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Los artistas que logró convocar el arquitecto Carlos Raúl Villanueva y hacerlos enamorarse del transformador proyecto que había diseñado para construir la Ciudad Universitaria de Caracas, llevaron a cabo, colaborando con él, que había visualizado, soñado y diseñado el proyecto y lo dirigía, una síntesis de las artes. Tal como lo dice Juan Calzadilla, se trata de un
“Ensayo de síntesis que resume uno de los capítulos más osados de nuestra plástica y que ha quedado como ejemplo universal de un entendimiento recíproco entre arquitectos, urbanistas y artistas plásticos, ejemplo que nunca volvió a darse en ninguna otra parte del mundo con tanta generosidad y profusión como en Caracas[1].”
La maravilla que resultó de la integración de tanto talento y tanta creatividad, producida por los más importantes y renombrados artistas de la época (de todas las épocas, por la trascendencia de su obra), venezolanos e internacionales, pudo surgir porque hubo una mente poderosa y una capacidad organizativa que, como director de orquesta, supo coordinar y armonizar el trabajo de todos ellos, en función de un plan, de un diseño, que él había proyectado y fue capaz de llevar a cabo: Carlos Raúl Villanueva. Como lo dice el mismo Juan Calzadilla:
“Puede decirse que uno de los momentos más afortunados en la carrera del arquitecto Carlos Raúl Villanueva fue el haber llevado a la práctica un ideal perseguido y casi nunca logrado por artistas, teóricos y arquitectos de diferentes épocas: la integración de las artes. Solo el optimismo y el grado de audacia con que se plantearon las ideas artísticas durante la época en que fuera construido el núcleo central de la Ciudad Universitaria de Caracas, pudieron haber brindado a Villanueva la oportunidad de demostrar su concepción original de la síntesis artística y la posibilidad de realizarla con los medios, materiales y técnicas que le ofrecía nuestra época. La Ciudad Universitaria ha quedado así, no solo como su obra arquitectónica más importante, sino también como un ensayo de integración que es ejemplo único en el mundo. Mas que al pensamiento humanista de Villanueva, esta obra representa una etapa culminante del desarrollo del arte contemporáneo, y su resultado despierta admiración en todas partes. (…)
Para un arquitecto que ha subrayado con inteligencia en toda su obra los valores expresivos de los medios empleados por encima de la función deshumanizada, y que ha partido de la creencia de que la arquitectura es un arte, pero por sobre todo una totalidad que satisface necesidades vitales y que nace a la vez de la historia y de la época, la integración artística es un proceso que no se explicaría sin tener en cuenta su pensamiento de arquitecto. Dice Villanueva, en efecto: “No me atraen los sistemas cerrados. Me interesan todos los aportes, las formas nuevas y todos los contenidos que ellas encierran; todos los nuevos avances constructivos de cualquier parte que vengan, constityen un estímulo para mi. [Carlos Raúl Villanueva. “Escritos”, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad Central de Venezuela, 1965, p. 13]. Esta universalidad de criterio puede entenderse menos como un eclecticismo que como necesidad de interpretar la arquitectura como un desarrollo de la historia. De allí que, afirmando el valor de las técnicas contemporáneas, únicas apropiadas para resolver los problemas de vivienda y comunicación de nuestra época, Villanueva sienta urgencia de encontrar en el pasado motivaciones estéticas y funcionales que interpreta en base a la búsqueda expresiva de un espacio arquitectónico nuevo. (…). En muchas de sus obras, aun entre las de carácter más audaz, Villanueva se ha inspirado en la funcionalidad de los espacios de la arquitectura colonial. En su obra se aprecia un principio de fusión de soluciones formales y técnicas muy distantes en el tiempo pero que reflejan la misma preocupación por el espacio en función de la vida. Y este interés por la organicidad total de la arquitectura implica la consideración de la obra de arte como parte fundamental de la cultura de una comunidad humana. “Me preocua el problema de una nueva síntesis –escribió Villanueva- de los distintos medios expresivos. Es para mi una aspiración reconducir la arquitectura, la pintura y la escultura a la cohesión íntima, inextricable, signficativa” (Idem, p. 14)[2].”
La Ciudad Universitaria de Caracas es una obra universal que responde a un espacio particular, el de la vegetación y el de la luz tropicales. El proyecto de Villanueva no se materializó solamente vinculando en forma armónica y rítmica a arquitectura, escultura y pintura, que ya era un gran logro, sino también por darle un papel protagónico al mundo vegetal y fundirlo con todo lo que acabo de mencionar. Esculturas dispersas –no al azar, claro, sino respondiendo a un diseño- sobre la hierba, paredes y murales con agujeros y aperturas de distinta índole para que por ellos circule el liviano aire tropical, y penetre la luz, presencia activa y en movimiento también dentro de nuestra narrativa y nuestra poesía.
