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Cuando muere un amigo, conviene resistir por un buen tiempo la tentación de hablar de su vida. Los recuerdos necesitan asentarse. La muerte le da una importancia inaudita a detalles que antes nunca percibimos. Hay frases y gestos, imágenes y silencios que, con la definitiva ausencia de su principal protagonista, van a adquirir un esplendor, una resonancia, un nuevo significado lleno de sabiduría y amor.
Pero no podemos acelerar este proceso. Al recordar a los amigos que se han ido, quien busca, encuentra menos que quien le permite a las historias brotar de su cuenta, emerger desde lo profundo cuando menos lo esperamos. Y luego están los sueños. Imposible intervenir en uno solo de sus giros, de sus apariciones o su permanencia. Vienen cuando quieren, y muy pocos quedan registrados, una posibilidad en la que suelen prevalecer las pesadillas.
Cuando Graziano murió tenía tres años sin verlo. A veces me preguntaba sobresaltado al despertar lejos de Caracas: “¿Cómo estará?”, y me quedaba absorto viendo una película velocísima sobre todo lo que Graziano había realizado. Me decía o me invadía la convicción de que lo importante no es vivir sino dejar testimonio de haber vivido. Al asomarme a su obra, siento que vivió varias vidas o que no he vivido plenamente la mía. El efecto de esta reflexión es beneficioso, pues me dan unos cálidos deseos de trabajar. Los maestros tienen esa capacidad de sacudir nuestros letargos.
Nuestra relación pasó por diferentes proporciones. La primera vez que lo vi, Graziano tendría treinta y ocho años y yo unos diez, apenas una cuarta parte de su vida. Esa diferencia fue pasando del niño que venera al adulto, a la amistad de un par de viejos, pues este año llegué a tres cuartas partes de lo que Graziano vivió; ojalá fuera de lo que realizó. Ha sido una suerte haber disfrutado de un amplio abanico en el que he pasado de la veneración a la imitación descarada, de la envidia a la camaradería, de una fructífera admiración a un cariño de hermano, de la alegría de los reencuentros a esta serena tristeza ante el final de un ciclo provechoso y pleno. No hay mejor manera de revisar y contar nuestras vidas que pensar en los amigos, esos espejos donde nos vamos reflejando y entendiendo.
Nací en Caracas en marzo de 1950. Soy un piscis que abrió los ojos justo a mitad de siglo con un afán de mirar al pasado y al futuro tan persistente que tiendo a confundirlos. En una ciudad de unos cuatrocientos años, los espacios que habité no tenían más de diez. El hogar, el colegio, hasta la iglesia y la casa de mis abuelos eran recientes. En 1958, mi infancia de continuas mudanzas concluyó en la urbanización Chuao, una retícula sin patios ni plaza, sin cuadras ni mandados a la bodega, contigua al sur del Guaire, un río envilecido que en los años cincuenta no estaba embaulado y durante las noches de sequía olía a indigestión masiva, por más que uno se refugiara bajo las sábanas. Allí conocí sembradíos de postes de luz que circundaban parcelas donde iban apareciendo quintas que jugaban a ser distintas con los mismos timbres, perros y mangueras en estrechos jardines, mientras formaban calles idénticas. Vi tractores avanzar más hacia el sureste, prefigurando un santoral que incluiría a Santa Marta, Santa Sofía, San Luis y Santa Paula, y ninguno de estos sacros episodios bendecía una ciudad o tan siquiera un pequeño pueblo. No sé si la familia Gasparini habría llegado o estaba por llegar a la quinta Paraguaná cuando nos mudamos a Chuao. Nosotros vivíamos casi justo al frente, en la quinta Ladrillal.
Uno de los sueños de los arquitectos caraqueños era hacerse una casa moderna al este de Caracas. El centro había sido abandonado como un pasado al que nadie quería volver. Muy pocos arquitectos (en mi cuenta solo David Gouverneur) han restaurado y habitado una de esas bellas casas de patio. Fiel a su nombre, la quinta Ladrillal fue de las primeras en Caracas con fachadas de ladrillo y la estructura de concreto a la vista. Era un ejercicio de rigor y austeridad. Tenía algo de fábrica que desconcertaba a los que pasaban por el frente. Los cerramientos exhibían sus pulcros ladrillos y todas las aperturas eran romanillas de madera o de vidrio.
