Perspectivas

La ciudad de las Guacamayas

29/04/2019

El título de esta entrega podría ser también “la Cucópolis de las nubes”, pues ya Aristófanes, en su comedia Las Aves, le dio ese nombre a una ciudad creada por pájaros entre la tierra y el firmamento. En otra traducción la llaman “Nubesculandia”, más fácil de pronunciar y recordar.

Para la ilustración he elegido una página del libro Aves de Venezuela, realizado por William H. Phelps y Rodolphe Meyer de Schauensee. Estoy intentando escribir una serie de ensayos sobre imágenes que nos asoman a la esencia de Caracas y las guacamayas se han convertido en las principales protagonistas de nuestros cielos. La labor de observar las aves, clasificarlas y dibujarlas, ha generado este libro hermoso, indispensable, fundacional. La página que aquí incluimos ilustra el capítulo de las guacamayas, las cotorras, loros y pericos. Algunos de los nombres científicos son sugerentes. Hay guacamayas militaris y severas, cotorras tumultuosas, pericos sordidus, loros mercenarios y festivos. Prefiero estos rigurosos dibujos de Guy Tudor a esas fotos en pleno vuelo que nos invitan a decir: “¡Qué bella, parece de mentira!”.

Este texto nace también de un ensueño. Me refiero a esas aletargadas vigilias cuya sustancia es más fácil de recordar al no exigirnos el abandono absoluto de los sueños. Ayer, mientras miraba con adormecida nostalgia un video donde una mujer alimenta guacamayas en una blanca terraza con vista al valle y a El Ávila, entrecerré los ojos y surgió la fantástica historia de una Caracas abandonada por sus ciudadanos mientras las aves van tomando posesión, primero de los árboles, los techos y los balcones, luego de toda la ciudad.

Aunque las imágenes de mi ensueño eran pacíficas, alguna lejana influencia tendrá la película de Hitchcock, The Birds, donde bandadas de pájaros atacan con furia un pueblo en la costa de California. Hitchcock no hubiera podido utilizar guacamayas ni le habría convenido. Por un lado sus vuelos majestuosos son demasiado hermosos para relacionarlos con esos ataques alados e histéricos. También el seductor colorido hubiera opacado a la actriz principal, Tippi Hedren, algo desabrida y con una palidez de cine mudo.

Si algún trasnochado pretendiera hacer una versión tropical y criolla de The Birds, con ataques de guacamayas, loros y pericos, los picotazos serían más serios que los de un cuervo. A la madre de una amiga le regalaron una pareja de loros traídos del Amazonas. Eran verdes y retacos, anchos de hombros y silenciosos. La señora era muy amorosa y le gustaba darles comida con la mano, pero la mordían con saña. En una visita le dije, como si fuera un experto, que era cuestión de dejarse morder una vez sin retirar el dedo, y los loros, creyendo que su mordida no tiene efecto, dejan de ser agresivos y se concentran en la comida. Cuando volví a la semana siguiente, la encontré con las manos vendadas como si la hubiera mordido un bóxer.

Los caraqueños tenemos una deuda histórica con los pájaros. En mi infancia continuaba la salvaje costumbre de matar hasta los tucusitos y cristofues con unas hondas que llamábamos “chinas”. ¿De donde vendrá ese nombre? Quizás del exterminio de gorriones que se dio durante el gobierno de Mao Zedong. El argumento era que devoraban el grano almacenado. Mao le dijo a su pueblo: “los gorriones son enemigos de la revolución. Ningún guerrero se retirará hasta erradicarlos, tenemos que perseverar con la tenacidad del revolucionario”. Se organizó a la población para que golpease ollas y sartenes hasta que los espantados gorriones cayeran muertos de agotamiento. La campaña, que incluía grandes dosis de veneno, estuvo a punto de aniquilar todos los gorriones y provocó la aparición de terribles plagas de insectos, una de las causas de la Gran hambruna en China.

Yo tenía pésima puntería, una forma de santidad. Pero sí pesa en mi conciencia un vil asesinato. Tenía un rifle de balines en mis manos cuando vi a un pajarito en el otro extremo de una parcela vacía. Tuve tiempo de observarlo y quizás él a mí. Desde la perspectiva de la mira lucía más real y verdadero. Con los rifles de balines el sonido del disparo es apenas un soplo. La criatura desapareció y pensé que la habría espantado. Caminé lentamente y allí estaba, acostada en el suelo mirando el cielo. No olvido ese pecado y me estremece pensar cuántos jóvenes iniciando el vuelo de la vida plena han sido asesinados o torturados con la misma automática frialdad.