Junto a la hierba verde encontramos galerías techadas, rectas o suavemente curvadas, en general de obra limpia de hormigón gris. Y también paredes caladas, como si fueran encaje, que a su vez dejan pasar el aire, construcciones que se suceden las unas a las otras en todo el campus universitario, desplegándose derechas o inclinadas, generando levedad y armonía con sus estructuras, que se complementan con palmeras y plantas de distinto tamaño, configurando entre todos un conjunto de hojas esponjadas, barras de metal, esmaltes de diversa modalidad, murales en colores blancos, amarillos, rojos, azules, negros y tantos otros que, con frecuencia, contrastan con el gris de la edificación, con la obra limpia.
Ya en pleno funcionamiento, esa Ciudad Universitaria será complementada con grupos de estudiantes sentados o echados en la hierba.
En 1954 Carlos Raúl Villanueva definió su concepto de Síntesis de las Artes así:
“En el ambiente de las artes plásticas se formula la necesidad de una integración de la pintura y la escultura con la arquitectura, del retorno de los antiguos elementos del color y volumen al blanco organismo arquitectónico (…). La idea de esta integración sólo podrá cristalizar con resultados positivos cuando la pintura y la escultura encuentren las razones arquitectónicas de su incorporación al ambiente construido. Es decir, sólo cuando se junte y se modele en función de los elementos espaciales que constituyen la obra arquitectónica.”
Esta integración de las artes se fundamenta, con algunas excepciones, en dos vertientes: la del arte abstracto de índole geométrica y la del arte cinético. Dos tendencias nacidas del mismo tronco, pero que han pasado por un proceso diferente. El arte cinético es, quizás, lo que aporta, a las alturas de los años cincuenta, la transformación mayor, con su vibrar, su reverberar, su juego de luces y sombras, sus posibilidades de interacción material con el público, que ha dejado de ser simple espectador. Es paradigmático que haya dos obras, complejas y difíciles, del artista de origen húngaro Victor Vasarely, considerado el fundador del arte-op y del propio arte cinético. Son éstas “Homenaje a Malevich” y “Positivo-negativo”, aunque en este caso se trata de murales, no de arte en movimiento. En su imprescindible guía titulada Obras de arte de la Ciudad Universitaria de Caracas, de 1974, Antonio Granados Valdés[3] ofrece incluso un plano desplegable con la ubicación de las obras de arte en la Ciudad Universitaria, incluyendo los dos estadios, el Instituto Botánico y el Gimnasio Cubierto entre todas las otras edificaciones del complejo arquitectónico. Granados Valdés, intelectual español emigrado a Venezuela, fue director de la Extensión Cultural de la Facultad de Arquitectura entre 1959 y 1978. Llegó a Venezuela en 1954 y regresó a España en 1978, luego de la muerte de Franco. En su Guía podemos contemplar dos fotografías en color del “Homenaje a Malevich”, obra bimural en la que destacan los distintos matices del color amarillo y, en uno de los muros, una sorprendente abertura cuadrada, como una ventana, por medio de la cual el artista hace suya la propuesta general de Carlos Raúl Villanueva, de permitir el paso del aire y de la luz, propuesta que cada autor resolvió de manera distinta. Al mismo tiempo, la ventana, que entra en correspondencia con un cuadrado negro inclinado, es la figura central de aquello a lo que alude el título de la obra, el creativo homenaje a Malévich, en particular a su Cuadrado negro sobre fondo blanco. Alrededor del bimural, que forma parte de la Plaza Cubierta del Aula Magna, se encuentra, no podía faltar, la vegetación: las verdes hojas de las palmeras y de otras plantas.
El Pastor de Nubes, de Jean Arp, es una de las obras que más entrañablemente representa a la Universidad Central de Venezuela. Voy a citar ampliamente la publicación UCV Noticias:
“Ubicada en límite oeste de la Plaza Cubierta, frente al mural cerámico de Mateo Manaure.
Esta escultura, con significaciones poéticas muy subjetivas, surge de una concepción de lo cósmico, y lo germinativo, una noción del acorde hombre-universo.
La figura del Pastor de Nubes se destaca desde cualquier ángulo que se observa, pues posee una potencia que surge de lo rotundo de sus formas, a la vez que transmite un sinnúmero de sensaciones visuales, de atracción táctil, producto de la sensualidad de su silueta.
