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Hotel Ávila

03/10/2021

Hotel Ávila. © Archivo de Fotografía Urbana

En agosto de 2000, el escritor mexicano Sergio Pitol (1933 – 2018), vino a Caracas invitado por la Fundación Atempo, para dictar un curso de escritura literaria y varias conferencias. Al finalizar el curso, al que yo había asistido, me concedió una entrevista y me pidió que sostuviéramos la conversación en el hotel donde se hospedaba. Llegamos hasta allí en mi carro. Estacioné en el espacio previsto para ello, frente a la fachada del hotel, de manera que, al andar los metros que separan el parqueo de la entrada principal, se contempla la edificación en toda su gracia. Detuve el carro frente a una poblada jardinera y me bajé del carro para reunirme con el maestro Pitol, quien ya observaba el edificio recortado contra el Ávila. Al ir a guardar las llaves y los lentes de sol, mi bolso se abrió y cayó al suelo el ejemplar que había estado leyendo, las Obras Completas de Chejov, en una de esas ediciones soviéticas en español, de tapa dura con sobrecubierta, que se encontraban en las librerías de viejo. El golpe alertó al poblano, quien de inmediato se inclinó a recoger el libro, lo sacudió suavemente con el canto de la mano y, al ver la fotografía del escritor ruso en la portada, respondió a un impulso y se la llevó al rostro para besarla. Sin hacer comentario, me lo devolvió y emprendimos el camino en busca de un lugar silencioso para grabar la entrevista.

Ese día contemplé el Hotel Ávila con la emoción de siempre, instalada en mí cuando lo visité de niña con mi familia, cuando hicimos un viaje de vacaciones del Zulia a la capital, pero esta vez avivada por el momento que acababa de presenciar, aquel gesto de devoción de un gran autor, como lo era Pitol, por el maestro que también yo veneraba.

No son muchas las veces que he ido al Hotel Ávila. Además de Pitol, entrevisté allí en otra ocasión al escritor chileno Roberto Bolaño y poco más. Los días pasados allí en mi infancia se imponen sobre cualquier otro recuerdo. Puedo evocar con nitidez dos noches; en una, estábamos en el bar del hotel, probablemente después de la cena; y al ver acodado en la barra a un señor que yo nunca había visto, mi tía Celeste tanteó en la mesa para conseguir una servilleta seca y me conminó a ir a pedirle un autógrafo. De vuelta a la mesa, todos saludaron del lejos al señor, que había sido muy amable, y comprobaron que en el papel se leía con toda claridad el nombre de Renny Ottolina. Y otra noche, estábamos sentados en el lobby viendo un show de televisión, quizá del mismo Ottolina, donde se presentaba una cantante que vestía un traje largo y sin mangas, de lentejuelas negras que temblaban con sus movimientos y refractaban la luz como las noches estrelladas que se veían desde las haciendas extendidas al pie de la Sierra de Perijá. Estábamos viéndola en la pantalla cuando la señora llegó al salón y se sentó cerca de nosotros, con el mismo vestido y el mismo cabello batido. ¡Venía de la planta de televisión! Ella misma hizo un comentario, que después me explicarían, sobre la maravilla del video tape. Nunca he olvidado la aparición de aquella especie de sirena nocturna, muy blanca y con los labios pintados de un rojo intenso, que veíamos por duplicado.

En aquellos días, de almuerzos a la orilla de la piscina, un inmenso zafiro en fondo reposaba un tucán, el nombre de Rockefeller salió varias veces en la conversación. No era, por cierto, raro. El multimillonario heredero había hecho negocios en mi pueblo. Parece increíble, lo sé. Yeah, sure, Rockefeller en Machiques, claro, cómo no… Pero así era. De hecho, también había establecido sociedades con ganaderos en Santa Bárbara del Zulia y otras zonas del Sur del Lago. Porque el caso es que el Hotel Ávila había sido construido, en San Bernardino, por iniciativa de Nelson Rockefeller (1908 – 1979), quien había pasado largas temporadas en Venezuela como jefe de la Creole Petroleum, subsidiaria de la Standard Oil de Nueva Jersey, fundada a fines del siglo XIX por su abuelo y fundador de la dinastía, John Rockefeller.

