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A mi madre y mis hermanas por estar siempre. A mi tía Myrna, por lo mismo.
Pensar en la casa de la abuela era sinónimo de que las vacaciones se acercaban y muy pronto nos reuniríamos con todos los primos. Confluíamos las familias del centro, las de oriente y las asentadas en el extremo occidental. Nosotros, que tras la recomendación médica de huir de la humedad para curarme el asma habíamos ido a parar a El Tigre, éramos los que viajábamos más. Atravesar el país de este a oeste no era sencillo, pero lo hacíamos a sabiendas de que después de la travesía nos esperaba la diversión.
La mayoría de las veces manejaba mi madre, segura al volante y diestra en el arte de pasar las gandolas que decoraban la carretera como los manjares que conseguíamos en ella. Las horas se iban haciendo pequeñas escalas que sabían a mil cosas ricas: semillas de merey y ciruelas en Chamariapa, asentamiento Kariña a escasos kilómetros del punto de partida, pescado frito en Puerto Píritu a orillas de una laguna salpicada de flamencos, queso de mano en la Medianía que para entonces tenía un nombre que ya no recuerdo, chicharrones y casabe en El Guapo, naranjas en Valencia, Panelitas de San Joaquín un poco más adelante, plátanos ya más cerca del piedemonte andino y piñas, dulces y jugosas piñas que íbamos cargando como quien lleva tesoros para ofrendar a aquellos que nos esperaban con la misma emoción que nos guiaba a nosotros.
El camino era una inmensa serpiente bordeada de monte difícil de transitar, vacas flacas y perros callejeros nos observaban desde las empalizadas desvaídas y frágiles; los oleoductos también cabalgaban las horas planas y las letras rojas que aún podían leerse en ellos eran evidencia de que la política aruñaba al país de cabo a rabo. Llegar al Corozo casi al atardecer y conseguir de frente las montañas de San Cristóbal sigue siendo uno de los más lindos recuerdos de mi infancia.
La casa de la abuela era el gozo y la novedad, eran las peleas, el ruido, el muchachero, los celos y las intrigas que se gestaban entre los niños; también la camaradería, la calle y sobre todo las diferencias marcadísimas entre la educación de unos y de otros. Mamá, la menor de un montón de hermanos, llegaba siempre poniendo orden: a ella le ofrecían el trato especial que mi abuela le otorgó, tuvo que ser aceptado por toda la familia y yo heredé por derecho ajeno.
Había primos mayores que apenas aparecían durante las jornadas, pero en su mayoría el alboroto era entre muchachitos que no se llevaban más de cuatro años. Yo estaba en la media, aunque después de mí se podían contar unos seis o siete si incluíamos a los gochos que nos esperaban año a año y eran satélites recurrentes de la casa de la abuela.
La casa de la abuela tenía dos pisos que se volvieron uno con el paso del tiempo y tenía además un balcón. Todo sucedía en la parte de arriba pero la vida, las emociones, las aventuras estaban abajo. Y es que abajo la calle era ruidosa de lunes a sábado. El ritmo lo imponía un par de ferreterías muy grandes que dominaban cada acera y una tienda que vendía periódicos y chucherías donde solo a mí me prestaban comiquitas y revistas. Ahí, mientras los otros corrían y se empeñaban en tocar los timbres vecinos, yo me zambullía en las historias de Archie, Verónica, Betty, comía todos los torontos y ping-pong que podía pagar y regresaba a la primera plana del balcón desde donde creía que podía ver el mundo pasar. Y pasaba.
Los domingos, en cambio, eran tranquilos, casi podría decir que aburridos; la calle quedaba desolada y apenas aparecían los clientes de Juanita, la vecina que todos los fines de semana sin importar el mes, hacía hallacas para vender. El techo de su casa estaba justo a la altura de la ventana lateral de la de la abuela; por ahí se colaba el humo y el olor de la masa cocinándose las interminables horas que se cocinan las hallacas andinas; era el deleite de grandes y chicos. Aún hoy –tras agarrarle el gusto a hacer las mías después de mucho y considerarlas tradición que debo no solo preservar sino trasmitir–, cuando la primera tanda suelta el hervor me regodeo en la sensación y evoco esos días en la casa materna.