Carlos Raúl Villanueva expresó: “La escultura de Jean Arp representa un Pastor de Nubes, o como dijo alguien, una nube broncificada, una nube que se ha puesto de pie y dirige, que enseña en aquella actitud variable, de poesía ensueño.
La escultura descansa directamente sobre el suelo, para lograr una impresión más humana, y el bronce se destaca de color claro, teniendo como fondo una cerámica de Mateo Manaure”.
Está iluminada por el pequeño patio, diseñado expresamente para esa pieza.”
Voy a diferir de la hermosa interpretación de Villanueva: la escultura no es una nube que se ha puesto de pie y dirige, el título lo dice claramente, es un pastor. Y a quienes pastorea es a las nubes. Ciertamente, está signado por la poesía, aunque la maciza figura no creo que remita al ensueño, yo la percibo como lúdica. Insisto en que es un pastor, pero ¿a qué remite un pastor? Aparte de a sí mismo, a su perro. El perro pastor es el que, con su velocidad y su olfato, organiza al rebaño, lo orienta en la dirección adecuada, devuelve al grupo a aquel que se ha descarriado. Lo lúdico en la obra de Jean Arp consiste en que remite a un perro, parado sobre sus cuatro patas, levantando el hocico y meneando el rabo. La poesía está en que al alzar hacia el cielo lo que sería su cabeza y su hocico, subraya lo que se indica en el título: lo que está pastoreando es a un rebaño de nubes.
Lo entrañable está, tal como lo dice Villanueva, en que la estatua está directamente en el suelo, como nosotros, los que lo miramos, no está en un pedestal, por encima del espectador.
En mi opinión, en la escultura predominan la gracia y lo juguetón, el pastorear lo que está arriba en el aire, otra vuelta de tuerca en la relación de la Ciudad Universitaria con lo aéreo, esta vez desde una figura maciza orientada hacia las nubes y el infinito.
El mural cerámico de Mateo Manaure que está detrás del Pastor de Nubes se vincula con una dinámica de oposición a la obra de Jean Arp. La intensidad y los contrastes de sus colores subrayan, a la vez que tienen su valor en sí mismos, el terso y uniforme color dorado claro de la escultura. Un juego entre la dinámica de la policromía y la masa serena del color único. Todo en medio del espacio abierto, por el cual circulan los estudiantes, los profesores y otras personas; en algunos momentos especiales del año, los graduandos que entran y salen del Aula Magna, con su toga y su birrete, para hacerse la imprescindible foto familiar junto al Pastor y frente al mural de Manaure. Son los que humanizan este mundo, hecho para ellos, que, casi sin darse cuenta, se integran al arte y a la naturaleza, al luminoso cielo que resplandece sobre sus cabezas. Dentro de una ciudad hecha para el saber y construida a escala humana.
La Plaza Cubierta es el punto central de la Ciudad Universitaria. En ella se encuentran, vinculándose entre sí, los edificios del Rectorado, del Aula Magna y de la Biblioteca. En su interior, o a su alrededor, se hallan obras de muchos de los grandes artistas que participaron de esta magna arquitectura: pinturas y esculturas de Jean Arp, Henri Laurens, Fernand Léger, Mateo Manaure, Victor Vasarely, Pascual Navarro.
Además de los ya mencionados, tenemos que señalar a otros valiosos artistas que hicieron posible la existencia de esta obra única, la Ciudad Universitaria: Baltasar Lobo, Antoine Peusner, Sophie Taeuber-Arp, Miguel Arroyo, Armando Barrios, Omar Carreño, Carlos González Bogen, Alirio Oramas, Alejandro Otero, Héctor Poleo, Oswaldo Vigas, Francisco Narváez, Braulio Salazar, Jesús Soto, Rubén Núñez, Víctor Valera, Wilfredo Lam y André Bloc.
Todas las obras se realizaron fundamentalmente en la primera parte de la década del cincuenta. Y, como creo que ya no hace falta subrayarlo, pues ha quedado claro de todo lo que aquí se ha dicho, constituyen un sistema, una sola obra inmensa, eso sí, múltiple y polivalente, pero un todo articulado, con su ritmo propio, con un espíritu lúdico, liviano, profundo sí, pero carente de dramatismo. La Ciudad Universitaria es una obra perfecta, podríamos decir, si es que la perfección existe: en cuanto a ritmo, a armonía, a posibilidad de participación del público, del aire, de la luz y de la vegetación. Sorprende entonces que más de veinte años después, en 1978, se incorpore una nueva obra, una escultura de Ernest Maragall, titulada “Monumento a los caídos de la generación del 28”: recordemos que el autor es el realizador de la monumentalidad y del carácter heroico de Los Próceres y del Paseo de los Ilustres, algo totalmente diferente al espíritu reinante en la obra de Carlos Raúl Villanueva. La escultura mencionada es hermosa, al respecto ninguna duda cabe: lo que yo discutiría es el lugar en el que se encuentra, el título que lleva. No hay ningún otro elemento dramático dentro de la Ciudad Universitaria, lo que la caracteriza es la serenidad y la armonía.
