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La Ida más encendida y clara, la poeta: Ida Gramcko en su centenario (IV)

16/06/2024

Ida Gramcko, circa 1930: Alfredo Cortina ©Archivo Fotografía Urbana

La fotografía de su tío Alfredo Cortina muestra a Ida Gramcko con el gesto ampuloso de quien declama y lanza al aire delectables endechas.

Como suele hacer este singular artista visual, la escena está incrustada en un escenario que rebasa la anécdota. En este caso, en la amable informalidad de una casa. Una puerta abierta por donde atisbamos una cortina que no viene al caso, una prenda dejada al desgaire en el apoyabrazos de una mecedora. ¿La chaqueta veraniega de Cortina?, puede ser. Ya Ida va abrigada lo suficiente con su camisa blanca de algodón y su chaleco de crochet ajustado al cuerpo.

Ida recita con expresión de buen humor y talante histriónico. Destaca en la imagen el codo suspendido en el aire (con algo de punta sedosa) y su correlato de sombra proyectado sobre la puerta a cal y canto. Tambien la falda de terciopelo, ¿azul, verde musgo, café…?, muy elegante con su pretina fina, sus pliegues tendidos sobre el plano vientre y sus bolsillos laterales.

En el tercio inferior, vemos una esquina de la alfombra, de seguro sometida a cada rato a palmeta de mimbre y bicarbonato; el mueble ceibó y, lo mejor, los pies de la poeta calzados con mocasines de traza andariega, espolvoreados de tierra de jardín, y esas medias de seda un par de tallas más grandes que el fino tobillo que deberían ceñir.

El fotógrafo la mira con mucho afecto y complicidad (el piecito en punta no podía dejarse pasar), con admiración y beneplácito: Ida siendo Ida, la niña precoz de hombros heroicos y corazón quebradizo.

En octubre de 1943, cuando Ida Gramcko acababa de cumplir diecinueve años (había nacido el 11 de octubre de 1924), le hizo una entrevista a la escritora Antonia Palacios, veinte años mayor y una figura imponente por su talento, personalidad y estampa. Pero allá se fue la muchachita de provincia y escasos años de escolaridad. De seguro, controlaba su nerviosismo recordándose que a los trece años había ganado un premio de Poesía. No por su cara bonita, que sí, que la tenía. Sino porque nació con la palabra en la boca. Ida nació a la palabra, lo mismo que a la luz de Puerto Cabello.

El texto de aquella entrevista, publicada en El Nacional, abre con la siguiente introducción: «Si hay alguna verdad, honda y terrible, sostenida con el corazón y las venas abiertas, es la verdad de un poeta. Nadie como él, cabal y entero, sabe ahondar en las personas y en las cosas, encontrarles su más encendida y clara sangre. Y por eso, la otra tarde fui a ver a la escritora Antonia Palacios, a conversar con ella y a conocer toda su esperanza verdecida.»

Así. Una muchacha de diecinueve años, que no había pisado un aula universitaria (tampoco de bachillerato), mucho menos un aeropuerto que supusiera una ruta desplegada al gran mundo, a los salones donde peroran los sabios y a las abarrotadas bibliotecas cuyas baldas rebosaran como marmitas olvidadas en los fogones prendidos. De eso, nada. Ida Gramcko había aprendido sola lo que este párrafo demuestra que sabía, en el silencio puntuado de susurros y ventanas faltas de aceite de las habitaciones en ciudades pequeñas de Venezuela, más si son vecinas al mar como la suya.

Si fuera poco semejante vislumbre de genio y nobleza del espíritu, la reportera da tremendo tubazo en su nota periodística al advertir que: «Antonia Palacios tiene ocultas, en una caja de cartón que ha debido ser de pañuelos o bombones, las cuartillas de una novela inédita. “Ana Isabel, una niña decente” es vecina, hace varios años, de cartas de amigos y postales de París, de Berlín, de Venecia… La caja tiene para mí ese secreto de lo desconocido y esa ilusión que inspiran las puertas cerradas y los cofres herméticos». “Ana Isabel…”, la aludida novela de Antonia Palacios, se publicaría seis años después, en 1949, y de ahí saltó a la colección de clásicos venezolanos del siglo XX.