Mister Nelson llegó a Venezuela en 1937. Ya hablaba un poco de español, pero aquí se propuso aprenderlo bien y conseguir que los directivos de Creole también lo hicieran. En 1939, de regreso de uno de sus viajes a Nueva York, se presentó con doce profesores de Berlitz de aquella ciudad para enseñar español a los ejecutivos y sus familias; en unos meses alcanzaría un desempeño solvente (en YouTube hay alguna grabación donde se le ve hablando español con comodidad). Poco después, a la dirección de la Creole en Venezuela, se unió el nombramiento, hecho por el entonces presidente de los EEUU, Franklin Delano Roosevelt, al frente de la Oficina de Asuntos Interamericanos, cuya misión era garantizar que América Latina se mantuviera del lado de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. El presidente Roosevelt no había tenido que buscar mucho; era sabido que Nelson Rockefeller era un convencido de que la expansión del capitalismo de su país a la América hispana constituiría un muro para el avance del marxismo. Y, dado que también solía afirmar que era «difícil ser comunista si se tiene la barriga llena», se fajó a concebir proyectos agroindustriales y muchos planes para crear empresas fabulosas de producción, distribución y venta de alimentos a gran escala, que, según su fantasía, pondrían en marcha cambios sociales de gran calado. Para ello creó, en 1940, la Corporación Fomento Venezolana, con un capital inicial de tres millones de dólares: uno aportado por su familia, otro por el resto de las compañías petroleras y el tercero por socios venezolanos. El proyecto piloto de esta corporación fue el Hotel Ávila, cuyo diseño fue encomendado al arquitecto de cabecera de los Rockefeller, Wallace K. Harrison, autor, por ejemplo, del Rockefeller Center, en Nueva York (1930) quien para este encargo optó por emplear romanillas en los corredores exteriores y balaustradas de madera torneadas en los balcones, orientados unos al Cerro, su tocayo, y otros al Valle de Caracas. En cosa de un año estuvo lista una edificación de 120 habitaciones, que concentraba lo mejor del trópico, de los Ándes y del confort norteamericano. De manera que el 11 de agosto de 1942, un sacerdote encabezó una distinguida comitiva para avanzar por los pasillos haciendo oscilar un humeante incensario y el Hotel Ávila quedó inaugurado. Muy pronto ocurrió lo que sus proyectistas habían calculado: se convirtió en sede de los saraos corporativos, lugar de encuentro de los ejecutivos de las petroleras, hospedaje favorito de los turistas europeos y, en fin, epítome del lujo en el recodo montañoso frente al Caribe. Todavía cuando yo fui con mi familia, en los años 60, se decía «En el Ávila es la cosa», no para aludir a la montaña señorona sino a aquel hotel enclavado entre jardines, donde mi prima Josefa María y yo conocimos unas gemelas que se llamaban María Ester y Ester María.

El Hotel Ávila, de 1942, y la cadena de supermercados, modernos, repletos de novedades importadas, iniciada en 1949, fueron algunos de los pocos planes de la Corporación de Fomento Venezolana y del propio Rockefeller que se harían realidad.

La tarde anterior al día de nuestra partida, mi tía Celeste se determinó a pedirle al ama de llaves que le señalara dónde quedaba la Suite Presidencial. «Es que el hotel Ávila fue manicomio por unos días», me explicó mi prima con la boca llena de papas fritas. Su madre le había dicho, a su vez, que la historia de Venezuela había dado un volantazo cuando el candidato Diógenes Escalante, -quien de haber llegado a la Presidencia de la República, en 1945, hubiera instaurado una democracia, por cierto, muy parecida al Hotel Ávila, “venezolana, pero ordenada y con perfumes extranjeros”-, se había encerrado en esa Suite y no había querido salir en varios días. O algo así. Me pareció de lo más natural. En mi pueblo, casi en cada cuadra, había alguien encerrado por años; una, porque el novio se casó con otra a los tres días de haberse peleado; el de más allá, porque lo habían reprobado en todas las materias en el primer año de Medicina en una universidad norteamericana, adonde su padre lo había llevado a rastras; y otra, porque había perdido a su hijo recién nacido, tras súbito embarazo sin estar casada ni conocérsele pretendiente. En fin, que un diplomático se clausurara en un cuarto a gemir por camisas extraviadas, sin atender al hecho de que su guardarropa colgaba en pleno en el closet, no me parecía demasiada extravagancia.

A la mañana siguiente recorrimos la avenida arbolada que lleva al hotel para alejarnos de este. Hasta el último instante estuve de rodillas en el asiento trasero del taxi para retener en mis ojos aquella visión fabulosa. Décadas después, descendí de mi carro y respiré hondo en secreta ceremonia para volver a verlo después de tanto tiempo, pero un libro saltó de mi bolso y el ruido me sacó de la ensoñación.


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