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Historia de los rasgos de Isabel Palacios

13/10/2024

Isabel Palacios, 2018: © Lisbeth Salas

Esta fotografía fue hecha por Lisbeth Salas en 2018. Muestra a la mezzosoprano y directora coral Isabel Palacios, nacida en Caracas, el 28 de octubre de 1950. Cuando tenía 17 años, en 1967, egresó de la Escuela de Música «Juan Manuel Olivares», y desde entonces se ha mantenido activa como intérprete, investigadora, fundadora de instituciones y docente. Hasta hoy. Es una leyenda. En esta entrevista, Palacios, creadora y directora de la Camerata de Caracas, que fundó en 1978, habla de lo que aparece en la fotografía.

Yo heredé el cabello de mi abuela, Luisa De Las Casas de Zuloaga, quien tenía una cabellera preciosa color miel. Yo, de niña, lo llevaba corto. Mi mamá, Luisa Zuloaga de Palacios [artista plástica conocida como Luisa Palacios], siempre me lo cortaba, aunque mi abuela quería que lo tuviera largo. Mi abuela no llegó a verme con el pelo largo, como me lo dejé en cuanto pude. 

De niña tenía bucles rubios y sedosos. Luego, mi mamá me cortó el cabello a petite boule bob francés, como decía ella, muy cortico, yo parecía un varoncito. Y así estuve mucho tiempo. Mi papá decía que yo tenía, tengo, como él, nariz de becerro, porque no tengo punta. Mi abuela se la pasaba dándome masajes en la nariz con la esperanza de que me saliera punta. Fue infructuoso. Yo no había heredado el bellísimo perfil de mi mamá ni el tamaño de los ojos de mi hermana María Fernanda, dos gigantescas paraparas negras. Además de nariz de becerro, tengo ojos chiquitos, eso sí, verdes, de un color lindo. Boca grande, nariz espantosa, ojos chiquitos y blanca como rana platanera, cómo me iba a sentir bonita. Mis rasgos eran, son, toscos. Hasta los quince años me sentí fea, luego me di cuenta de que tenía buen cuerpo, bien proporcionado y estilizado por el balet, así como unas piernas bonitas. En [el programa de televisión] “Clásicos dominicales”, los camarógrafos solían, al inicio del programa, comenzar a filmar de lejos para luego acercarse, recorrer mis piernas y llegar a mi cara, que era cuando yo saludaba. Y, de más joven, como a los 18 años, cuando iba al Show de Renny, que era en vivo, por las mañanas, donde yo cantaba la cancioncita de las chicas del show, Renny bromeaba conmigo diciendo que yo podía hacer la cuña de “Medias Mariselita”. De hecho, usaba mucho la minifalda y mis piernones llamaban la atención. 

Hacía ejercicio y yoga, de manera que mi cuerpo siempre estuvo bien repartido. No tardé en advertir que yo lo que tenía que sacarme era personalidad y que lo bonito podría emanar de dentro.

Sí, es cierto que en algún momento me hice de una pequeña fama de guapa y sexy. Nunca lo entendí. Jamás me sentí así. Sí me puedo arreglar bien. A veces, doy un lejos interesante y, de espalda, meto la coba, porque me ven el cabello. Hace poco, ya con setenta y tantos años, estaba en el Metro de Madrid y unos muchachos me empezaron a hacer piropos. Me volteé y les dice: “Hijo, yo puedo ser abuela de ustedes”. Se quedaron sorprendidos y respondieron: “Qué abuela más guapa”. 

Yo era una niña soñadora, divertida, ingeniosa, con mucho sentido del humor, siempre estaba buscando un chiste, una gracia. Mis padres decían que, además de los cinco sentidos, yo tenía muy desarrollados el sentido común y el del humor. En el jardín de mi casa había un columpio, hecho con una rueda, yo me sentaba allí y me quedaba observando las nubes e imaginando situaciones. Si veía una película, la reconstruía en mis pensamientos, preguntándome qué personaje sería yo si estuviera dentro de la trama. De niña me llevaron a ver el Cid Campeador (USA-Italia, 1961) y, cuando vi a Sofía Loren en el papel de Jimena, bajando las escaleras de su castillo, sentí que esa era yo. A partir de ese día, estuve semanas “interpretando” a Jimena con una dormilona de mamá. 