Cuatro décadas después, yo misma le hice una entrevista a Ida Gramcko. Quizá, el lenguaje de la prensa venezolana -y del país- se había deslucido como esos pasillos de un terminal de pasajeros, que parecen haber sido barridos durante un siglo por zapatos claveteados, porque el caso es que ni de lejos mi “lead” tenía el lirismo y la estatura del suyo en charla con Antonia Palacios. Me da vergüenza, ha debido pensar que yo era una perijanera tosca, criada entre sabe Dios qué vacas y cuántos atroces cencerros.

Yo sabía que Ida vivía en la poesía como los demás habitamos un barrio o un clima en el que hemos nacido, porque ella lo consigna en “Tonta de capirote” (Monte Ávila Editores, Caracas, 1972), cuando dice: «…Pero tenía un lirio. Sólo tenía un lirio. Lo vi abrirse, en el campo, y al llegar a la casa me di un golpe en la frente:

—Denme un papel que tengo una cosa aquí— sólo acertaba a decir.

—Tiene dolor de cabeza— comentaron y me iban a dar una aspirina. Pero me apresuré. Tomé el lápiz que estaba junto al teléfono, arranqué una página de la agenda vecina, y escribí:

“En esa mata de verdosas hojas

como un alma blanca surge un lirio encantador.”

Tenía tres años. ¿Por qué el lirio surgía como un alma? En la casa no hablaban mucho de religión. Solamente ahora puedo comprender que toda mi vida fue búsqueda de un alma, lozana y limpia como un lirio.»

¡Tres años! Yo la entrevisté cuando ella tenía 67, en 1991. Es posible que aparentara un poco más, lo que sí es cierto es que su alma, ese lirio blanco perfumado con la esencia salobre de su tierra, era milenaria. Había vivido todo lo que la sustancia humana es capaz de experimentar y lo había perseguido, dándose golpecitos en la frente, para asirlo con esa voz suya de cristal empañado por un aliento de dolorosa menta.

Ahora, cuando me faltan pocos años para alcanzar la que ella tenía en las escalinatas del Celarg, este de Caracas, donde respondió a mis preguntas, evoco su mente rápida y certera como un latigazo; sus raudos ojos, celaje de lagartija en un rostro abotagado por la medicación, cuando yo le planteaba un asunto incómodo o simplemente necio. No hay que engañarse, Ida no era beata, ni veía en sus contemporáneos un rebaño de ovejas.

—¿Cómo siente que ha sido la recepción de su obra en general? -le pregunté en aquella entrevista encargada por la clasuruda revista Imagen.

—I.G.: No me quejo. Yo no puedo olvidar las cosas que, acerca de mí, dijo Mariano Picón Salas; las que personalmente me dijeron Alejo Carpentier; el poeta León Felipe; el poeta venezolano-francés Roberto Ganzó y algunos otros. Así como también me resultó entrañable la reacción del conductor de autobús que, al abordar yo su unidad e intentar pagarle el pasaje, me dijo: “Yo no le cobro a quien escribió María Lionza (pieza teatral, 1953).

Si pudiésemos señalar grandes caminos de búsqueda en su poesía, ¿cuáles serían esos surcos?

—I.G.: Yo he llegado a la convicción, a través de los años, de que el volcamiento de lo personal no tiene importancia en la poesía. Tampoco afirmo que pueda prescindirse de lo personal, las grandes obras poéticas tienen el sello de la individualidad creadora: uno lee a Neruda o a Vallejo sin su firma y reconoce la respectiva autoría. Creo que la poesía, la mía incluida, se mueve en un plano transpersonal, ya sea filosófico, religioso o social. Paradójicamente, a través de una conciencia colectiva o extra-personal, el yo se ensancha.

