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El año pasado después de Navidad, cuando los hijos de mi novio estaban en casa de su exesposa, él y yo nos fuimos de vacaciones con mis hijas a un destino soleado lejos de nuestras casas separadas en Montana. Hemos estado juntos durante años, a veces mezclamos las vidas de nuestros hijos, a veces no, y no sentimos la necesidad (¿creo que no?) de definir nuestra relación con el matrimonio.
En este viaje, nos quedamos en una austera cabaña de playa donde todos los días me dediqué a contemplar, no el mar, sino cuatro tazones blancos que estaban distribuidos generosamente a lo largo de un estante de madera encima del fregadero de la cocina. Tras otra Navidad que derivó en estómagos inflados, la sencillez de esos tazones marcaba un contraste profundo frente al desorden que había dejado en casa.
Para el final de nuestra vacación, esos tazones —jamás usados, jamás partícipes de ninguna vida real— habían dejado una marca tan indeleble en mi mente que tan solo seis horas después de que regresamos ya había desechado una decena de bolsas de basura de fruslerías, y ese era solo el comienzo. La imagen de los cuatro tazones fue mi guía, pero también lo fue una frase que un amigo solía decir cuando yo le preguntaba si necesitaba otra cerveza: “Necesitar es una palabra curiosa”.
Día tras día, tiraba más cosas hasta que, mientras tomaba un descanso para sacar a pasear al perro, empecé a reírme de mí misma. Me estaba comportando como una loca, botando todo lo que no necesitábamos, no porque me hubiera obsesionado de pronto con limpiar y ordenar, sino porque tenía programada una intervención quirúrgica para la siguiente semana y estaba aterrada. Como madre soltera que simplemente no puede morir, estaba haciendo todo lo posible para distraerme de los riesgos que me esperaban.
No importaba que las probabilidades de que muriera durante la operación fueran minúsculas; me iba a hacer una histerectomía. Era solo otra manera de deshacerme sin miramientos de un objeto que ya no necesitaba. Mi madre lo había hecho a los 40 años. Yo tenía 44 y fui su única hija.
Ella falleció a los 68 años, cuando yo tenía 38, a causa de los daños por la radiación de su tratamiento oncológico décadas antes. Deseaba poder hablar con ella de todo esto, pero más que nada, estaba tratando de mantenerme ocupada. Me había convertido en mi propio mal chiste. ¿Cómo no me di cuenta de lo que estaba haciendo?
Al final, la operación fue pan comido y regresé a mi vida normal de inmediato. A la semana siguiente, cuando paseaba a mi perro por un camino cerca de mi apartamento, saqué una pelota para que la persiguiera. Cuando la lancé a un campo vecino cubierto de casi 60 centímetros de nieve, el único anillo que uso abandonó mi dedo y desapareció.
Di un grito ahogado. Mi madre me había dado ese anillo y la única ocasión en la que me lo había quitado fue para la operación de la semana anterior. No podía perderlo.
Tenía miedo de moverme, para no agitar la nieve, pues pensaba que cualquier hendidura en la superficie, sin importar cuán pequeña fuera, podría revelar el punto de aterrizaje de mi anillo. Llamé a mi novio. Llamé a la amiga que estaba cuidando a mis hijas. Los tres al mismo tiempo llamamos a media docena de tiendas y conseguimos un detector de metales usado de una casa de empeño.
Mi amiga se fue en auto con mis hijas para recogerlo. Pasaban de las dos de la tarde; solo nos quedaban unas pocas horas de luz. Mientras esperaba a que llegara mi amiga con el detector de metales, un pelotón de padres, niños y perros llegó con equipo de esquí de fondo. Aunque estaba demasiado aturdida para recordarlo, seguramente les dije que había perdido un anillo porque escuché que se preguntaban en voz alta si era mi anillo de bodas.
No les respondí.
Una mujer mayor con otro perro llegó y se unió al grupo de esquí. Hablaba fuertemente mientras preguntaba qué estaba pasando, y yo estaba protegiendo mi nieve de sus perros, con el anhelo de que me dejaran llorar en silencio. Jamás lo iba a encontrar.
Cuando los esquiadores se fueron, la mujer se me acercó y me preguntó: “¿Es tu anillo de bodas?”.
“No”, le dije, con demasiada brusquedad.
Unos cuantos minutos más tarde, un hombre pasó corriendo, e hizo contacto visual de una manera que me hizo pensar que quizá me conocía —es una ciudad pequeña—, pero no lo reconocí. Dejó de correr y me preguntó si estaba bien. “Te ves angustiada”, dijo.