Otros amigos tuvieron otras infancias. Varias veces he contado sobre la vez que le pregunté a William Niño Araque cuántos habitantes tenía Caracas. Se quedó pensando y me preguntó a su vez:

—¿Contando los pájaros?

Hay personas que nacen con esa conexión panteísta con la vida que los rodea. Dios no creó la naturaleza, Dios es la naturaleza. El vuelo de las guacamayas sobre Caracas confirma esa visión. Así como prevalece en nuestra tierra el abandono y la tristeza, en los cielos prevalece la alegría y la presencia de lo divino.

Llegados a este punto tiene sentido asomarnos brevemente a Las Aves, la obra de Aristófanes, quien escribió las mejores comedias de Grecia y las únicas que han llegado hasta nosotros. No era fácil con ese género profundizar tanto como Esquilo, Sófocles y Eurípides con sus tragedias. Su trabajo era incluso más difícil, pues la comedia requiere un cierto grado de actualidad. Debía tratar sobre temas y personajes vivos, conflictivos y hasta peligrosos. Aristófanes se atrevió a desafiar al rico y poderoso Cleón, llamado por Tucídides “el hombre más violento de Atenas”. En la comedia Los Caballeros lo presenta con su nombre y sus desmanes. Era tan temido que el gremio que fabricaba las máscaras hizo huelga para no involucrarse.

Los protagonistas de Las Aves son Evélpides y Pistetero, un par de viejos que representan el cansancio de quienes dirigían la democracia ateniense. Sus nombres equivalen o sugieren los términos “Esperanza” y “Persuasión”. Pistetero tiene que ver con las habilidades retóricas y la seducción erótica, las dos patas de un político exitoso.

Ambos protagonistas no saben bien a dónde se dirigen ni qué quieren. Están desencantados de la política, hartos, y no se sienten bien en Atenas. Solo les interesa encontrar un lugar donde pasarla bien y le preguntan a un hombre convertido en pájaro si ha visto en sus vuelos alguna ciudad que ofrezca todo a cambio de nada.

Evélpides se interesa por la vida de las aves, las cuales no necesitan dinero y comen saltamontes en los jardines. El persuasivo Pistetero es más emprendedor y decide fundar una nueva ciudad en el aire con la colaboración de las aves. Si logran colonizar el espacio entre los hombres y los dioses los dominarán a ambos, pues controlarán las comunicaciones y el paso de los humos de los sacrificios. Convertirán así un espacio de mediación y referencia en uno de control y dominio.

A Pistetero no le cuesta demasiado convencer a los pájaros fomentando su natural narcisismo. Les habla de un pasado mítico cuando dominaban un mundo alado. No habla de un futuro promisor, sino de un pasado glorioso. Las aves lo apoyan para volver a alcanzar su perdida soberanía y construyen unas murallas que, más que defenderlos, son capaces de separar a los hombres y a los dioses.

Durante el proceso, Pistetero va entrevistando a un poeta, un adivino, un urbanista, un vendedor de decretos, un delator de oficio y a un parricida que busca una ciudad donde pueda vivir con lo que le robó a su padre. Hasta Prometeo se aparece anunciando que Zeus está perdido.

El plan ha surtido efecto. En el Olimpo están desesperados mientras en la tierra los hombres quieren alas para parecerse a las aves. Los dioses se han quedado sin recursos al no recibir ofrendas y los hombres sin religión. Pistetero puede imponer su voluntad.

¿A que reflexión nos lleva esta comedia escrita hace más de veinticinco siglos con nuestros cielos y nuestra tierra? ¿Acaso no percibimos esa retórica construcción en el aire que se interpone entre la razón y la realidad, entre nuestras tareas más sencillas y los ideales más puros?

Estamos divididos entre lo que creemos que va a pasar y, efectivamente, pasa de largo, y lo que sentimos que nunca va a suceder, y resulta que sucede y nada cambia. Esta bipolaridad cubre desde los ensueños con íntimas fantasías hasta juicios tan satisfechos de su rigurosidad que no necesitan comprobación.

Esto explica el que contemplemos con tanto regocijo y devoción los vuelos de nuestros pájaros mientras nos señalan un bien imperecedero y las rutas más antiguas, que son las del aire. Nos están señalando esos espacios de mediación y convivencia, e invitando a conquistar un cielo verdaderamente nuestro. No será una certeza, pero cómo ayuda a perseverar.

Quien observa el vuelo de una guacamaya bajo la luz de la mañana, y la ve llegar a su balcón después de escribir en el aire las curvas y mensajes de su lenguaje, y comparte con ella parte de su desayuno, no la está domesticando. Está siendo domesticado.


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