Me cuentan que desde muy chiquita me la pasaba disfrazada, metida debajo de la mesa del comedor o del piano, que cubría con un mantel para ese fin, con almohadas y cojines, haciendo como que vivía en otra realidad, en una ficción. Tenía un rincón en el jardin de mi casa, adonde me escapaba y me metía detrás de los bambúes para prolongar las fantasías. Me metía en los personajes. 

Cuando mataron al presidente Kennedy [noviembre de 1963], vi por televisión los funerales. Pocos días después murió mi loro, ocasión para revivir las exequias. Vestida de negro y con una pamela, arrastraba una carretilla por el jardín. Pinté de negro la carretilla del jardín para que sirviera de catafalco al loro y manché todo. Esa manera de vivir las ficciones se ha mantenido toda mi vida. Si una película me impacta, se queda en mi imaginación por mucho tiempo. Me tardo leyendo un libro porque puede suceder que, en alguna página se me va la cabeza y me envía a un mundo de fantasía. Tengo una libreta siempre cerca para anotar lo que las lecturas me evocan o las ideas que me movilizan. 

En los años 60, llevé el cabello estilo Twiggy, con la pollinota así, como la famosa modelo inglesa. Y luego, cuando me fui a Inglaterra, lo dejé crecer a su aire. En esa época, mi pelo empezó a estar más crespo. No traté de alisarlo. Entonces, decidió crecer como loco, a finales de los 90, si me descuidaba, me llegaba a la mitad de la espalda. 

A Londres fui porque su extraordinario movimiento alrededor de la música antigua, yo quería estar cerca de eso. Mandé mi cinta de audición a la Guildhall School of Music and Drama de Londres. Alberto Grau, mi marido de entonces, también se interesó en Londres para pasar su año sabático [de la Universidad Simón Bolívar]. Me aceptaron y nos fuimos con nuestro hijo, entonces de cuatro años y medio, a quien debía dejar en la guardería antes de correr a clases, que empezaban a las nueve de la mañana (y en invierno, era todavía noche cerrada). No me había equivocado, allí estaba el gran semillero de intérpretes. No era Italia o Alemania, donde hay borbotones de compositores, pero sí de grandes intérpretes. Esa disciplina, esa rigurosidad, esa permeabilidad, ese respeto… todo eso lo enseñan en Inglaterra. Yo tenía nueve profesores y cada uno me ponía tareas para la siguiente semana. Debía estudiar muchísimo. Mi pelo y mi aspecto tenían que arreglárselas como pudieran. En esa época, se estrenó la película “A star is born” (USA, 1976), donde Barbra Streisand aparecía con el pelo rizado y alborotado. Mis cuidados se limitaban a lavarme el pelo y dejarlo secar enrollado en una toalla. Nada de modas inglesas ni de tendencias. Recuerdo haber pensado que terminaría como Barbra Streisand en esa película. 

Terminado el posgrado, seguí en contacto con mis profesores de ese país y tuve la suerte de viajar una vez al año, por dos semanas, a Londres para tomar lecciones, que eran mucho más intensivas, por lo corto de la estancia, que las recibidas mientras vivía allá, cuando recibía una clase a la semana máximo. 

En la escena nunca me ha gustado caracterizarme con un peinado que me haga sentir rígida. Mientras trabajo, tengo las manos en mi cabello, me lo retiro de la cara, porque suele caerme encima, me lo pongo de medio lado. En los ensayos, me lo recojo con un gancho o improviso un moño japonés, fijándolo con un lápiz encajado a modo de horquilla.

En Radio Caracas, cuando hacía Clásicos Dominicales, las peluqueras del canal proponían hacerme peinados… pero, poco a poco, hasta Lorenzo Batallán, el director,  se dio cuenta de que yo estaba más cómoda con mi cabello suelto y al natural. Las peluqueras rápidamente captan que mi estilo apunta a “peinada/despeinada”: cabello limpio, con buena forma y muy natural.  A mediados de los años 60, se pusieron de moda los moños en forma de flores cuyos pétalos caían en círculo. Eso sí me lo hice.