La quinta Paraguaná proponía otra búsqueda. Utilizando referencias de la arquitectura colonial venezolana y de las villas italianas, Gasparini intentaba crear un nuevo lenguaje, marcado además por la influencia de Carlo Scarpa, su profesor cuando estudió arquitectura en Venecia. La austera solemnidad de esta casa no podía competir con la audacia de la quinta Ladrillal. Digamos, para simplificar y no enredarme, que la nuestra resultaba más atractiva vista desde la calle.
Para los niños de Chuao, explorar el vecindario no era fácil. Se suponía que jugáramos en los fragmentados jardines de los retiros. Nuestra urbanización no era como esos pueblos donde la infancia es libre de conocer su territorio. Nos tomó tiempo y cierta valentía salir a unas calles que eran solo para los carros y llegar a formar algo que pareciera una pandilla. Y las pandillas están obligadas hacer maldades. La primera, la más inocente y suburbana, era tocar el timbre de una casa y salir corriendo. Había una excepción: la quinta Paraguaná. Además de sus aires de templo, exhibía en un nicho, al lado de la puerta principal, un ángel con los ojos bien abiertos y una antorcha en la mano. Presentíamos que aquella figura vigilante y exterminadora golpearía a quien tuviera malas intenciones. Ese ángel le daría sentido a nuestras travesuras. Era la excepción, lo único raro y distinto en un vecindario tediosamente homogéneo, e investía a la quinta Paraguaná de un aire de misterio.
Así fue hasta el día que Graziano y Olga Lagrange cruzaron la calle y vinieron a comer a nuestra casa. Mis padres les tenían mucho cariño. Mi padre había viajado con Graziano por Venezuela y eran profesores en la Facultad de Arquitectura. Yo quedé fascinado con su conversación, con su estilo, con su esposa. Tenía además el aura de ser el dueño de un castillo encantado con un portón bien protegido.
Debo confesar un secreto vergonzoso. Cuando tenía diez años, creía que Venezuela era un país riquísimo y triunfante donde portugueses e italianos, españoles y canarios, venían a servirnos haciendo de cargadoras, cocineras y chóferes, albañiles y panaderos. Y, de pronto, estaba frente a un europeo, un italiano del Véneto que trasmitía una cultura profunda, milenaria y futurista, y además, era condescendiente: al enterarse de que me gustaba pintar me invitó a visitarlo a su casa.
El sábado de mi visita, el ángel lucía más amable y toqué el timbre sin aprensión. Atravesar aquel umbral convertiría a Chuao en ciudad cosmopolita. En el preámbulo había tres lindísimas niñas asomadas en la baranda de la escalera, pero eran varios años menores que yo, lo que entonces equivalía a una eternidad. Hice como si no las hubiera visto mientras me pasaban a la biblioteca de Olga y Graziano. Esa fue la primera vez que vi una doble altura con las paredes llenas de libros. Mi padre tenía libros, casi todos de arquitectura, pero no aquella convocatoria que sentí viva, múltiple, utilizada y compartida por los esposos. ¿Cómo podía existir algo tan alto y tan bello en una casa de Chuao?
Seguro que existiría entre la quinta Paraguaná y Ladrillal una cierta rivalidad, siendo la obra de dos profesores de la facultad. La de mi padre llevaba ventaja al expresarlo casi todo en la fachada, pero su interior era demasiado homogéneo, con un mismo nivel de luz en todas las ventanas que recuerdo excesivo. La casa de los Gasparini tenía variantes en la cantidad y la calidad de luminosidad, descendiendo desde altos hexágonos con densos ángulos en los que podía observar la danza de las íntimas partículas del aire. Era una casa con un alma culta y en buena medida oculta al exterior, que propiciaba el estudio y la introversión. Ese recinto me marcó para siempre y me he pasado la vida imitando la disposición de los libros en los estantes, el controlado desorden de las carpetas y papeles de trabajo sobre el amplio escritorio apoyado en un par de archivos metálicos, el estimulante fragor de una investigación perpetua.