Año a año los intereses iban cambiando como nosotros, como la casa y hasta allá regresábamos. La casa y la abuela que siempre estaban ahí. Ella y el Tío Negro hacían que las vacaciones fueran insuperables; eso y el hecho de ser la primogénita de su hija consentida me confirió la ventaja –o la desventaja, según se mire– de heredar ese amor y ser la favorita; lo que con frecuencia me granjeó la molestia de las primas que aún ahora lo recuerdan con menos gusto de lo que lo recuerdo yo.
Hubo un año en el que todos llegamos con patines y patinetas. Las de nosotras eran azules con unas ruedas inmensas que apenas tocaban el piso se deslizaban peligrosamente y en las que cabía más de uno sentado. Tío Negro nos llevaba a la Monumental y los amplios estacionamientos de la plaza de toros eran las autopistas en las que competíamos hasta quedar exhaustos. Esa vez me dio bronconeumonía tras la sudada y el frío de la tarde andina y me tocó quedarme adentro más tiempo del que me habría gustado. Recuerdo, y me cuesta disimular la sonrisa, un momento en que la patineta de alguien estaba fuera de lugar cuando Vidal –otro tío que andaba cerca y atendía un pequeño local en el piso de abajo donde vendía pasteles, jugos, chorizos y papas–, ¡zas!, salió disparado, licuadora en mano, tras pisar la patineta de marras y –cataplum– cayó como mango maduro. Hubo risas hasta las lágrimas y hubo castigo para todos porque así era entonces. Uno hacía algo y todos pagaban, aunque los castigos iban en proporción directa con quien los infligía, la edad de los niños y, por supuesto, las preferencias o aversiones de la abuela (que como buena mortal, sin lugar a dudas, las tenía) de las que mi hermana y yo, para molestia del resto, casi siempre salíamos bien libradas.
Otra vez nos dio por tejer y ovillos y ovillos de lana se volvían bufandas, pulseras y quizá algún suéter que lastimosamente no pasaba de los hombros y terminaba siempre de vuelta al origen.
Eran días ruidosos y largos. Los desayunos abundaban en arepas, queso y pizca andina; cuando no, pasteles y chicha. Nunca volví a tomar de esa chicha que aún ahora me hace agua la boca y alborota papilas y recuerdos. Era una chicha espumosa que vendían en un carrito rumbo a la Monumental. Ahí, entre las duelas de un barril mediano se almacenaba la bebida más rica que habían degustado mis labios de niña y que tomaba sin cesar. Blanca como claras batidas a punto de merengue, era la delicia con la que nos premiaban una que otra tarde. Eso, las tostadas y el helado de zabaione de la heladería de enfrente forman parte de la memoria gustativa de la niña que fui.
Después vendrían el calentado, la canelita, la piñita, el aguardiente, las botas de las Ferias de San Sebastián, pero para eso debieron pasar algunos años. Años en los que dejábamos de ser chiquitas y despertábamos a la mágica aventura de hacernos las mujeres que aún hoy intentamos ser.
Fue en la puerta de la casa de la abuela donde me dieron mi primer beso. Uno de los muchachos de enfrente se convirtió en premio de consolación. A mí me gustaba el chico de la ferretería de al lado –del que me separaba no solo la edad sino la mirada impertérrita de mi abuela–, pero no tuve más remedio que conformarme con aquel muchacho alto y desgarbado que jugaba fútbol y era el hermano mayor de Bruna, mi mejor amiga de las vacaciones. Se trató de un secreto a voces que no pasó de ir a caminar a una placita cercana y que yo negaba por el hecho de que de haber sido por mí le habría declarado mi amor romántico al ferretero, que para entonces ya tenía por novia a una italiana con carro propio contra la que mi inmadurez y mi falta de experiencia no podían competir, pero que no impedía que siguiera yendo a saludarlo varias veces mientras él y sus hermanos sudaban atendiendo al montón de clientes que se paseaban por los mostradores.
Eran días amables en los que empezábamos a definirnos. Intereses, rebeldías, ilusiones y sueños; de todo se cocía en esos viajes. Después llegó el tiempo de las boinas y las gomitas que venían en las tapas de las compotas, de los Reebok y las chemises Polo así fueran colombianas, de los morrales de cuero, los calentadores, las hormonas y el pelo muy corto. La mujer de la melena de hoy mira a la chica de entonces y no la reconoce. La de entonces tenía pinchos y se pasaba la máquina, se peinaba con cerveza y escribía las cartas de amor de cualquiera que necesitara consejos —asombrosa la osadía. La de ahora no sabe qué hacer con los churcos y cuando cumplió cincuenta pensó en trasquilarlos. Aún hoy lo sigo pensando, pero no sé si logre conciliar a esta que soy con aquella que fui y –oh, susto– que alguien me diga cómo se lidia con otra crisis esta vez por dejar de tener pelos.