Un día yo estaba en la Quinta Esmeralda, participando en unos eventos que solían hacerse en Caracas, llamados “Mesas con personalidad”. Consistía en una exhibición de mesas arregladas por personalidades de distintos ámbitos, la cultura, la política, las artes…, que se sumaban a esta iniciativa para recoger fondos a beneficio de una institución. El montaje preveía unos cubículos donde cada invitado decoraba una mesa. Cuando me invitaron a hacer una “mesa con personalidad”, me tocó enfrente del diseñador de modas Ángel Sánchez, nada menos, y muy cerca de Sofía Ímber, Marianella Salazar, Enrique Berrizbeitia, de Amigos del Teresa Carreño. Había mesas muy lindas. La mía tenía las patas hechas con libros de música, partituras… Yo estaba al lado de mi mesa, actuando de anfitriona, presentando “la obra”, a quienes visitaban mi cubículo, y siento que alguien me toca el cabello, alborotándolo. Me volteo y veo a Osmel Sousa, acompañados de tres preciosas muchachas, evidentemente candidatas al concurso de Miss Venezuela, a quienes les dijo: “¿Ven? Esta es una auténtica cabellera de Miss”.

He tenido pocos peluqueros. Raymond Ponce me cortó el pelo desde niña. Al principio, en el Hotel Tamanaco y después, en su bellísima peluquería en el Edificio Galipán. Solía decir que mi cabello es muy dócil y sabroso de peinar, criterio, por cierto, compartido por los peluqueros que me han atendido después. Eso solo cambia cuando me siento enferma, cuando me he sometido a operaciones o cuando he pasado por grandes sufrimientos, entonces el pelo se pone opaco como reflejo de mi quebranto o de mi estado de ánimo. Lo mismo pasa con las uñas, que mantengo cortas por el piano, pero también se debilitan si experimento un sufrimiento.

No le hago ningún tratamiento. Los cuidados consisten en mantenerlo limpio, no ponerle laca y cepillarlo varias veces al día. Me lavo el cabello con el agua caliente, lo más que aguante, le pongo un poco de suavizante en las puntas y, al final, lo aclaro con el agua lo más fría posible. Muy pocas veces me hago un baño de crema. Uso productos de calidad, por supuesto. En algún momento, por curiosidad de lo que sentía Popea cuando tomaba baños de leche, lo hice. Fue maravilloso. Efectivamente, la piel queda espléndida… pero luego hay que estar un buen rato en la ducha para quitarte los restos de leche. Me gusta el aceite de almendra y las cremas de manos con lavanda, un aroma que me produce alegría instantánea. No soy muy asidua a las cremas, pero me gusta una hidratante que yo misma me hago, con vainilla de Madagascar. Lo que me funciona no son los cosméticos, sino el perfume que emana de ellos, que me hacen sentir bien y, con ello, la piel se pone luminosa. El secreto de la Palacios, maquillándose en un camerino es… yo no vocalizo con la voz para cantar… yo vocalizo el espíritu, el estado de ánimo. Eso es lo que yo caliento antes de un concierto. Por eso, si algún compañero me llega con una queja o una pelea, lo bombeo de mi camerino. No lo quiero cerca. Lo peor que me puede pasar antes de un concierto es que me carguen con malas energías.

Raymond fue el peluquero de mi juventud, de “Clásicos dominicales”, hasta que se fue del país. Después me atendí con Elizabeth Carmona y María Guerriero, dos maravillas que me conocen desde hace casi cuarenta años, cuando nació mi segundo hijo. Elizabeth ahora está en España y María me sigue peinando. Mis cortes de pelo se limitan a las puntas; y voy chequeando lo que va cayendo al piso, porque, por lo general, no quiero que el recorte pase de un dedo. 

¿Tintes? Nunca. Un momento. Sí, una vez me teñí el pelo. Cuando José Ignacio Cabrujas, mi marido, estaba dirigiéndome en un “Orfeo”, de Gluck, decidió montarlo en tres épocas, con una escenografía extraordinaria de Fernando Calzadilla. José Ignacio quería que mi pelo fuera rojo. Me lo pinté de un color zanahoria. Los ojos se veían de un verde encendido. Todo fue un reto en ese montaje. El problema es que después el rojo no se iba, por más lavadas o tintes que aplicara. Me duró años. Hasta que terminé de cortar el último milímetro. 

No soy buena inventando peinados, innovaciones. Sé pasarme el peine por la cabeza, recogerlo en cola de caballo… amigas mías que son muy hábiles, a veces me hacen trenzas, cuando tengo un concierto, y yo las dejo porque me relaja muchísimo que me peinen, que me toquen la cabeza. Es ideal antes de un concierto. No sé si era envidia, lo que sí trasuntaba era escasa sensibilidad. ¿Una colita para que el pelo no me caiga en la cara? No me interesa. Lo importante es qué canto y cómo lo canto.

