecargas emocionales del fanatismo
dentro y fuera de sus fronteras.
¿Cuáles son las consecuencias de tal terquedad ante la realidad?
El estalinismo, la hambruna china, el período especial cubano y la tragedia venezolana son el producto de experimentar con el ser humano sin racionalidad mínima en los resultados obtenidos. De nada vale que la economía –¿no es acaso la clave del cambio social para la izquierda marxista?– naufrague ante las pretensiones estatistas. Recordemos que estas experimentaciones se realizan bajo la paranoide presunción de que el «pecado» anida en la gente por cuenta de la ideología, de la falsa conciencia que el capitalismo ha insuflado en el proletariado y la pequeña burguesía. El control se mantiene vampirizando: la sangre derramada en protestas, salas de tortura y cárceles está plenamente justificada. Venezuela repite imágenes del pasado soviético y chino. Así, el miedo al hambre entretiene largas horas en filas interminables que hacen del trabajar y el estudiar labores hasta secundarias ante la urgencia de las necesidades más básicas. Los cuerpos sin higiene expelen olores humillantes y el temor a la enfermedad o a la muerte por falta de medicinas se intensifica. El miedo a morir es eficaz en seres humanos que combaten por sus vidas pero convierte en esclavos al hombre y a la mujer que se supone sumergidos en su simple existencia cotidiana. Los cuerpos saludables de la iconografía soviética equivalen hoy a los niños felices de las propagandas de Nicolás Maduro: maniobra goebbeliana en favor del bien del «pueblo» que sustituye una mínima escucha de las voces de la pena.
Se suponía que tan costosos experimentos humanos habían tenido su fin con la caída de la Unión Soviética, amén de los procesos políticos particulares de los países de su órbita como Polonia, la antigua Checoslovaquia y Alemania Oriental. Rumania y la otrora Yugoslavia, más distantes del imperio bolchevique, siguieron caminos que liquidaron el socialismo. China se convirtió en una economía de mercado con un gobierno autoritario, camino que siguieron otros países como Vietnam. Cuba y Corea del Norte quedaron como los museos de una derrota brutal de los afanes de ingeniería social estatal. La ruina industrial y tecnológica se sumó a la ruina humana. Ni un siglo duró el socialismo soviético. Y en cuanto a Venezuela, el país inventor del socialismo del siglo XXI, fracasó estrepitosamente al evitar la prudencia de Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina, Chile y Uruguay respecto a la economía. Prefirió de modelo a Cuba que a Chile: el resultado habla por sí mismo.
Derivas autoritarias del pensamiento de izquierda
No es casualidad que tantos hombres y mujeres dedicados al arte, la literatura, la ciencia y el pensamiento desde la Ilustración hasta hoy se han sentido plenamente justificados en su opción de descubrir lo ignorado, condenar el pasado y revelar la verdad detrás de las apariencias con las cuales el estatus vigente se sostenía en la mente de cada individuo. La simpatía de tantos hombres y mujeres de talento sobresaliente por el socialismo desde el siglo XIX se debe sin duda, como indica Tony Judt en El olvidado siglo XX (2013), al valor dado a la imaginación y a las ideas por parte de revoluciones que se proponían el diseño de una sociedad desde el terreno de los deseos. Pero André Gide, Hannah Arendt, Raymond Aron y Albert Camus, así como Octavio Paz, Jorge Edwards y Mariano Picón Salas, señalaron con agudeza la medida de la decepción. El cubano Rafael Rojas ha mostrado en sus libros el juego mortal
entre memoria y olvido que ha marcado el pensamiento, la literatura y el arte cubanos sometidos a la lógica del régimen castrista. En Venezuela, Miguel Ángel Martínez Meucci, Margarita López Maya, Colette Capriles, Tomás Straka, Paula Vásquez, Ana Teresa Torres, entre tantos otros, han definido las líneas maestras de un régimen que ha jugado con las armas de la democracia para desafiar el orden constitucional que promovió en 1999, recién llegado al poder. Por fortuna, en el mundo de las ideas existe conciencia justa de los límites de las mismas. Irónicamente, las sociedades «burguesas» han permitido un pensamiento, un arte, una literatura y una ciencia de avanzada de un modo que el socialismo real nunca lo hizo. De hecho, los grandes profetas de anti-capitalismo «neoliberal» como Slavoj Žižek, Ernesto Laclau, Naomi