Homenaje a José Balza

José Balza, de(sde) aquí

Fotografía de Casa de América | Flickr

26/06/2023

Fue un encuentro apasionado. En los primeros años 90, gracias a las muy cuidadosas recomendaciones de Juan Carlos Méndez Guédez, comencé a leer la poesía y narrativa venezolanas del siglo XX. Desde aquel primer momento, inevitablemente, se impuso en mí la sensación de que había andado extraviado y que debía darme prisa, que debía precipitarme hacia aquella tanta literatura. Podría decirse que enfebrecí; no puedo describirlo de otra manera. Para mi primera estancia caraqueña, Juan Carlos me preparó una lista de autores y obras. De aquel viaje volví a la isla con casi cuarenta libros en la maleta, entre regalos y adquisiciones. Había mucha poesía, claro, pero también un buen manojo de novelas y de libros de cuentos. De José Balza, cuatro fueron los libros con los que volvía: Después Caracas, La mujer de espaldas y otros relatos, Iniciales y Este mar narrativo. Casi treinta años más tarde, sigo enlazado a aquel maravilloso hilo de Ariadna.

En el texto que sirviera de prólogo, allá por 2008, a En lugar del corazón, libro de cuentos de la siempre amiga Silda Cordoliani, José Balza escribe: «Durante siglos nuestros autores se han preparado para vivir dentro de la literatura, es decir, dentro de una forma muy particular de conducta, que convierte tanto los gestos cotidianos como las imágenes recónditas o visibles y los incisivos pensamientos en lenguaje. Esa espiral tiene estaciones (…) Tras Silda, igual que ocurre con todos los escritores venezolanos, circula -ignorada, presentida o lúcidamente asimilada- esa prolongada tradición». Aunque resulta paradójico, tras aquel primer viaje y encuentro, la literatura venezolana me ha permitido alcanzar un lugar y una tradición desde los que identificarme. Y en el centro de ese asimiento hallado se sitúa mi reconocimiento por la escritura y la persona de José.

José Balza con Silda Cordoliani y Eugenio Montejo

No descubro nada, si me refiero a los fenómenos de la identidad y el entrecruzamiento temporal como dos claves esenciales en buena parte de la narrativa mayor de José Balza y, particularmente, en Percusión o en Setecientas palmeras plantadas en un mismo lugar, las dos novelas de José por fin recientemente reeditadas, respectivamente, en España (Ediciones Cátedra) y en Venezuela (Editorial Eclepsidra).

En este lado insular del océano desde donde ahora escribo y durante mucho tiempo, Venezuela fue el nombre de la marcha, del éxodo voluntario o forzoso. Era la palabra-destino para múltiples idas y pocas vueltas. Venezuela era las fotos que acompañaban las cartas y, algo después, algunas llamadas telefónicas que traían desde la lejanía las voces de “los nuestros”, voces con un acento diferente la de aquellos familiares desconocidos, de aquellos forasteros cercanos. ¿Cuánto hay de nosotros entonces fuera de nosotros? ¿Cuánto de nosotros queda enlazado a otros, hacia otro espacio y hacia otro futuro o pasado posibles?

De niño, no recuerdo con qué edad ni durante cuánto tiempo, me dediqué a dibujar mapas de islas inexistentes. En el centro de cuartillas, trazaba sus contornos. Podían ser islas aisladas o, también, archipelágicas. Nunca di nombre a aquellas islas infantiles. Sin embargo, dos detalles en sus cartografías resultaban cruciales, irrenunciables. Por muy sinuoso que fuera el perfil de las costas pergeñadas, nunca faltaba en esas islas una o dos bahías; configuraban siempre el refugio -y el umbral de salida- ante el mar de la hoja en blanco que las rodeaba. El segundo elemento constante en todos aquellos dibujos era el difuminado de colores de los confines insulares, desde la línea del marrón terroso que se convertía gradualmente en verde esmeralda y azul celeste, pasaba después al turquesa, hasta llegar al azul marino oscuro que, sin solución de continuidad ya se fundía en el blanco de la hoja toda, un blanco interminable que alcanzaba hasta los ojos del niño que fui. Quizás hasta aquí.

José Balza con Lidia Zaclin

La prosa de José es un animal de piel untuosa. El aliento cálido de ese animal va envolviendo a quien lee, a medida que se adentra en ella y acopla su propia respiración con el fraseo que Balza explora morosamente en cada una de sus páginas. Es en la materialidad del lenguaje desde donde avanza el cuerpo del texto que cuenta, que nos relata justo porque se moviliza, cambiadizo: texto y ser serán así porque mutan.

El San Rafael o la Caracas balzianos son refugios nítidos, espacios identificables y familiares, como también quicios que aventan. En el mencionado texto sobre los cuentos de Silda, José dibuja en forma de espiral esa tradición que es toda la literatura, espiral con estaciones del lenguaje en las narraciones indígenas milenarias, en los rezos y actas coloniales, en los preceptos educativos de la ilustración, en la novela contemporánea. Es ahí, en el lenguaje, donde se habita, al mismo tiempo y en todo. Por eso, José puede ser, además del gran autor venezolano al que todos queremos, también un narrador isleño o salmantino posibles, un narrador desde aquí, desde esas islas sobre el papel que pasan a ser extraños animales flotantes o navíos que arrumban y cruzan un océano en tornaviaje y alcanzan un delta a este lado.


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