“Perdí mi anillo”.
“¿Tu anillo de matrimonio?”.
“¡No! No estoy casada”. No disimulé mi irritación.
Lo puse nervioso. Fue muy amable. Yo estaba muy triste. Se fue y me quedé mirando la nieve. Sin anillo. Sin madre. Sin esposo. ¡Ni siquiera tenía útero! Habría sido tan fácil rendirme y sentir lástima por mí misma. Pero en realidad, estaba feliz por la intervención quirúrgica. En realidad, me encantan mi vida, mi familia, mi novio.
¿Por qué me seguía haciendo enojar la suposición del anillo de bodas? Cuando estábamos de vacaciones, casi toda la gente que conocíamos se refería a mi novio como mi esposo. Cuando estábamos hablando con otra pareja en la playa, él llamó a una de mis hijas “nuestra hija”. ¿Necesitamos casarnos? No lo sé. En general, como le gusta decir a mi novio, no me hace falta nada.
Pero necesitaba ese anillo.
El detector de metales de la casa de empeño era un aparatejo inservible que tenía las baterías pegadas con cinta adhesiva, algo que yo habría arrojado a la basura días antes. Mi amiga lo encendió y nada.
Me estaba desesperando y enfriando. Dejé a mis hijas y a mi amiga cuidando de la nieve mientras conducía a comprar una nueva batería y esta vez —otra media hora de luz de día desperdiciada— el detector de metales hizo un pitido y encendió. La aguja detectora de metales no se movió, pero cuando probamos la máquina tirando un centavo en la nieve, volvió a hacer “bip”. El sol estaba bajando, estaba exhausta, pero aún había esperanza.
Parecía imposible que esta baratija de plástico que sostenía fuera capaz de crear un milagro, pero di pasos lentos hacia el campo, deslizándola por la nieve. Una multitud se reunió: los esquiadores regresaron. Llegó el hijo adolescente de mi amiga con sus amigos. El corredor amable, de hecho, había corrido hasta su casa, se había bañado y había regresado en su auto para ver cómo estaba, no fue capaz de olvidar lo afligida que me veía.
Ni siquiera pasó tanto tiempo —¿quince minutos?— antes de que el detector sonara de nuevo. Yo seguía escéptica; descubrí que estaba detectando la cremallera de metal en mi bota. Pero el vago bip persistía en una zona, y cuando me arrodillé y hurgué con mis dedos en la nieve, ahí estaba mi anillo.
Rompí en llanto. Me volví para mostrarle a la multitud, en su mayoría desconocidos. Me parecía algo extraño contarles la historia del anillo pero, para ese entonces, ellos también habían invertido parte de su tiempo.
“Mi mamá me dio este anillo cuando yo tenía 20 años”, les dije. “Le diagnosticaron cáncer cuando ella tenía 25 y le dijeron que le quedaba un año de vida. Ni siquiera había salido en su primera cita con mi papá. Cuando se comprometieron, su doctor les dijo que quizá le quedaban cinco años más. De todas formas se casaron. En su cumpleaños número cincuenta, organizó una fiesta enorme y no aceptó ningún regalo. Me dio este anillo ese día. Tres bandas de oro con su nombre grabado, con el mío y el de mi papá. Murió dieciocho años después. Jamás me lo he quitado”.
Ahora un montón de desconocidos estaban llorando.
Me reservé el detalle de la operación —el que me lo había quitado por primera vez la semana anterior—; antes de ir al hospital, lo puse en una caja pequeña que le había dado a mi mamá décadas antes y que luego tomé de vuelta después de su muerte.
No les dije cómo mi novio me había llevado para la operación al alba y que me había esperado, después había surtido mis recetas, me había regresado a casa y me había arropado en la cama. No les dije cómo cocinó para mis hijas después de la escuela, las alistó para su práctica de baloncesto y las cuidó mientras yo no podía. Ni cómo, cuando me preguntó si necesitaba algo, yo le respondí: “¿Podrías ir por mi anillo?”.
No hablé del hecho de que no estamos casados ni expliqué que quizá me gustaría casarme algún día, pero tampoco me hace falta nada. Ambas cosas son verdad.
No les relaté cómo mi novio recuperó esa caja con el anillo irremplazable en su interior, regresó a mi habitación y me la entregó, o cómo saqué el anillo y lo coloqué en mi dedo.
No es un anillo de matrimonio, pero no necesitaba decirles eso.
Necesitar es una palabra curiosa.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.
Robin Troy
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