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Se encuentra en imprenta una nueva edición de Ifigenia, de Teresa de la Parra, bajo la iniciativa del sello Abediciones. Victoria Velutini, miembro del staff de la editorial, escribe estas líneas a propósito de conmemorarse 100 años de la primera edición de la novela.
El inicio del año trajo a abediciones una propuesta muy interesante… con un valor histórico-literario significativo: la adquisición de la novela Ifigenia (1924), de Teresa de la Parra. El Museo del Libro planteó el proyecto a la editorial de la Universidad Católica Andrés Bello para conmemorar los cien años de la publicación de la obra insigne de una de las escritoras más importantes (si no la más importante) del país y, sin pensar demasiado en ello, se aceptó el escrito con entusiasmo. Así es, pues, como iniciaron los procesos de corrección, diseño y diagramación del ejemplar que pronto se presentará ante el público. Trabajar con las palabras de Teresa de la Parra elevó el aspecto práctico que, en muchas ocasiones, se le otorga a los procesos editoriales. Los participantes –y en ellos me incluyo– comprendieron el peso que suponía encargarse de una publicación de tal índole y eso no hizo sino aumentar su compromiso y su dedicación. El centenario de Ifigenia es un hito que nos obliga a detenernos y observar el recorrido que lleva a nuestro presente.
La literatura venezolana de finales del siglo XIX y principios del siglo XX es conocida por tratar temas costumbristas, de emancipación y cuestionamiento de la identidad y todo ello tiene sentido si tomamos en cuenta que se encontraba plagada de los movimientos intelectuales y sociales que se produjeron durante la época, lo que comprometía, inevitablemente, su forma y mensaje. Dicho esto, es una sorpresa inmensa (y ha de decirse, muy agradable) encontrar una obra literaria como Ifigenia, de Teresa de la Parra como parte del “catálogo”, si pudiésemos llamarlo de alguna manera, de los productos literarios de nuestro país. Antes de continuar, es prudente solventar esta incógnita: ¿No es acaso Ifigenia una novela que pertenece a la literatura venezolana? El lector podría suponer que así es, pero la verdad es que la problemática de esta híbrida y casi inabarcable categoría supera la obviedad del asunto.
Considero que Ifigenia no puede (y no debe) señalarse simplemente como “literatura venezolana”, es por ello que antes me refería a ella como parte de los productos literarios de la nación, pero no dentro de lo concebido como tal. Su carácter nacional no es justificable por la nacionalidad de su autora ni tampoco por el contexto en el que se entrama la historia. La misma Teresa de la Parra pasó muy pocos años de su vida en el ambiente caribeño que retrata en su novela y, en cambio, viajó por los rincones de Europa con una vaga carga de nostalgia que logra constituirse en imágenes llenas de verde y en el reflejo dorado de la luz característica de Caracas, de esa “Andalucía chata” que la memoria no abandona.
Entonces, sería propio y, en toda la extensión de la palabra, justo dirigirse a la misma como una obra “universal” y, por sobre todas las cosas, profundamente femenina. El sentir de la escritora es una fotografía exacta sobre la femineidad del momento, pero no cargando al término de alusiones cliché o tradicionales, sino abordando el concepto como un clamor que, poco a poco, se iba despertando en las mujeres, un murmullo que tomaba más cuerpo, una voz con ansias de escapar a la realidad y abandonar las paredes que retenían toda su fuerza potencial. Esta metáfora planteada es, en mi opinión, el concentrado o la esencia de la novela, todo se resume en la quietud antes del caos, en el silencio que precede a un alarido, en lo terrible de lo invisible. No solamente por la figura de la mujer regida por las convenciones, sino por la presencia de la angustia en el transcurso de la narración, siempre acechando a la figura principal.
Al hacerlo de esta forma, podemos comprender con mayor claridad la importancia de Ifigenia y aquello que la convierte en un clásico indispensable para los lectores actuales; distinguimos su trascendencia y la capacidad que tiene para adaptarse a la sociedad, sin importar cuánto tiempo pase. Tras cien años de su publicación, esta obra sigue teniendo la misma vigencia y, me atrevería a decir, que encaja en estos tiempos mucho más de lo que lo hacía en los años veinte. María Eugenia podría fácilmente pertenecer a este milenio, con aquellos sueños más grandes que su existencia, con la sensibilidad y la rebeldía suficiente como para ver lo que otros no podían y con el don de la expresión, aquella que le causó tanto dolor y que terminó por silenciar para sobrevivir en un ambiente hostil. Nunca antes se había visto algo parecido en la literatura del país: un personaje principal femenino que tenía independencia mental y que ansiaba hallar la felicidad sin tener que, necesariamente, traspasar el umbral amoroso. Este asombroso planteamiento causa revuelo entre críticos y aficionados a la lectura y posiciona a Teresa de la Parra como una escritora audaz y con un criterio e intelecto superior a lo esperado para una mujer en ese momento; por instantes la línea que separaba a los hombres de las mujeres se desdibujó de tal manera que ya no era pertinente decir a qué género correspondía el texto, solo la calidad de lo escrito.