Fue en la casa de la abuela donde aprendí a bailar, donde me tomé mi primer trago, donde me puse un sombrero, botas y me lancé al ruedo. Las ferias eran el viaje obligado y no importaba que perdiéramos clases porque hasta allá íbamos a dar al menos para los días más importantes, jueves, viernes, sábado y domingo. Tío Negro nos esperaba con los abonos, sombra numerada cuando planificábamos el viaje con antelación y la casa era un hervidero de gente preparándose primero para la corrida y después para las fiestas. Tomás Campuzano, Morenito de Maracay, Enrique Ponce, el Tamá, el Círculo Militar, las casetas y La Billo´s, Los Melódicos, Porfi Jiménez, Alfredo Sadel, el Grupo Niche, los vallenatos, los pasodobles, el acordeón, todos tienen un check a la hora de pasar lista.
Rememorar una época en la que el roce de los cuerpos al bailar era el colmo de la felicidad, reconocerlo, abrir los ojos y caer en cuenta me reafirma que esa fue sin la menor duda una grata manera de empezar a salir del cotiledón y estirar las ramas. Hubo tropiezos, por supuesto, y hubo también sobreprotección; pero hubo familia y la mirada de la abuela con sus ojos grises y su sangre india que siempre estuvo sobre nosotros, siempre estuvo sobre mí.
Ella, una mujer valiente y diminuta a la que la vida le puso todos los obstáculos y todos los sorteó. No se quejaba. Era capaz de atravesar el país para ir a buscarnos y una vez bajo sus alas procurarnos lo mucho de lo poco, aunque en ese entonces yo ni lo noté.
A la casa de la abuela llevé al que sería mi esposo un enero de ferias y una mañana, preparándonos para el largo día, recuerdo que me llamó y me dijo: –Dele comida a ese muchacho porque es un recién llegado y estoy segura de que no tiene ni idea de lo que vendrá –y diciéndolo me entregó una porción humeante de sancocho de gallina que me hizo pegar un grito. En el plato –entre mazorcas, yuca, auyama y plátano verde– había un muslo completo y una de las patas de la bendita gallina. Con las mismas que mi abuela me entregaba el manjar, yo ahogaba la súplica y me daba la media vuelta: –Abuela, por favor, por favor, se lo ruego, saque esa pata, cómo se le ocurre que yo le voy a servir eso –atiné a decir sin el más mínimo disimulo y ella muy oronda solo respondió: –En esta casa a todos nos gustan los huesos, usted lo sabe, así que salga, dele al muchacho y después vemos.
Yo –ya les dije que era la consentida– volví a clamar que me lo cambiara e insistí en que de ninguna manera me iba de la cocina con esos tres dedos huesudos que adornaban el tazón que acababa de ponerme entre las manos.
He de decir que lo logré: llevé otro plato y la historia más tarde se volvió chiste porque al novio en cuestión no solo no le disgustaban las patas sino que se las comía sin la más mínima pretensión, cosa de la que yo por supuesto no tenía ni la menor idea.
Aún hoy, cuando le ofrezco a mi pequeña Saskia un pedazo de pollo sonrío al oírla decir que por favor le dé un huesito y yo se lo sirvo con deleite, le ratifico la herencia diciéndole que todos los nietos de mi abuela los prefieren, aunque sea mentira y le repito que ella es un digno ejemplo de la tradición. Entonces suspiro y esa mujer que vivió con nosotros hasta su último día crece en mi pecho y me recuerda la madera de la que estamos hechas las mujeres de la casa de mi abuela.
Fue hasta esas paredes que habían sido testigo de la metamorfosis de la niña que llegó la muchacha, esta vez a llorar la muerte. La muerte como la guinda de una torta que nadie quiere probar pero que no se descompone y guarda un pedazo que te toca engullir, quieras o no. Uno que te hace torcer la cerviz y aprender desgarros, que te quita amores y te sume en la orfandad.