—En su caso, ¿son similares las búsquedas en poesía y en prosa? Más claramente, ¿se pueden decir las mismas cosas en ambos géneros, o existen temas o estadios de sensibilidad que sólo pueden ser abordados con determinado discurso?

— I.G.: Vamos a ver. La poesía es sintética; la prosa se desparrama. Esta última maneja un lenguaje más indicativo, más del objeto. Claro que hoy en día es difícil demarcar la línea fronteriza entre prosa y poesía, pero la metáfora en poesía hace un trabajo que no se hace en la prosa. En la metáfora, las dos cosas que se nombran se diluyen, porque una va ligada a la otra y llega un momento en que los límites de cada una resultan evanescentes. Por ejemplo: Torres de Dios, poetas / pararrayos celestes… dónde están los poetas: son torres y son pararrayos; y éstos, a su vez, son poetas también. Ambos polos de la metáfora se han diluido y te queda en la mente como un bellísimo laberinto donde no existe asidero posible. Todo esto permite que mediante el lenguaje poético, aun siendo sintético, las nociones se ensanchen mucho más.

La prosa realista de hoy en día, de un Heinrich Böll, pongamos por caso, que es estupenda, allí tú ves los objetos: en la prosa de Pavese, también, ves la playa, los árboles… en cambio, un árbol en la poesía llega a un punto en que desaparece, suplantado por la relación que establece la metáfora.

Cuando Ida Gramcko me hablaba de su obra poética, se refería a estos títulos:

Umbral (1942), Cámara de cristal (1944), Contra el desnudo corazón del cielo (1944), La vara mágica (1948), Poemas (1952), Poemas de una psicótica (1964), Lo máximo murmura (1965), Sol y soledades (1966), Este canto rodado (1967), Salmos (1968), 0 grados norte francos (1969), Los estetas, los mendigos, los héroes (1970), Sonetos del origen (1972), La andanza y el hallazgo (1972), Quehaceres (1973), Salto Angel (1985), Treno (1993) y Obras escogidas (1988).

El segundo contaba con un prólogo de Juan Liscano donde este gran critico -y, desde luego, poeta- apuntaba: «La precoz e iluminada madurez de esta poetisa, quien apenas cuenta con veinte años, y cuyos versos revelan una plenitud conceptual y formal verdaderamente extraordinaria, nos induce a pensar que la duración, es, quizás, una medida falsa, y que la única adecuada para medir una biografía es la intensidad. […] En el contenido, su poesía revela una honda pasión amatoria, un estado perfecto de amor terrenal, pasional, noblemente nutrido de un erotismo sano, aunque siempre dolido. El amor y la muerte, la alegría y la pena, se besan apasionadamente al amparo del alma lírica y atormentada de esta joven poetisa.»

Y el poeta Alfredo Silva Estrada, prologuista de sus “Obras escogidas”, la alude como: «Esta orfebre, esta artesano exuberante, este arquitecto del lenguaje, esta tejedora agilísima trenza y destrenza, entreteje conceptos, pensamientos, sentencias, definiciones primigenias, imágenes, metáforas, símbolos, integrando discursos insólitamente ritmados, construcciones únicas dentro del panorama de nuestra más alta poesía.»

En febrero de 1968, José Ramón Medina la entrevistó para El Nacional.

—¿Qué ha sido tu vida literaria? -le pregunta Medina.

— I.G.: Mi vida literaria, mi vida, ha sido una búsqueda afanosa, angustiada, un clamor y una petición de verdad. Ahora, después de muchos años de vigilia y atormentada espera, puedo decir que he hallado la inmensa plenitud. Pero sobre ésta, que es interior, podría preguntárseme: ¿es una plenitud literaria? Sí. Porque lo colmado, lo pleno de la voz responde a un alcance íntimo. Mi creación no ha estado nunca desligada de mi desvelo o de mi logro interno.