Sin embargo, no era esta la primera vez que la venezolana nacida en Francia mostraba una línea escritural disidente, desde que empieza a practicar el arte de la escritura forma este un aspecto clave de su identidad, además de la clara aptitud que poseía para recrear un paisaje lejano y hacerlo familiar: realmente, tenía una habilidad para describir lo que observaba como muy pocas personas. Leer Ifigenia también es viajar con el alma de María Eugenia a París, al internado de Biarritz, imaginar los veranos de Cristina en Madrid o en San Sebastián, caminar por las estrechas y viejas calles de un Macuto de antaño y ver Caracas con nuevos ojos, cuando el cinematógrafo era todavía una novedad y los jóvenes se cortejaban a la altura de las ventanas de las casas, rodeados de vegetación.
Pero el viaje, como todo lo demás, no es meramente superficial e incluso si así lo fuera, la impresión que tendríamos de todo ello sería agridulce, imparcial. Aquello que María Eugenia observa en la sociedad caraqueña de mediados de los años veinte es el superlativo de “lo pacato». Esto a lo que nos referimos (“lo pacato”) se encuentra en el comportamiento de algunos personajes principales y secundarios. Abuelita representa la tradición y, con ello, el hogar; tía Clara es la religiosidad, su postura es totalmente institucional y busca evitar el conflicto, adhiriéndose a la tradición; tío Eduardo es la figura de poder, la “cabeza de familia”, en él está el mercantilismo, el dinero y la falsa modestia y, finalmente, César Leal, el personaje masculino por excelencia, que derrocha seguridad y confianza, a la vez que instala su despotismo en figuras que cree “débiles”, es decir, en las mujeres. Tan solo al disgregar la unidad que les permite enunciar su discurso, podemos observar con claridad cuál era la línea de pensamiento que dominaba no solamente a los caraqueños sino a gran parte de América y el mundo. Estos cuatro pilares son decisivos en el destino de María Eugenia, el ser ajeno, en los límites de lo correcto y lo incorrecto.
El panorama europeo que se nos plantea al inicio como lectores, ese del cual María Eugenia se enamora perdidamente a los dieciocho años, es una ilusión pasajera de libertad, pero también hay que admitir que los aires de progreso tocaban a esas tierras con mayor fuerza de lo que jamás lo harían al otro lado del globo y, quizá por eso mismo, la atracción que sentía por su yo parisino se desplegaba en aspectos “decorativos” del mismo. En el momento en el que rememora sobre su corta estancia en la ciudad de la luz, las únicas cosas positivas que menciona son los vestidos, los paseos y las miradas que recibía por su belleza, pero nada de ello era real. La verdadera vivencia no está ahí, todo carece de profundidad, de madurez. Cuando regresa a Caracas tiene la impresión de que así es como su vida debía desenvolverse, entre el lujo y la autonomía, pero rápidamente cae de la fantasía que su mente ha creado y se da cuenta de que la cotidianidad de esta extraña adultez –que posee todos los elementos de la infancia– es insoportable.
En esta misma línea del ser que desdeña su existencia encontramos al ocio, el aburrimiento y el fastidio, estados fundamentales para la construcción de la “escritora” y, por ende, de la narración. Gracias a las numerosas horas que tiene libres, María Eugenia se dedica a la contemplación y con la contemplación viene la reflexión y con la reflexión la necesidad de expresarlo y es ahí en donde entra, finalmente, la escritura, fiel confidente de la protagonista (quien, como habíamos dicho a priori, tiene el don y también la desdicha de la palabra). Las páginas que le dedica a Cristina y, posteriormente, las que llena en su diario, son lo más parecido a una extensión de sí misma. Escribir se convierte en el único instrumento de consuelo que tiene y, al mismo tiempo, es un testimonio cruel de todo lo que ha sucedido, por lo que termina por ser una actividad dual: le causa dolor y no puede dejarlo.
Todo lo que hemos mencionado hasta ahora ha tenido el objetivo de señalar los aportes de Ifigenia a la literatura universal y, en este mismo sentido, conmemorar los cien años de su publicación. No es posible fijar de forma precisa todos los aportes que ha representado para los escritores y, sobre todo, para las escritoras y pensadoras contemporáneas, pero sí afirmamos con certeza que su influencia es colosal. Obras como estas permanecen en la memoria y en el imaginario colectivo debido a lo que son capaces de retratar, en su evidente atemporalidad conceptual y en la belleza propia de un escrito literario que estuvo destinado, desde su concepción, a la posteridad.
Victoria Velutini
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