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La colección de relojes de la tienda Tourneau en la Calle 57 ocupa cuatro pisos. Me encontraba en la planta baja, en el pabellón de Rolex, donde un vendedor colocó un Datejust de carátula negra sobre mi muñeca.
“El Datejust es el Rolex clásico”, dijo. “Son los cimientos”.
El vendedor y yo nos inclinamos sobre el aparador de vidrio mientras yo miraba la algarabía silenciada del centro de Manhattan, pensando qué hacer. Era la cuarta vez que me probaba el reloj y no dudaba de que, en efecto, constituyera esos nuevos cimientos que buscaba.
Durante dos años había tratado de no dejarme hundir por una oscura enfermedad neurológica, una aflicción que parecía una influenza grave y que no cedía, y que me mantenía en cama salvo que hiciera un gran esfuerzo por ponerme en pie. Mi vista es deforme y psicodélica, las náuseas no se van, y una presión punzante se adueña de mi coronilla y frente. Ningún doctor ha podido decirme de manera concluyente qué es. Tengo 32 años.
Dunia es casi todo lo que queda de mi antigua vida. Nuestra acogedora cama ha sido el lugar donde mi discapacidad se esfuma detrás de caricias tiernas y piernas entrelazadas, que forman una conexión lo suficientemente fuerte para convencerme de que todavía hay un mundo más allá de mis malestares y visión torcida.
Nos conocimos en la Facultad de Derecho, cuando yo era un alpinista atlético con un futuro profesional prometedor. La observaba con timidez desde mi rincón de la sala de lectura de la facultad, cerca del reloj de pie de 2,74 metros en una escultura de la Dama de la Justicia. Desde el otro extremo de las mesas de lectura de caoba, espiaba cómo se movían los rizos bien definidos de Dunia cuando levantaba la vista para sonreír ante un desfile de amigos que se detenían para conversar.
Al final, nos hicimos amigos comiendo hamburguesas en la cafetería de la escuela. Una semana después organicé una salida grupal para jugar paintball, principalmente para poder invitarla. Ella fue, aunque se la pasó casi toda la tarde escondida detrás de una barricada, muerta de miedo. Después, fuimos juntos a andar en bici y desayunamos pan francés relleno de queso brie en un restaurante local, algo no tan romántico como jugar a la guerra.
Seis años después, nuestro refrigerador está decorado con imanes de los lugares a los que hemos viajado en Estados Unidos. Ella es mi novia y mi compañera de vida, incluso en mi enfermedad. Cuando hace frío, le doy un masaje en sus hombros con contracturas y nos reímos a carcajadas juntos en la oscuridad después de apagar las luces.
Nos parece divertido debatir sobre temas jurídicos de las noticias o el trabajo de Dunia como abogada corporativa. Cuando estoy lo suficientemente bien, voy con ella a la decena de bodas a las que la invitan cada año. Parece que todavía se deleita de que sea su acompañante en esmoquin y eso me hace feliz.
“Estos relojes marcan el tiempo a la perfección”, me advirtió el vendedor.
Dado que acababa de salir de un mes de estar en cama casi todo el tiempo, me sentía nervioso y abrumado por la compulsión de hacer algo: zapatear, gritar, comprar un reloj, lo que fuera.
Me las había arreglado para guardar el bono generoso que había recibido hacía tres años, antes de la baja médica en la firma de abogados en Wall Street donde trabajaba.
Tal vez un reloj sería una inversión importante, un compromiso con mi futuro durante estos momentos difíciles.
Solo hazlo, me dije. Haz algo.
Mirando fijamente el reloj de acero inoxidable en mi muñeca, percibí la llegada inminente de sentimientos encontrados, una mezcla de ansiedad y júbilo resultado de una compra estrafalaria con un valor muy por encima del pago de tres meses de renta. Me quedé mirando los ojos esperanzados del vendedor y anuncié mis intenciones sin chistar.
“Lo compraré”.
El vendedor, repentinamente con los ánimos por los cielos, puso en marcha una serie de festejos. Su asistente trajo una botella miniatura de champaña de la trastienda (que aumentó mis náuseas solo con verla) y un joven con un traje fino retiró la envoltura de protección del cristal de zafiro de mi cronómetro y comenzó a limpiar el reloj con fervor.
Puso el reloj a contraluz para examinarlo tras limpiarlo en varias ocasiones con un paño. Un técnico de pecho fuerte y grueso apareció detrás de la puerta de un elevador y midió mi muñeca, diciendo: “Señor, deberíamos quitar un eslabón”.
Mientras ajustaban el reloj, entregué mi tarjeta de débito y pasé saliva. Ya no había marcha atrás. Parte de mí sentía como si hubiese comprado una estrella lejana, que ahora llevaba mi nombre.