Klein, Judith Butler o Antonio Negri desarrollaron su obra en Europa occidental y en Estados Unidos. Asimismo, en América Latina las imperfectas democracias existentes dan pie a mayores innovaciones que Cuba y Venezuela, sometidas al imperio de la miseria. En Pensadores temerarios (2004), Mark Lilla señala cómo tantos nombres señeros del pensamiento –Heidegger, Derrida, Foucault– han apoyado tiranías desde su crítica a la modernidad ilustrada. Pareciera pues que la libertad «burguesa» abona en favor de teorías que la impugnan como espejismo. Las facultades de Ciencias Sociales y Humanidades de Europa occidental y toda América intentan justificar su existencia, dudosa en términos de la racionalidad del mercado de trabajo, con su abierta resistencia a las sociedades donde se generan teorizaciones tan audaces como las adelantadas por el postestructuralismo francés, el posmarxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y el pensamiento de Judith Butler.
Desde luego, existen diferencias teóricas, epistemológicas y políticas sustantivas entre los pensadores actuales de la izquierda posmoderna, cuyo surgimiento fue posible luego del auge del posestructuralismo representado en figuras como Jacques Derrida, Michel Foucault y Jacques Lacan. Pero tales diferencias son mucho mayores respecto a otros pensadores preocupados por la democracia y el cambio social como Roberto Mangabeira Unger, Tony Judt, Martha Nussbaum, Seyla Benhabib, Roger Bartra, Luis Villoro, Beatriz Sarlo o Amartya Sen. Lo común dentro de la izquierda posmoderna es su deriva autoritaria. Izquierdas tan distintas como las representadas por Slavoj Žižek, Ernesto Laclau, Walter Mignolo, Naomí Klein, los «aceleracionistas» Alex William y Nick Srnicek, Enrique Dussel, Alfredo Serrano Mancilla, Juan Carlos Monedero, Chantal Mouffe y Judith Butler tienen algo en común: su impugnación de la democracia liberal como pluralismo, libertades individuales, instituciones fuertes, derechos humanos y economía de mercado. Esta impugnación ataca a un fundamento básico de la democracia liberal como es el individuo en su capacidad de decidir; para la descendencia posestructuralista del marxismo teórico, la cual cuenta con muy influyentes y brillantes pensadores, el individuo no es libre en lo absoluto, toda decisión es solo un efecto del poder que lo sujeta.
En los casos más extremos, como en el pensamiento decolonial, la palabra «Occidente» resume todos los males posibles: ciencia, tecnología, democracia liberal, cultura letrada, pensamiento, pueden llegar a contemplarse como manifestaciones de la colonialidad del saber y del poder, es decir, como racismo, explotación y opresión. La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial (2005) del estudioso argentino Walter Mignolo, radicado en Estados Unidos, ejemplifica esta visión. Otra tendencia se constituye como la corrección del pasado ruinoso del socialismo real tecnología mediante. El manifiesto aceleracionista (2017), de Alex Williams y Nick Srnicek, propone el desarrollo de todas las posibilidades virtualmente presentes en la tecnología, frenadas por el capitalismo neoliberal mundial, distanciandose así del pensamiento decolonial latinoamericano. El manifiesto apuesta por la vanguardia esclarecida leninista en detrimento del horizontalismo que propone el pensamiento decolonial. Supone una fuerte racionalidad productiva y tecnológica cuyo ethos difiere del irracionalismo con impronta religiosa que alimenta el rescate del populismo como política de izquierda por Ernesto Laclau, reivindicador de la figura del líder carismático en su libro La razón populista (2005). Otro caso de la izquierda autoritaria lo tenemos en el puritanismo de las buenas causas –manifestación de la izquierda universitaria norteamericana– que reduce la política democrática a política identitaria. De este modo, las legítimas demandas de sectores discriminados por diversas causas sustituyen la causa democrática y nacional mismas al esencializar condiciones genéricas, sexuales, raciales, étnicas y religiosas en detrimento de los necesarios consensos políticos. En sus casos más caricaturescos se sospecha, por poner un caso, de escritores «racistas», «machistas», «homofóbicos», «colonialistas», por lo cual leer a novelistas como Ferdinand Céline o Vladimir Nabokov puede ser un atentado a la sensibilidad de una izquierda devenida en búsqueda de la pureza.