Con muy raras excepciones, nunca he usado cortes de pelo, maquillajes o vestidos porque estén de moda. Soy como soy, punto. Tampoco me gusta el descuido. Procuro estar adecuada y cómoda. En el trabajo, Isa es la que llega al teatro y, cuando entra al camerino, poco a poco aflora la Palacios, ya vestida con el traje con el que saldrá al escenario. 

¿Un comentario malicioso, que sospecho proveniente de la envidia? Sí. Alguien me dijo que por qué no me amarraba el pelo para cantar, porque hacía demasiados gestos para sujetármelo. Yo me le quedé viendo y dije: Gracias. Era un comentario tontito. 

Claro que he tenido un “bad hair day” [días de mal pelo]. Por suerte, tengo la facultad de conversar con mi pelo, así que les pregunto qué quiere hacer, para dónde quiere ir. Y no peleo con él. Me lo alboroto, pongo la cabeza para abajo, me incorporo y lo lanzo hacia atrás, veo para dónde quiere ir y voy con él. A veces, me visto según los designios de mi pelo, que puede ser un tirano riguroso. Lo mejor es acogerse al orden que establezca.

Para mí el orden es fundamental. Sufro de TOC (Trastorno obsesivo-compulsivo). Soy muy organizada. A veces, paso más tiempo ordenando el escritorio antes de empezar a trabajar que lo que trabajo. No puedo trabajar con un escritorio desordenado. No salgo de mi cuarto si la cama no está tendida. Los zapatos y los lápices van donde tienen que estar, eso me lo inculcó mi papá. Por eso, en una colección de cuatro mil discos, puedo encontrar una determinada grabación con solo estirar el brazo. Y si alguien me lo pone donde no es, me puedo volver loca para encontrarlo. Creo que esta parte de mi personalidad, ordenada al extremo, contribuye a que la parte soñadora lleve sus sueños a la realidad. Dentro de mí hay una productora, que sabe cómo planificar y realizar lo que me proponga, por más loco que parezca. No por nada ya son 47 años al frente de un grupo de música antigua en Venezuela, y casi sin presupuesto. Para cumplir un sueño tan desbordado y por tanto tiempo, hay que proceder con mucha organización. 

Las cosas que funcionan en mí no se ven. Por ejemplo, soy muy sensible. Me duele el dolor ajeno. Me conmueve profundamente la belleza donde esté, en los paisajes, en la naturaleza, en los animales (puedo estar recién operada y muy choreta, pero no dejo de atender a mi perro y de cambiarle agua al canario, silbarle y cantar con él) y, desde luego, en la música y el arte. Esa es la belleza que yo he querido alcanzar y cultivar. Por eso, mis fotografías no son posadas ni apelan a lo exótico ni lo excéntrico. Por eso, no creo en las cirugías estéticas, me parecen horribles. Tengo mis arrugas y, mientras más sonría, más visibles serán. Son el resultado de mi vida, como lo es la imposibilidad de sentarme en el piso, cosa que hacía de manera permanente, para leer, clasificar partituras… Lo primero que se me alejó con la edad fue el piso, no me puedo tender allí porque después no me puedo parar. 

Mis ojos son heredados de mi abuela paterna, doña Leonor Herrera, y de mi tía abuela materna, Carmen Helena De las Casas, quienes tenían ojos claros, el resto de la familia los ha tenido muy oscuros, “color ala de cucaracha”, como decía mi madre. Los míos cambian con el tiempo. Si estoy muy feliz o molesta, pasan de oscuro a claro. No he logrado discernir a qué emoción corresponde la tonalidad, lo que sí sé es que cambian de manera súbita. 

Mi boca… es bonita. De las cosas que se me salvan cuando la autocrítica es dura, es la boca. Bien formada, suficientemente carnosa, bastante grande, lo que resulta cómodo para cantar: tengo mucho espacio dentro de la boca, de manera que lo que más me gusta de mi boca es lo que no se ve, porque tengo una manera muy sabrosa de entrarle a los pómulos a la hora de buscar resonadores para cantar. Me muerdo los labios por dentro cuando estoy tensa y cuando estoy arrecha; y aprieto los dientes de noche. No me la pinto, quizá porque quedé traumatizada con la boca roja, bella y extraordinaria de mi madre, que ella se pintaba con un solo trazo. Pero yo no me atrevo, parezco un atisbo de mi mamá, a la que no le llego ni de lejos porque ella era una mujer demasiado bella, demasiado espectacular. No quiero ser una mala copia de mi madre. Me pongo un poco de brillo y, cuando tocaba flautas y otros instrumentos de viento, en la Camerata, para no dejarle pintarrajeada la flauta al compañero que después la tocaría (porque nos intercambiábamos los instrumentos renacentistas, es lo normal), me pintaba con un lápiz que existe para eso, para no impregnar de pintura los instrumentos. Lo que sí tengo idéntico a mi mamá son las manos y las clavículas.