—¿Qué es lo más importante en la vida del poeta? -quiere saber José Ramón Medina, cuya entrevista al completo merece reedición.

— I.G.: Eso depende del poeta. Hay poetas de lo sensorial, de lo inmediato, de lo agreste. En cuanto a mí, lo más importante es el amor, pero no el fugitivo: la pasión, sino aquel que es espíritu en impulso pleno y permanente. Al decir impulso quiero decir obra, acto, realización de la poesía en el poema. Desde luego que hay escribidores de versos que jamás han vivido la poesía y que el verdadero poeta es quien vive la poesía aunque no la exprese. Lo ideal es que la poesía se viva y se escriba. Pero yo —he de decirlo— no necesito ese proceso que consiste en recibir una bella experiencia para luego expresarla. Ocurre en mí una suerte de simultaneidad. Lo que me plena puedo expresarlo de inmediato. No hay pausas. Si se trata de vivir o de compartir algo alto o profundo, yo desconozco los silencios.

Y de su “método creador”, indagado gambién por Medina, finalmente poeta él mismo y ensayista, Ida explica: «Sé que hay escritores que se imponen escribir tantas horas diarias para beneficio de la exactitud y de la pulcritud del lenguaje. […]. Pero a la vez sé de escritores que piensan que el método es una búsqueda de novedosas técnicas, de verbalismos intrincados. Con esto, a mi modo de ver, no se logra jamás una obra de arte. El arte es una entrega amorosa; el arte no es una curiosidad. […] El arte proviene de un sentimiento o de una idea, pero no de un deseo de epatar. Y lo digo pues he podido observar que hay artistas en quienes el anhelo de “ser nuevos” conduce a una retórica contemporánea. Una palabra, larga y tediosamente trabajada, es una palabra enrarecida pero no es nunca una palabra nueva, inesperada, extraña, pues no deviene de un pensamiento y de un sentir inéditos y audaces. Se está, por un hecho interior, en lo nuevo, en el hallazgo, lo que es muy diferente y opuesto a buscar, formalmente, una voz de vanguardia. Por ello, cuando escribo nunca utilizo el regodeo verbal. No me gusta exhibir los vocablos sino darlos en su plenitud. Las excesivas fruiciones idiomáticas me parecen alarde innecesario. Lo que se percibe hondo o elevado ha de decirse, a mi manera de ver, sin pensar en el turismo. La hermosura que vive en un poema ha de brindarse sin ostentación, sin virtuosismo, sin carteles untuosos, sin fofa propaganda. Lo que hago siempre —ya es un modo de ser, no un hábito— es una compenetración constante con lo que siento, una precisión pertinaz de lo que venero y lo que amo. ¿Es ello una disciplina? Quizás, pero entendiendo por disciplina una continua disposición, receptividad o fidelidad  para con lo inefable. Soy muy rigurosa, muy clara para con lo que pienso y lo que quiero. No me gustan las confusiones. Y por ello me sorprendió una nota sobre un libro mío en la que se decía que este último señalaba un ejercicio de paciencia. Además de sorprenderme, me causó mucha gracia. Pues yo no busco la rima minuciosamente, como una escolar muy aplicada. La rima, en mí, siempre ha sido natural. Pero hay que comprender que en el mundo de hoy se confunden a menudo la armonía, el equilibrio —¡carece tanto de ambas cosas!— con una tarea prolija de estudiante.»

En 1977 Ida Gramcko fue elegida para el Premio Nacional de Literatura (por toda su obra), por un jurado conformado por Vicente Gerbasi, Manuel Alfredo Rodríguez, Salvador Garmendia y Oswaldo Trejo. Fue la segunda mujer en recibir esta distinción (Antonia Palacios lo obtuvo el año anterior, 1976). En 1979 Ida fue condecorada con la orden Francisco de Miranda en su primera clase, por el Ministerio de Relaciones Exteriores, cuando el canciller era José Alberto Zambrano Velasco y el Presidente, Luis Herrera Campins, por cierto, antiguo periodista.


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