¿Por qué este libro?
Este volumen se inscribe en una preocupación compartida por tantas voces en distintos lugares del mundo respecto al destino de los logros de la democracia liberal. En el entendido de que ningún sistema político –democracia liberal incluido– es eterno, es legítimo preguntarse si la izquierda del Foro de Sao Paulo, de PODEMOS en España o de Francia Insumisa en el país galo, son la alternativa. Del mismo modo, es pertinente preguntarse si darle la espalda al pluralismo político e ideológico, la independencia de los poderes públicos, la autonomía ciudadana, la libertad de expresión y pensamiento constituye la vía para una mejor sociedad.
Dada esta situación, evaluar la izquierda en su emergencia autoritaria es una tarea imprescindible desde el punto de vista académico, político e intelectual. Con la intención de colaborar con esta evaluación, el libro está organizado en tres partes: genealogía, prácticas gubernamentales y campo intelectual. La primera parte se interroga acerca de por qué la aspiración de igualdad, justicia y cambio social puede devenir en experimentos como la Unión Soviética o Venezuela. Para responder, hay que establecer aspectos clave de la genealogía teórica y política de la izquierda, tal como lo hacen Miguel Ángel Martínez Meucci, Colette Capriles, Roger Bartra y Erik del Bufalo en la primera parte del presente volumen, Genealogía de las izquierdas antiliberales. En «El callejón sin salida de las izquierdas antiliberales», Martínez Meucci subraya la importancia de una izquierda alineada con el liberalismo político como parte esencial de todo régimen democrático, dado su interés por la igualdad, la inclusión y el cambio social. Lamenta, por otra parte, el auge de una izquierda que se vale de las armas de la democracia para destruirla. Además, el autor establece una genealogía de la idea de progreso, subrayando el énfasis de la izquierda en la igualdad frente a la libertad y el cómo esta tendencia política asume la representación de los intereses de las mayorías, en términos de patente de corso que autoriza cualquier acción en nombre de la revolución. Este artículo subraya que el innegable atractivo del marxismo se basó, en grado no despreciable, en su justificación de la violencia, imán para aquellos que se rebelaron contra las injusticias de la era industrial; en la promesa de un futuro de abundancia sin necesidad del trabajo asalariado; y en el ropaje de ciencia con el cual se revistió. Concluye Martínez Meucci que tal fue su influencia que todavía la izquierda no ha superado a Marx, cuya teoría demostró en la práctica su esencial falsedad; de hecho, la izquierda del siglo XXI exculpa al pensador alemán de los fracasos del socialismo en el siglo XX y XXI para apelar a una suerte de Marx «puro» que todavía tendría vigencia.