Un accidente se llevó primero al Tío Negro y tres años más tarde el corazón de papá dejó de funcionar. El corazón es una mala metáfora, leí por ahí, y el de él se rompió en muchos pedazos. Eso dijo el forense y con eso nos quedamos. Con eso y con el asombro de reconocer que había ido a parar a San Cristóbal quizás a sabiendas de que le tocaba cerrar su ciclo. No lo sé. Nadie puede saberlo. Apenas guardo recuerdos breves de esos días. De los brazos solidarios, de la otra familia, de los amigos, de la abuela que perdía un hijo más y de mi reticencia a mirar el féretro a pesar de que Farah, mi hermanita de nueve años, me agarraba la mano y repetía que no temiera. –Es mi papá –decía con la calma que solo un niño puede demostrar en esos momentos–; no puedes tenerle miedo. Pero no era miedo lo que tenía, era una mezcla de sensaciones que aún ahora no logro organizar, mucho menos definir, una suma de certezas que me impulsaron a oír los comentarios e impidieron que me acercara a esa caja que contenía “un cuerpo apretado, sudado, desajustado” que sin la menor duda ya no era el hombre que me había procreado. Y no me arrepiento. La muerte entonces no fue un cadáver sino una ausencia; la peor.
Un par de días más tarde mi hermana Kay y yo fuimos al cine. Papá había mencionado una película que le había impresionado y en aras de pretender sacudirnos un ratico la tristeza, decidimos ir. Nos montamos en la camioneta beige que había viajado de este a oeste muchas veces: aún olía a sus manos grandes y nos llevaba a la misma sala oscura en la que apenas había cuatro o cinco personas. Ahí, entre la pantalla y el proyector, se escurrieron todas mis lágrimas. Oskar Schindler ayudaba a los judíos, Oskar Schindler se arriesgaba, Oskar Schindler inventaba excusas mientras yo imaginaba su reacción a las escenas, ahí mismo, solo, conteniendo la emoción o dejándola drenar como hacía yo, como escuchaba a mi hermana ahogar la queja.
Esa noche frente a la violencia de las imágenes de las personas que se volvían ceniza, lejos de la gente que tampoco entendía qué había pasado, pero nos señalaba como responsables de aquel infarto, “porque pobre hombre, estaba tan solo”, tan solo como nosotras sin él, lloré lo que no había llorado.
Salí del país poco después en un viaje que, aunque planificado, tuve que adelantar por otra calamidad menos terrorífica que la de mi padre, pero que me hizo dejar la casa de la abuela y a sus habitantes temporales –mi madre, mis hermanas– sumidas en el caos de la pérdida y lidiando con mi ida. Carlos, mi chico, el mismo de la historia de la sopa de gallina, había tenido un accidente y estaba en una clínica en el sureste mexicano. Hurgo en mi memoria y recuerdo el protocolo para conseguir dólares. Corría el año 1995, el país intentaba sortear la crisis bancaria, se había impuesto un control de cambio, las idas y venidas al banco pasaporte en mano para que asignaran las divisas eran imperiosas y la angustia ante la espera hizo aún más difícil despedirse de una tierra y sus querencias. Esa fue la última vez que estuve en la casa de la abuela, la última que viví en Venezuela.
Regresé a El Tigre y a Puerto La Cruz infinidad de veces mientras mi madre y mis hermanas seguían allá. A San Cristóbal solo volví trece años después de aquellos días tristes. Fui buscando un cable a tierra que me recordara quién era, de dónde había salido y que me permitiera abrazar a aquel chico que había llevado tiempo antes e insistía en otra faena, pero la casa y la abuela ya no estaban. Estaba el lugar, habitado de recuerdos, casi consumido por locales comerciales que me dificultaron evocar a la chica asomada en un balcón que tampoco existía, reconocer la calle, escuchar las risas y las lágrimas, el jolgorio del gentío, el paso calmo de mi padre, la mirada franca de mi abuela.
Tal vez algún día vuelva al país y vaya a San Cristóbal. Quizá lleve a mi niña y caminemos cuadra arriba, cuadra abajo, miremos las montañas y desde la acera, desde esa misma acera donde pasaba las vacaciones, me siente en el piso y le cuente más historias, miles de historias, esta vez frente a la casa, la amada casa de mi abuela.
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[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]
Ophir Alviárez
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