Había también un piano, y Graziano se sentó a tocar una música prodigiosa que arrancó de golpe. Mi familia es genéticamente negada a la música. El tío Pedro Miguel era famoso porque llegó a cantar “Allá en el Rancho Grande” de punta a punta. Tengo poco oído y un ritmo tan ausente que me cuesta aplaudir cuando me emociono. Haciendo memoria a través de mi tapiado registro, creo que esa mañana mi anfitrión tocaba algo de Brahms. Nunca había estado tan cerca de un piano en plena función y me sentí arrollado, como si me estuvieran sometiendo a una prueba de resistencia. Desde aquel estado de obnubilación, pude ver que el piano tenía pedales y que el concertista los pisaba una y otra vez. Esa noche le comenté a mi madre:
—¿Sabías que Graziano toca el piano con los pies?
Nunca llegué a aclararle que me refería a los pedales. Mamá, algo conservadora, se debe haber quedado pensando en qué clase de acrobacias estaría haciendo Graziano.
Ahora tenía un héroe secreto. Secreto por una razón muy sencilla: no sabía en qué consistía su heroicidad. No podía entonces saber que me atraía su estilo, su manera de explorar y dejar constancia de su paso por el mundo.
Tanto Graziano como mi padre pensarían que habían construido la casa de sus sueños y allí vivirían para siempre, pero en Chuao estábamos solo de paso. La ciudad crecía vertiginosa y la calle Glorieta se transformó en la vía de salida del largo eje que va más allá del Cafetal. Ya no era el pastoral suburbio donde Teodocio paseaba, por dos bolívares la hora, a unos niños soñolientos en unos caballos aburridamente mansos por ser tan viejos como su dueño. Había entonces muchas parcelas vacías llenas de monte, donde Teodocio dejaba a sus animales durmiendo y pastando. Decenas de años después, Graziano describiría con nostalgia los noctámbulos sonidos de cuando estrenaba su casa. Le enternecía escuchar los cascos en el asfalto de un caballo cambiando de lote, y sonreía mientras imitaba con chasquidos el sonido del eco que llegaba a nuestros lechos poco antes de la madrugada.
En esos días le pregunté a mi padre qué hacían en esos recorridos por Venezuela de los que llegaba agotado y feliz. La respuesta era fácil, pues habían viajado juntos una sola vez. Supongo que habló tantas veces de ese único viaje a Puerto Nutrias, que supuse se trataba de una travesía de meses por todo el país. No sé cuántas horas, cuánto asfalto y cuánta tierra tomaba a inicios de los años sesenta llegar a ese pueblo al borde del río Apure, que fue próspero en la colonia y luego se fue desvaneciendo como el Ortiz de Casas Muertas. Mi padre describía paisajes de tanta belleza como desolación, con un río anchísimo donde no convenía bañarse por los caimanes, y un puerto sin las barcas que transportaron miles de reses antes de la Independencia, y un templo que no se decidía a convertirse una ruina. Se bajaron del carro con hambre y con sed y empezaron a tomar fotos uno de esos mediodías con un calor auditivo, de zumbidos y picor en la nuca. A la hora, mi padre pensó que faltaba poco para iniciar el regreso o, al menos, buscar donde comer. Resulta que Gasparini apenas estaba comenzando. Había tomado solo unas cuantas panorámicas; faltaba retratar el templo a conciencia y, además, algo que a mi padre le resultó inconcebible y casi cruel, levantar con una cinta métrica su planta, cortes y fachadas, para luego, de vuelta en Caracas, dibujar los planos necesarios para una futura restauración que, desde hacía decenas de años, era urgente.
Un buen resumen del drama se lo escuché a Francisco Da Antonio en una charla que dio en la Iglesia Dulce nombre de Jesús de Petare:
—Hace trescientos años los vecinos de Petare, no más de mil, fueron capaces de construir este templo. Hoy en día los cuatrocientos mil habitantes de esta parroquia se enorgullecen por ser capaces de pintarlo.