Colette Capriles en «Ser de izquierda es ‘ser bueno’: breve genealogía del supremacismo moral», ahonda en el tema del salvacionismo marxista, emparentado con las religiones y el advenimiento de un tiempo de apocalipsis y redención. Tal supremacismo no trata de un determinado conjunto de valores considerados esencialmente superiores sino de la convicción de que se justifica cualquier acción sin considerar al otro como el límite la misma. El supremacismo moral de la izquierda no proviene entonces de la deliberación moral que obliga hacia el otro, sino de su convencimiento respecto al monopolio de la verdad histórica resumida en la revolución proletaria y en el fin de la política por medio de la simple administración de las cosas. Así, una vez que el Estado haya desaparecido, habrá surgido el hombre «nuevo» que no necesariamente es «bueno». La simpatía que despierta el marxismo entre tantos intelectuales se explica, según Capriles, por la nostalgia de una certeza absoluta que permita liberarse de cualquier restricción moral y entregarse a la fascinación del poder y del futuro, en lugar de afanarse en la custodia de valores humanistas del pasado o en continuidades históricas, políticas y sociales que desautorizan la violencia revolucionaria. Los neomarxistas y la multiplicación de los discursos de la identidad que niegan los consensos liberales y tienden a justificar tiranías de nuevo cuño, se enmarcan, afirma la autora, en esta genealogía de las izquierdas autoritarias y su anhelo de certezas absolutas ante los males humanos.
Precisamente de autoritarismos de izquierda en el presente nos habla Roger Bartra en «Populismo y autoritarismo en América Latina». A través de una revisión de la bibliografía sobre el tema que incluye a Gino Germani, Torcuato S. di Tella y Ernesto Laclau, Bartra propone el populismo como una cultura, no como una ideología o una forma de hacer política democrática. Se trata de un conjunto de valores antimodernos, nacionalistas, poco afectos a la tolerancia y a las libertades civiles y que pueden asumir como suyas las raíces indígenas y populares. Así, el populismo sería la forma actual más exitosa de la izquierda, en particular en América Latina, y estaría representado por figuras como el fallecido líder venezolano Hugo Chávez, el mexicano Andrés Manuel López Obrador, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. Estas figuras se contraponen a los liderazgos de izquierda de Brasil, Chile y Uruguay, considerados por el autor como innegablemente contemporáneos, respetuosos de los derechos humanos y pluralistas. Escrito antes de la victoria de López Obrador en México y de la caída del Partido de los Trabajadores de Brasil por la destitución de Dilma Rousseff y la victoria reciente de Jair Bolsonaro, el texto de Bartra funciona como advertencia y explicación de los ocurrido en los años 2017 y 2018 en su país, México, y también en el resto de la región latinoamericana.
La primera parte termina con «Una izquierda sin sujeto o de la dictadura de clase a la deriva populista», de Erik del Bufalo. La izquierda y su discurso emancipatorio olvidan la inmanencia misma de la vida en el capitalismo global, de modo tal que la emancipación reside en no someter tal inmanencia al poder del discurso de un otro que se erige en salvador. El sujeto de la emancipación cae de discurso en discurso, instancia mediadora de la cura (Lacan), la salvación (Benjamin) o el Estado (Hegel). El discurso de la emancipación define al sujeto exclusivamente por su demanda ante el poder, de modo tal que el sujeto es quien demanda y el poder le da un significante vacío a tal demanda. Se erigen pues Estados antiliberales populistas que pretenden resolver las demandas parciales de la sociedad (indígenas, mujeres, sexodiversos, etc.) trascendiendo la inmanencia de manera fallida por medio de un poder coercitivo. Tal poder invierte el sentido mismo de la legislación como límite a través de un fetichismo constitucional que se legitima por la demanda originaria del «pueblo», salvado por el líder, encarnación del Estado omnipotente, que reduce a fórmulas la diversidad real de aquellos que han de ser salvados. La categoría sujeto sustituye pues a la marxista de clase social y se opone al «individuo social», productor de información y riqueza dentro de las dinámicas transnacionales que impone la tecnología al trabajo; tal individuo no depende del poder trascendente representado por el populismo, basado en la idea del Estado-nación.