La estatua en cuestión está colocada prácticamente a la entrada de una de las caminerías que llevan a uno de los sectores de la Universidad, a aquel en el que se encuentran las Facultades de Humanidades y Educación, Ciencias Jurídicas y Políticas, Ingeniería, Ciencias Económicas y Sociales y la de Arquitectura y Urbanismo. A un sector importante, evidentemente. Es una escultura figurativa y dolida, una Mater Dolorosa, la cual, entonces, rompe de entrada con el carácter general de la Ciudad Universitaria, fundamentalmente abstracta, cinética y lúdica, como he insistido ya tantas veces al respecto. Hay otras obras figurativas en la Ciudad Universitaria, pero en lugares mucho más específicos, como el mural, eminentemente realista, de Pedro León Castro, situado en la Sala de Sesiones del Consejo Universitario, o “El Atleta”, escultura de Francisco Narváez, ubicada ante el Estadio Olímpico, sede deportiva que también forma parte de la Ciudad Universitaria de Caracas; “El Atleta” es una imponente obra no realista sino estilizada, cónsona con la modernidad que ilumina todo el complejo universitario. Una obra de color marfil, una figura de gran tamaño, con los brazos levantados y las manos sujetando, por encima de la cabeza, una pelota parecida a una de fútbol. Una rodilla sobre la superficie de la voluminosa base circular, la otra pierna doblada, con el pie sobre la misma superficie, el cuerpo genera una imagen de gran fortaleza; la cabeza, redonda y relativamente pequeña, el pene marcado levemente, aunque insinuándose poderoso.
Está también el Gimnasio Cubierto de la Universidad Central de Venezuela, el cual se ve desde la Plaza Venezuela, en lo alto. Un gimnasio multiuso, de leve forma circular, de color gris, con una ligera ondulación en el techo y un pequeño rectángulo en el centro de lo que es su parte anterior, lo cual le da cierto aire de gorra militar, algo que no deja de perturbar, a pesar de lo lograda que es la forma arquitectónica, al conjunto libre y lúdico que caracteriza a la Ciudad Universitaria como un todo.
Volviendo a la escultura de Ernesto Maragall, que se ubica en la parte alta de un sendero asfaltado que atraviesa la llamada Tierra de Nadie y conduce, en declive, hacia las facultades ya mencionadas, podemos agregar que se trata de una obra en bronce, grande y voluminosa, una mujer desnuda, sentada, con la cabeza inclinada sobre un brazo, lo que le oculta la cara, con un casco guerrero sobre la cabeza. Es una figura trágica y heroica, majestuosa, no es ella la que debiera dar la entrada al sendero mencionado. Sobre todo, porque es una intervención muy posterior a la construcción de la Ciudad Universitaria y en nada se corresponde con su espíritu.
Tierra de Nadie, nombre que surgió de la comunidad universitaria, se supone que se refiere al hecho de que es un espacio intermedio entre la Plaza Cubierta y las facultades que ya he nombrado. Pero también a que al no ser de nadie, es de todos: es un espacio siempre repleto de estudiantes, repasando sus libros y apuntes o dedicados a alguna otra actividad.
Si no pasamos por esa escultura y por el sendero mencionado, sino que seguimos derecho desde la Plaza Abierta del Rectorado, llegamos a lo que se ha llamado el corazón de la Ciudad Universitaria, la Plaza Cubierta, en la que se encuentran el Paraninfo, el Aula Magna, la Sala de Conciertos y la Biblioteca Central, entre otros lugares paradigmáticos. Probablemente el lugar más famoso, con toda justicia, el más notable, brillante y absolutamente digno de admiración, es el Aula Magna, con las nubes de Alexander Calder colgando del techo. ¿Será a ellas a las que vigila el Pastor, el cual se encuentra muy cerca, en un sitio lateral, casi a la entrada del Aula Magna? Puede ser otra de las opciones.
Las nubes de Calder, de distintas formas, pero tendiendo a lo oblongo, a un ovalado irregular alargado, de distintos tamaños y colores —blanco, amarillo tostado, rojo—, armonizan con la forma semicircular del gigantesco auditorio, con la línea curva del escenario y los cinco escalones a cada lado de él, escenario y peldaños de la misma madera, marrón claro iluminado con una luz que parece natural, como si fuera la luz solar, aunque no lo es.
