Fernando Pereira por EDO
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La mañana del 27 de febrero de 1989, Fernando Pereira se encontraba en una reunión en el Instituto Nacional de Nutrición (INN), en Quinta Crespo. Había sido citado junto a otros miembros de organizaciones comunitarias. El motivo eran los programas sociales previstos por el nuevo gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Sin embargo, cuando el ponente del Ministerio de la Familia fue interrumpido súbitamente por otro funcionario, Fernando presintió que algo grave ocurría.
—Le recomendamos que se vayan ya a sus casas, nos informan que hay una situación en las calles de Caracas —les advirtió a todos los asistentes.
Lo que pareció ser una habitual reunión con representantes de la nueva administración presidencial se transformó en una estampida de gente queriendo salir del edificio, sin conocimiento real de lo que estaba sucediendo en la capital.
Las personas salieron despavoridas. El transporte público terrestre estaba colapsado. Las estaciones del Metro habían cerrado. Fernando tuvo que caminar hasta su casa: pasar por las avenidas Casanova, Lecuna y Universidad, por la plaza Miranda, por La Hoyada, Los Caobos, Plaza Venezuela y Sabana Grande.
En todos lados había policías y civiles corriendo: había empezado el Caracazo.
“Ese día entramos en una nueva realidad para el país. Fue un escenario revelador para mí. La falta de educación ciudadana que se apreció en ese momento era algo con lo que yo venía trabajando. Aquello fue una eclosión con mucha violencia. Al final del día, terminé preguntándome: ¿Qué somos y qué seremos en el futuro?”, cuenta Fernando.
Aunque lo agarró desprevenido, el Caracazo fue la punta de un iceberg que Fernando ya conocía. Hasta ese momento tenía más de 17 años trabajando en comunidades populares en el centro y oeste de Caracas.
Había comenzado en 1972, cuando apenas era un estudiante de segundo año en el Colegio San Francisco de Sales y uno de los curas lo dejó a cargo de la lista de alumnos de primaria que participaban en una actividad. “Que me tomaran en cuenta, que me dieran ciertas responsabilidades, me hizo sentir importante para el colegio. Eso fue lo que me involucró al trabajo social, allí podría estar el porqué de todo esto”.
Fernando fue el único hijo que tuvieron Julia y Augusto, emigrantes de España y Portugal respectivamente. Ellos, pese a no haber tenido una formación completa, siempre procuraron que su hijo creciera bien educado.
Cuando llegaron en los años 50, Venezuela tenía uno de los mayores índices de desarrollo en América Latina, pero esa realidad se fue deteriorando y antes de terminar el siglo, el país se encontraba sumido en una crisis social. Fernando la vivió a plenitud: de niño pasaba sus tardes jugando metras, pelotica y perinolas entre Sarría y La Candelaria, con otros muchachos de su edad.
Ese contacto con los contrastes de las zonas rurales y populares lo volvió sensible: “Lo que para mis compañeros fue una experiencia y ya, porque tenían en su horizonte otras carreras, para mí se convirtió en una motivación. Allí dije: ‘Yo quiero hacer esto’. No quise ser un voluntario de un sábado nada más, sino uno para toda la vida”.
Pero encontrar la profesión que lo llevara por la senda del trabajo social fue un lío. Sin orientación y siguiendo los consejos de su madre terminó ingresando a la Escuela de Medicina “Luis Razetti” de la Universidad Central de Venezuela (UCV). El primer año estuvo bien, sus calificaciones así lo demostraron, pero su espíritu pedía a gritos otra formación.
Por eso se cambió de camino, esta vez motivado por sus viejos mentores, decidió estudiar para ser cura. Ingresó al seminario de los salesianos en Los Teques e hizo el postulantado. Pero la teología y la filosofía le parecieron cuestiones muy abstractas, alejadas del contacto con la comunidad.
“Me dijeron que lo que yo quería hacer era diferente a lo que haría allí. El trabajo social era algo que hacían los curas después de una formación de más de 20 años y yo quería ir directo a la comunidad. Ellos mismos me dijeron que mi vocación era más social que religiosa y espiritual”. De nuevo, el sendero no era el correcto, pero estaba próximo a conseguirlo.
El último día en el que estuvo en el seminario, uno de sus antiguos profesores de bachillerato, el obispo emérito José Ángel Divasson, le dijo a él y a otro muchacho que lo acompañaba, Óscar Misle Terrero, que la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, en Caricuao, tenía un proyecto de formación y trabajo para educadores en comunidades rurales.
Dentro del núcleo universitario en la UD2 de Caricuao, Fernando y Óscar se sintieron intimidados por la calidad del personal, era gente con trayectoria, viejos profesores de las escuelas normalistas que, dada la promulgación de la Ley Orgánica de Educación de 1980, querían acceder a la formación superior para ejercer como maestros.
Los profesores tampoco se quedaban atrás, eran expertos en andragogía, las técnicas de enseñanza para los adultos. Algunos formados en Suecia y Canadá. Eran tiempos de una revolución educativa, signada por la filosofía robinsoniana y hecha por la propia gente: “Era un centro de innovación. Había muchas personas reconocidas en la educación. Ahí nos dimos cuenta que queríamos ser educadores, con métodos nuevos, alejados de las élites”, comenta.