La segunda parte del volumen, Gobiernos de izquierda y prácticas autoritarias en América Latina, se refiere al ejercicio de la izquierda en el poder. Carlos de la Torre e Iria Puyosa se dedican a demostrar las constantes violaciones al Estado de derecho en varios gobiernos de la «marea rosada», término que englobó a los gobiernos de izquierda que guardaron las formas electorales en América Latina y llegaron al poder en los primeros diez años de este siglo. Yvon Grenier analiza el caso de Cuba, la dictadura más antigua del continente.
En «La seducción populista a la izquierda», Carlos de la Torre analiza los gobiernos de Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales como demostraciones de que el populismo devoró a dicha tendencia ideológica en América Latina. Los tres gobernantes se empeñaron en perpetuarse en el poder a través de la manipulación de las constituciones aprobadas en sus primeros mandatos, restringieron la libertad de expresión, se enfrentaron a las organizaciones no gubernamentales y utilizaron la maquinaria del Estado para inclinar la balanza electoral a su favor.
Por su parte, Iria Puyosa en «Rusia, Venezuela y el ALBA, compartiendo malas prácticas para el control de la información y de la sociedad civil» destaca un aspecto sustantivo de la geopolítica internacional de las izquierdas autoritarias, como es la conexión con la Rusia de Vladimir Putin, país cuyos controles sobre los medios y la sociedad civil han sido replicados por Venezuela y Ecuador. Rusia en el mundo y Venezuela en el caso de América Latina han funcionado como polos de poder a imitar, explicable en el caso venezolano por la amplia acción diplomática de Hugo Chávez en apoyo a la izquierda latinoamericana, acción sustentada en la renta petrolera. Finalmente, Yvon Grenier en «Ciencias Sociales y humanidades en Cuba: parametración y politización», expone el empobrecimiento y desaparición de las Ciencias Sociales en Cuba, victimas del pensamiento único representado por el marxismo-leninismo, cuyo impacto en el conocimiento es comparado con la neolengua descrita por George Orwell en su novela 1984. Los límites entre lo dicho y no dicho reciben el nombre de parámetro o parametración, término que alude a los temas críticos que no deben tocarse en la isla.
En la tercera parte, Intelectuales, academia y militancia, Margarita López Maya, Paula Vásquez, quien suscribe este prólogo y Juan Cristóbal Castro, analizan las ideas e intervenciones de los intelectuales respecto al auge de la izquierda en la región, y, en especial, en Venezuela. En «Chavismo e intelectuales de izquierda en Venezuela», López Maya establece la genealogía de la ideas de izquierda desde el siglo XIX, como respuesta a las grandes desigualdades sociales de la época, y su división en la izquierda marxista-leninista y la socialdemócrata, heredera del liberalismo político. América Latina produjo su propio pensamiento de izquierdas en los sesenta y setenta con la teoría de la dependencia y paulatinamente se fue alejando, excepto en Cuba, de la ruta marcada por la Unión Soviética, para concentrarse en los movimientos sociales y las luchas por los derechos humanos. En el mundo académico de las últimas décadas, propuestas como la «subalternista», la decolonial y la epistemología del sur, impugnan «Occidente» definido como racismo, colonialidad del saber y el poder y capitalismo. En Venezuela, afirma la autora, los partidos Acción Democrática y el PCV atestiguan la división internacional de la izquierda mundial, aunque el éxito popular siempre se inclinó por el primero. Posterior a la lucha guerrillera de los años sesenta, el Movimiento al Socialismo asumió la bandera de la renovación de la izquierda. A partir de 1998, indica López Maya, Hugo Chávez sería al abanderado de esta, pero el debate de ideas solamente duró los primeros años para luego encerrarse en un modelo de corte neo-estalinista.