Graziano había decidido que la arquitectura colonial venezolana era digna de sobrevivir a la desidia, siendo justo y necesario permitir a los testigos más nobles de nuestra historia continuar transmitiendo sus enseñanzas. Imagino a mi padre, perplejo y sometido al ardiente sopor que emanaba del río Apure, mirando aquella iglesia como un bello testimonio que pertenece al presente solo como una imagen. Desde los rigores de su profesión, obsesionado con la modernidad, quizás no le resultaba fácil sentir la necesidad de medirla y proyectarla hacia el futuro. Ya había diseñado el edificio Polar en la plaza Venezuela junto a José Miguel Galia, y otras obras maravillosas, pero quizás no entraba en su nuevo léxico el pasado de Venezuela y sus más remotos vestigios. La arquitectura moderna estaba poseída de sí misma y se había ido haciendo cada vez más indiferente a la ciudad y a la historia. Mi padre aún no sabía que al final de su vida, gracias en buena parte a ese primer viaje con Gasparini, iba a dedicarse a recorrer Venezuela y dibujar sus pueblos, enamorado de los lugares donde habita el hombre y desencantado de las innovaciones arquitectónicas aisladas y prepotentes que lo deslumbraron en sus inicios como arquitecto.
El primer libro que publicó Graziano Gasparini se titula Templos Coloniales de Venezuela. Cuando recorro sus fotografías, textos y planos, imagino aquel viaje a Puerto Nutrias multiplicado por cien, por mil. Hacia el final de su vida, el programa favorito de mi padre era viajar por Venezuela, pero jamás solo, pues no hay mejor lugar para conversar que los asientos de un carro en un ruta que luce interminable. Creo que más le atraía la travesía que la meta. En cambio Graziano prefería la soledad, ir a su ritmo y cumplir con la tarea.
Aunque no siempre fue así. En una entrevista que le hizo Guadalupe Burelli, nos cuenta una historia de cuando recorría el país recopilando material para su primer libro:
Yo recuerdo que, en 1951, en la luna de miel, fuimos a Calabozo, que tenía un aspecto colonial estupendo, bellísimo. Llegamos allá rojos del tierrero —no había entonces carros con aire acondicionado— y cuando pregunté por alguna pensión o posada nos recomendaron la única que había, la pensión Neverí en la Plaza Bolívar, donde el dormitorio era un salón de seis metros de alto y 10 metros de largo. Una vez allí, vemos que agarran cuatro latas vacías de aceite y las llenan de gasolina y luego meten cada una de las cuatro patas de la cama dentro de las latas… ¿Y eso? Ah, para las cucarachas. Cuando al acostarnos apagamos la luz, comenzaron a revolotear los murciélagos y rápidamente nos fuimos a dormir a la colchoneta de la camioneta que era mucho más limpia y mucho más cómoda
Olga Lagrange, quien estaba por iniciar una fructífera y fundacional obra en la sociología venezolana, era la compañera ideal para esa empresa tan romántica como sacrificada.
Más de setenta templos esparcidos por toda Venezuela encontraron quien les ofreciera la posibilidad de sobrevivir. No todos lo lograron. Algunos, como los de San Fernando, San Lorenzo y Aricagua en el estado Sucre, han permanecido como ruinas. Lo importante, lo trascendental, es que todos tienen una partida de nacimiento donde se asientan sus características. Si existen tantos valiosos dibujos de obras que jamás se construyeron, más valor tendrán los que pueden permitir una resurrección.
Aquí termino mis memorias de Gasparini en Chuao. Me queda por escribir medio siglo de esparcidos cuentos que no pretenden formar una historia. No he hablado del Gasparini profesor, editor, arquitecto, pintor, del polémico historiador. Espero resumir; a este ritmo esto podría convertirse en una novela. Si este breve perfil biográfico luce egocéntrico por asomarme en exceso, lo venderé como un capítulo de mi autobiografía donde Graziano aparece generosamente. O haré todo mi esfuerzo en futuros capítulos por quedar al margen y apenas colarme de cuando en cuando para darle un abrazo.
Federico Vegas
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