Barbilla normal. Pequeña, buena posición, hacia adentro, que es lo necesario para el sonido agarre la máscara (para que el resonador gire). Los pómulos, bien marcados, muy claros, y eso me permite tener esos huesos donde resuena el sonido, que es parte del sello de la voz. Si son bonitos o no, no lo sé. En ocasiones, veo ciertos perfiles en los que se ven bien, pero en otros me digo: “Dios mío, qué fea estoy”. También es que soy morisquetera, por eso, para hacer una foto donde aparezca transformada por el gesto, debo entrar en confianza con el fotógrafo, como hizo Lisbeth, quien me permitió pasar un rato hasta que me sintiera relajada. Eso mismo ocurría con Memo Vogeler, a quien conozco desde que tenía quince años, éramos amigos y yo le tenía mucha confianza; aun así, escuchábamos música, echábamos bromas y, cuando ya se había establecido esa atmósfera de seguridad, empezaban las fotografías. 

Mi cutis ha sido siempre motivo de admiración. Tengo un grano muy cerrado. En alguna época, de adolescente, pasé malos ratos, porque los barritos podían salir en el momento menos deseado; generalmente, cuando tenía un concierto y estaba nerviosa, o un examen de piano que me tenía loca… Y como los poros de mi piel son tan cerrados, era fácil que se inflamara. Mi cutis es muy blanco. Hoy en día, como sufro de un carcinoma, no puedo tomar sol, de manera que cada vez estoy más blanca. En el pasado quedaron los tiempos en que me iba al apartamento de Margarita a terminar una partitura y me quedaba al sol un rato. 

Me maquillo solo con colores tierra, y poquísimo. Tenía, apenas, una malévola sombra verde muy oscuro, que a veces usaba para hacerme un difuminado cerca de las pestañas para que parezca una raya. Pero, cuando uno está arrugado como yo, no puedes hacerte una raya porque parece una carretera con curvas, así que ahora solo uso un difuminado, una sombrita marrón y, quizá, un puntico verde. Jamás intenté perfilarme la nariz. Sería inútil. Mi nariz no tiene remedio. Perfilarme equivaldría a ponerme un par de parches oscuros a ambos lados del puente: se vería una nariz sucia. Hay cosas que uno tiene en la vida… rasgos físicos, amores, recuerdos… Yo salgo para la calle con mis recuerdos, los buenos y los malos. 

Tuve cara de niña mucho tiempo. En mis fotografías de cuando tenía quince años lo que se ve es una niña. Un buen día, aparecí con mi rostro. Cuando hice mi primer disco, a mis 25 años, empecé a ser yo, ya con el cabello largo. La época en la que me sentí más cómoda fue a los 50 años, una muy buena etapa, caminaba mucho, hacía buen ejercicio, estaba delgada, estaba cómoda conmigo misma, tenía el cabello en muy buen momento. Fue una etapa de muchos conciertos, de mucha creatividad con la Camerata, muchas giras, mi voz y mi cuerpo estaban alineados.

Esa foto la hizo Lisbeth Salas en Madrid. En el apartamento que tenía mi hijo Gonzalo en los años que vivió en esa ciudad. Lisbeth me paseó por toda la casa y, cada cierto tiempo, me hacía una foto, como hacen los buenos fotógrafos, como tú, con esta entrevista, que me mareas, me haces hablar de una cosa para que salgan otras.  Yo le pedí que me dejara con mis lentes puestos, porque si no empiezo a achinar los ojos y a hacer morisquetas. La cruz que llevo en la foto es una pieza de plata indígena, que era de mi mamá. Me había arreglado un poquito para ir a dar una clase en un restorán en Madrid. Me sentía bien. No siempre me siento a gusto cuando me hacen fotografías. Hay momentos en que no lo tolero y me reservo el derecho a negarme, pero ese día me sentía muy bien.  Lisbeth me estaba hablando y me sacó esa sonrisa.


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