Paula Vásquez en «Fascinaciones jacobinas: la revolución bolivariana y el chavismo francés» plantea un problema agudo de las Ciencias Sociales y las Humanidades en el mundo: la militancia disfrazada de ejercicio académico. Se trata de una perspectiva etnocéntrica que pontifica sobre los fenómenos políticos de América Latina sin conceder el debido espacio a la investigación rigurosa sobre cada caso en particular. Esquemas como derecha-izquierda, sectores populares-oligarquía, antiguo régimen-revolución, blancos-no blancos, impiden entender la complejidad de un fenómeno como la revolución bolivariana. Del mismo modo, en mi artículo «Venezuela revolucionaria: una ficción de la academia militante», se presentan una serie de casos de intelectuales que asesoraron a o estuvieron muy cerca de la revolución bolivariana y en sus libros, artículos y conferencias han divulgado la propaganda oficial como «conocimiento» sobre Venezuela, sin dedicarse en lo más mínimo al estudio del país.
En «Venezuela: cambios políticos y posicionamientos intelectuales», Armando Chaguaceda y Carlos Torrealba analizan las posturas de importantísimas redes académicas como LASA y CLACSO frente a los acontecimientos ocurridos en Venezuela entre 2014 y 2017. El artículo se sustenta en materiales como textos y discursos, la opinión de expertos y el testimonio de protagonistas.
Para cerrar la tercera parte, Juan Cristóbal Castro dibuja las líneas del campo intelectual latinoamericano reconfigurado a partir del auge de la «marea rosada». Venezuela, fuera del circuito de interés latinoamericanista, se convierte en centro de atención por ser el país líder del auge de la izquierda en la década pasada. El antiguo discurso de la guerra fría bloque capitalista-bloque socialista es sustituido por neoliberalismo-populismo, en términos respectivamente de derecha e izquierda. Una red amplia y poderosa de latinoamericanistas pertenecientes al Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), Latin American Studies Asociation (LASA) y Modern Languages Association (MLA), explicaron Venezuela desde identidades étnicas y populares opuestas a las «elites blancas neoliberales» y se postularon como autoridades sobre la materia. El pensamiento decolonial, el subalternismo y el populismo se convirtieron en el norte teórico de un latinoamericanismo que recobró el horizonte del poder político. En este contexto, escritores de izquierda como Ricardo Piglia se sintieron obligados a pronunciarse a favor del régimen chavista y en contra de escritores opositores, al calificarlos, por ejemplo, de estalinistas por no participar con sus novelas en el Premio de Novela Rómulo Gallegos en su edición del año 2011.
Por último, Armando Chaguaceda, coeditor de este libro, expone en el epílogo las ideas y fundamentos de una izquierda genuinamente democrática frente a una izquierda definida como autoritarismo. Frente al común denominador populista y antiliberal detrás del auge de las derechas y las izquierdas autoritarias en el mundo en el siglo XXI, los demócratas de diversas tendencias políticas deben hacer causa común y reflexionar sobre la democracia como historia, como lucha en el presente y como proyecto intergeneracional.
Un conjunto de textos como estos persigue no solamente objetivos por demás importantes desde el punto de vista académico sino también un objetivo político: la hegemonía de la izquierda antiliberal en Humanidades y Ciencias Sociales está socavando el necesario pluralismo ideológico y de pensamiento que debe reinar en las instituciones de educación superior. Tal espíritu monocorde es la marca de fábrica del autoritarismo y en los peores casos se manifiesta en un saber que no es tal sino puro discurso militante. En un momento en que la socialdemocracia está de capa caída, los liberales no tienen mayor atractivo político, las izquierdas con mayor peso desconfían de los logros de la democracia y avanzan los nacionalismos religiosos y rabiosamente conservadores, la obligación de quienes hemos estado en el mundo del pensamiento y la enseñanza es luchar por la diversidad y la apertura. Este libro es un mínimo aporte en esta dirección.
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Gisela Kozak Rovero
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