Una enfermedad crónica es apabullante. Neurólogos prestigiados me han dicho que tengo trastornos cuya existencia desconocían: disautonomía, falla autonómica, estática o nieve visual persistente. Me han asegurado que estos problemas no son mortales, pero la muerte no me preocupa tanto. Más bien lo que me consume es cómo vivir, cómo mantener la cobertura de servicios médicos, cómo conservar el seguro de invalidez.
Como compañera de habitación, y a veces cuidadora, Dunia ha sido testigo de mis luchas, repletas de viajes en ambulancia y ataques de llanto. Me imagino que ella preferiría estar en cualquier otro lugar durante esos episodios angustiantes, pero, pase lo que pase, se queda a mi lado.
Tal vez no es coincidencia que Dunia signifique “el mundo” en árabe, porque tenerla a mi lado lo es todo para mí. De no ser por mi enfermedad, nos habríamos casado, y eso ha hecho que cuestionemos casi todo. ¿Los tratamientos experimentales acabarán por aliviarme? ¿Podría aportar a una familia? ¿Es justo pedirle a Dunia que aguante toda una vida de mi mala salud?
Salí de la tienda Tourneau aquel día con la cartera más liviana, pero la muñeca más pesada. El reloj se sentía denso, lujoso. Me complacía. Sin embargo, mientras merodeaba frente a la tienda, me sorprendió lo poco cambiada que parecía la ciudad, lo poco cambiado que me sentía. Los taxistas hacían sonar las bocinas de sus autos; la oleada de peatones caminaba con la rapidez de siempre; la humedad del verano era densa y sucia; yo seguía sintiéndome mareado y desorientado.
Caminé arrastrando los pies a mi ritmo lento hacia el metro y me pregunté qué diría Dunia de la pequeña fortuna que colgaba de mi brazo.
Nuestra habitación compartida es una nube de paredes blancas recién pintadas, sábanas suaves y lámparas tenues. Sobre la cama cuelgan descomunales fotografías soleadas que tomamos desde el interior de una palmera datilera en California. Este es nuestro escondite, una casa del árbol que flota sobre el caos inverosímil de Nueva York.
“Sigues siendo el hombre más listo y más guapo que conozco”, me dice Dunia en nuestro escondite. “Estoy orgullosa de ti, de cómo has manejado esto”.
Luego, en otras ocasiones, la pierdo, cuando construye un muro invisible de incertidumbre y miedo mientras hablamos sobre el futuro. Después de expresar estos miedos, me duermo lleno de vergüenza, fantaseando que al despertar estoy curado, listo para volver a practicar derecho, capaz de ayudar a Dunia con sus planes y aspiraciones. Sin embargo, por ahora son solo sueños. Una carga de ropa sucia me deja exhausto. No me puedo imaginar el maratón del trabajo, la paternidad y tener una casa.
Últimamente, he llegado a la conclusión de que lo mejor para Dunia sería que yo la dejara, la liberara del peso de una pareja discapacitada, le diera la oportunidad de encontrar a alguien nuevo y saludable con quien hacer realidad sus sueños.
No dije nada del accesorio resplandeciente en mi muñeca cuando llegó del trabajo. “Momento”, dice, tras haberlo visto bajo la luz. “¿Qué es eso en tu muñeca?”.
Lo levanto.
“Es tan hermoso”, dice. “Lo secundo por completo. Te lo mereces”. Me pregunta si puede probárselo y queda totalmente obsesionada con él.
Observé a Dunia mientras examinaba los números romanos sobre la carátula, remontándose a una época distante, antigua. Mientras la miraba, mi incertidumbre sobre el futuro cedió ante la certidumbre del presente y me sentí sobrecogido ante la idea de que ella y yo avanzábamos juntos en el tiempo, como los músicos que tocan la misma partitura. Somos como un dueto que todavía no llega a su fin, compuesto parcialmente y casi improvisado por completo.
Nuestro futuro puede ser incierto, pero así es para todo y todos. Mientras la manecilla del segundero avanzaba a toda prisa hacia la muñeca de Dunia, vi que lo único que presagiaba era el presente, la unión viva e incuestionable, buena y justa entre Dunia y yo.
En este sentido, mi reloj es un escudo, una armadura de acero que nos defiende del constante miedo a lo desconocido. Miro el cristal de zafiro de mi reloj y veo que el futuro no es más que la acumulación de momentos presentes, momentos que puedo elegir saborear. Tengo un reloj que marca el tiempo a la perfección.
Pensé en el reloj de piso de los días de la facultad de derecho, con su tictac que llegaba hasta mi rincón de la sala de lectura. Otro estudiante de derecho hambriento ocupa ese lugar ahora, leyendo empecinadamente sobre la equidad y la rectitud, mientras la Dama de la Justicia hace guardia.
Ya no puedo decir si el tiempo es generoso o justo, si es que alguna vez pude hacerlo. Dunia y yo podríamos adaptarnos por completo a esta vida o tal vez no. Quizá sea cierto que el tiempo cura todas las heridas; no lo sé. ¿Quién soy yo para juzgar el tiempo?
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Ari Diaconis
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