Pero decidieron inscribirse y, después de vacilar por sus tempranas edades, las autoridades decidieron darle la oportunidad de ingresar al núcleo universitario. Allí sí ingresaron de lleno al trabajo social, a la par que mantenían discusiones sobre la razón de ser de la educación, sobre la situación del país, sobre la desigualdad, la exclusión y las brechas sociales. Una realidad que tenían casi al frente, en el barrio Ciprés, de Las Adjuntas, con cuyos habitantes empezaron a tener contacto, gracias también al apoyo de sus amigos salesianos. “Allí estuvimos con el Centro de Educación Popular, que formaba a adultos con el método psicosocial de Paulo Freyre, para cambiar las condiciones de su entorno”.
Eran actividades al margen del Estado y de la prensa, que estaban volcadas a la atención de los casos de corrupción del escándalo Sierra Nevada, el ascenso de Luis Herrera Campins a la presidencia y, posteriormente, la llegada del Viernes Negro, el 18 de febrero de 1983, que profundizó las brechas sociales y la inequidad.
Esos vientos auguraban una tempestad, por eso aquel escenario de degeneración social, producido en el Caracazo, en el 89, fue tan revelador para él. Esa noche, después de atravesar el centro de Caracas en medio del caos, al reflexionar sobre la nueva dimensión del país, comprendió que todo no era por azar. Esa reacción violenta sacó a flote la desigualdad y la falta de educación de algunos sectores, fuera de las posiciones oficiales y de los análisis académicos.
Lo cierto era que el futuro de Venezuela dependía de las nuevas generaciones, del reconocimiento de sus derechos. Eso lo había entendido tempranamente, en 1984, con el apoyo de los profesores de la universidad y de sus compañeros salesianos, influenciados por las Comunidades Eclesiales de Base, él y Óscar crearon los Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap), una organización con el propósito de generar mejores ambientes para los niños y adolescentes.
Eran ellos los que, al final, terminaron llevando las riendas del país. “Arrancamos sin nada, sólo con las ganas y el deseo de hacer algo que les diera una educación que inspirara al mejoramiento de su entorno, eran entre 16 y 18 centros en total”.
Aunque al principio sus funciones estuvieron enfocadas sólo en el barrio Ciprés, al oeste de Caracas, con algunas proyecciones hacia otros lares, en 1989 –dada la situación del Caracazo y de la Convención sobre los Derechos del Niño firmada el 20 de noviembre de ese año en Naciones Unidas–, Cecodap se planteó un objetivo más ambicioso: la promoción y defensa de los derechos humanos de la niñez y adolescencia en todo el país.
“El Caracazo nos hizo reflexionar sobre en lo que no se estaba haciendo y la Convención discutía algo que nosotros ya hacíamos en el barrio, apoyando a la comunidad con la educación, con sus trámites legales y, a veces, hasta con la comida. Son derechos exigibles, inherentes al ser humano”, apunto Fernando Pereira.
Hasta ese momento, su relación con el Estado había sido a nivel local. En 1990, Venezuela ratificó esa Convención y la hizo ley nacional, lo que significó un nuevo despegue para Cecodap, con una visión más amplia en consonancia con el poder, las organizaciones no gubernamentales y Unicef.
Su papel estelar llegó en 1995: Copei introdujo un proyecto de ley para reformar la Ley Tutelar de Menores, planteando mano dura contra los adolescentes, a quienes criminalizaban por la violencia. El hecho desencadenó la formación de un movimiento social, liderado por Cecodap, con Fernando a la cabeza, el cual terminó con la promulgación de la Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente (Lopnna), a finales de 1998.
Esa relación con el Estado estuvo signada por coincidencias y conflictos. La llegada de Hugo Chávez a la presidencia complicó las cosas. “En enero de 1999 nos llamó Marisabel Rodríguez de Chávez, queriendo hablar con los niños que habían participado en una actividad que hicimos con el apoyo de Unicef. Fuimos a Fuerte Tiuna, donde estaba despachando el presidente electo. La esposa del mandatario nos atendió y estaba a la defensiva, pensaba que queríamos fregarle la vida a él”. No obstante, fue convencida por los chamos y en el año 2000 la ley entró en vigencia.
Cecodap se encargó por su cuenta de la capacitación y asesoramiento en todo el país sobre la nueva legislación. Pero más serían las tensiones que los acuerdos con el nuevo gobierno. La publicación de un informe en 2005 sobre el aumento de la violencia en Venezuela implicó algunos señalamientos por parte del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), lo que conllevó al rompimiento de relaciones con el Estado.
“De allí para acá no hay contactos formales, hemos coincidido en algunas reuniones con Unicef y ya. Más nunca conocimos cifras oficiales y la reforma de la Lopnna de 2007 suprimió la participación de la sociedad civil que estaba prevista en la original”. No fue la única, en 2015 se sancionó otra reforma, esta vez penal y con evidentes intenciones políticas, pues buscaba paliar las protestas juveniles contra Nicolás Maduro, desencadenadas en el primer trimestre de 2014.
Frente a este escenario pareciera que la eclosión del 89 no hubiera terminado.
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Este texto se produjo bajo la dirección y coordinación de la asociación civil Medianálisis (medianalisis.org) como parte de un proyecto para reseñar y destacar el trabajo de la sociedad civil en Venezuela.
Jesús Piñero
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