Esas nubes flotantes, estructuras diseñadas por Calder, quien no sólo era artista sino también ingeniero, tienen la función de ofrecer una acústica impecable.
Los asientos hacen rememorar a un anfiteatro griego, semicircular, con un declive gradual. Se encuentran en el patio y en el amplio balcón que se adelanta, audaz.
Existe una magnífica foto, en la cual aparece Carlos Raúl Villanueva, completamente solo dentro del Aula Magna, parado en medio de las butacas vacías, cual pastor de las nubes acústicas de Calder, que cuelgan del techo.
Antes de entrar al Aula Magna, si contempláramos una foto panorámica de su Patio Cubierto, veríamos el espacio abierto, las múltiples columnas, una rampa que se dispara a un lado, hacia el piso de arriba; otra rampa, de inclinación más suave, que viene como en descenso. Ambas rampas se enfrentan tangencialmente, componiendo una sugestiva línea de fugas.
El espacio, el ágora, casi siempre se encuentra lleno de estudiantes, unos parados, conversando, y otros caminando, en un sentido o en otro.
Otra obra emblemática e inolvidable es el Reloj de la Plaza del Rectorado. Tres esbeltas y elevadas columnas constituyen una configuración no rígida, más bien pareciera que se entrecruzaran, trenzadas entre sí, generando un efecto de levedad, de gracia, de elevación. Es la representación del tiempo. Tres grandes relojes esféricos coronan esta torre, ofreciendo la hora en todas direcciones. Desde múltiples lugares pueden verse. Los números no están marcados en las esferas, hay solo unas rayas en relieve, claras sobre fondo oscuro, igual que son claras y delgadas las agujas que señalan la hora.
Más allá del Aula Magna se encuentra la entrada de la Biblioteca Central. Si salimos, para verla desde afuera, observaremos un imponente y alto edificio rojo oscuro, pero vivo, al cual le dan un toque lúdico los grandes espacios cuadriculados, cuya separación se marca por medio de franjas de color gris superpuestas a la fachada roja. Los tres pisos más altos rompen este diseño, carecen de color y de cuadrados, son puras y grandes ventanas de cristal. Abajo, como saliendo del cuerpo del edificio, avanza sobre el espacio constituido por caminerías y hierba, una larga galería de hormigón gris y ventanales de cristal, de tres pisos, la cual contiene las amplias salas de lectura. Desde afuera se ve lo que está adentro, desde el interior se vislumbra el paisaje de la Tierra de Nadie.
Si volvemos a entrar en la Biblioteca, nos enfrentaremos a otra de las magníficas y destacadas obras de la Ciudad Universitaria: el Vitral realizado por Fernand Léger, también de intensos colores y de una notable altura. Y, una vez más, una de las creaciones fundamentales del complejo arquitectónico está situada de tal manera que entra en juego con la luz que la ilumina desde afuera, otorgándole un resplandor que va cambiando de acuerdo a los cambios de hora y a los cambios climáticos. Obra magna por sí misma, se crece al pasar a la dinámica del movimiento gracias a la iluminación tropical que recibe.
Aparte de las maravillosas obras que pueblan a la Ciudad Universitaria de Caracas, de las que solo he mencionado algunas, en mi opinión lo que resulta excepcionalmente notable es el permanente juego de luces que caracteriza a esta obra de la síntesis de las artes, resuelto de muy diversas maneras, a partir de techos semiabiertos que iluminan las fachadas, o de aberturas en las paredes que permiten la entrada al aire y a la luz, como ya lo hemos visto. Y, al mismo tiempo, la presencia permanente y variada de la verde vegetación, también a través de diversas modalidades.
El 30 de noviembre del año 2000, luego de un largo proceso de evaluación y valorización que se había iniciado a comienzos de la década del 90, el Comité de Patrimonio Mundial, en su XXIV edición, inscribió a la Ciudad Universitaria de Caracas en la lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad de la UNESCO.
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[1] Sitio web del Museo de Arte Moderno de Mérida Juan Astorga Anta.
[2] Juan Calzadilla. “La Ciudad Universitaria, un ensayo de integración de las artes”. En: Revista Punto, Nº 28, Caracas, agosto – septiembre de 1966. En: www.fundacionvillanueva.org/
[3] A. Grandos Valdés. Guía; Obras de arte de la Ciudad Universitaria de Caracas. Comisión de Conservación de las Obras de Arte de la Ciudad Universitaria de Caracas, 1974.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 24 de junio de 2016
Judit Gerendas
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