Perspectivas

En el nombre del pueblo

Fotografía de Adalberto Roque | AFP

23/12/2021

La historia humana ha sido, mayormente, un relato de política autocrática. Basada en el predominio de caudillos y camarillas, de disímil credo, sobre sus poblaciones. Sin embargo, con creciente fuerza, la alternativa democrática se volvió mundialmente aceptable en los últimos dos siglos. La idea de que los de abajo pueden ejercer el autogobierno colectivo, eligiendo y sancionando a sus autoridades. Expresarse, con voz y derechos, en el espacio público. Dejar de ser meros súbditos para devenir ciudadanos activos, en el terreno de la política.

La política es esa esfera de la acción humana, orientada al manejo social de los conflictos. Estos habitan cualquier comunidad humana: en su seno existen diferencias —de rasgos, ideas y valores— que las enriquecen, también desigualdades —de recursos, derechos y poder— que las tensionan. Estas comunidades viven bajo la sombra de la disputa entre los aventajados que quieren preservar el statu quo y los perjudicados que desean cambiarlo. En búsquedas cruzadas de seguridad, prosperidad y poder. Para resolver esos conflictos y canalizar esas ansias tenemos la política.

La política opera mediante la implementación de decisiones vinculantes —conforme a reglas— capaces de imponerse —mediante la coacción, si fuese necesario— a los miembros de la comunidad. Su carácter vinculante diferencia a la acción política de la fidelidad familiar —fundada en nexos de sangre—, la cooperación social —basada en la ayuda mutua— y la lógica transaccional de la economía. Con el tiempo, las fronteras de la política se han expandido para regular diversos conflictos de clase, género, creencia, raza, entre otros. La política no es per se buena o mala: bajo su manto confluyen dominación y emancipación, conflicto y consenso, en el gobierno de los hombres y la administración de las cosas.

En ese sentido, los regímenes posrevolucionarios son particularmente restrictivos para la apropiación de la política por la ciudadanía. Porque las revoluciones parecen promover, como recuerda Arendt, la restauración de una libertad orientada a la participación en el espacio público. Pero varios de los regímenes autoritarios más longevos del pasado siglo nacieron tras una revolución violenta: la URSS y China, Irán y Vietnam, México y Cuba.

Un cambio revolucionario implanta legados que potencian la durabilidad del orden naciente. Destruye los centros de poder independientes, emergiendo partidos gobernantes cohesionados que, enseguida, instauran poderosos aparatos coercitivos. A diferencia de dictaduras conservadoras —ocupadas en controlar y reprimir ex post la sociedad civil— los autoritarismos revolucionarios procuran cooptar y desnaturalizar ex ante la iniciativa ciudadana. Eso es justo lo que sucede en Cuba: represión hacia dentro, seducción hacia fuera. El silencio vergonzante y las piruetas verbales ante lo sucedido en Cuba reviven los peores rasgos y momentos de las izquierdas latinoamericanas [1]. Vileza, siempre, en quienes hablan en nombre del pueblo mientras asisten impasibles ante quienes lo despojan de pan y libertad.

Rige hoy en Cuba un Estado que pierde legitimidad —sus convocatorias y narrativas de apoyo lo demuestran, al igual que el rechazo espontáneo de la gente ante actos represivos— que despliega su talante coercitivo con mayor brutalidad. Un Estado con mucho poder, pero poco consenso. Su aparente sobrerreacción —cortes de Internet, campaña mediática, severidad penal, secuestros mafiosos de civiles— revela que, si quienes tienen toda la ventaja sobre el adversario responden de este modo, alguna preocupación deben tener.

¿Y que hacemos con el pueblo?

Lo popular subsume, en cualquier sitio, la solidaridad comunitaria y la anomia pauperizada. El pobre rebelde, con agencia y civismo, convive con el lumpen cómplice del opresor. Lo que hace potencialmente justicieros ciertos sujetos y reclamos populares es su ubicación subalterna en una estructura determinada, sumada a la decisión de subvertir esta. Si la democracia remite a una lucha permanente por la redistribución del poder, la riqueza y el saber, todo orden jerárquico y extractivo es su opuesto. Y quienes lo sufren, en la base de la pirámide social, deben ser protagonistas y beneficiarios del cambio.

Como ocurre hoy en muchos países, los sectores populares en Cuba han sufrido casi dos años de peso combinado de la pandemia, la pobreza y la represión. El llamado excepcionalismo insular, por el cual los cubanos gozaban de algunas prestaciones sociales a cambio del secuestro estatal de sus derechos políticos y cívicos, ha terminado. La excepcionalidad sólo sobrevive en la naturaleza de un régimen cerrado, el único de su tipo en una región mayoritariamente democrática. Un régimen que —a pesar de la Constitución aprobada hace dos años— niega a su pueblo, antes, durante y después del 11 de julio, el derecho a ejercer y exigir derechos.

Ese día decenas de miles de personas, abrumadoramente pacíficas, marcharon gritando consignas sociales y políticas. Las protestas llamaron la atención por la creatividad, diversidad y masividad de su convocatoria. Todo eso se produjo bajo un régimen político leninista, con mecanismos efectivos de control y movilización oficial de la población. Como lo hicieron los regímenes iraní, nicaragüense o bielorruso ante las protestas populares, el gobierno cubano reprimió la acción popular. Tras la mayor movilización autónoma en 62 años, las autoridades detuvieron a muchos cubanos —más de 1200 a la fecha—, incluidos menores de edad. Hubo una víctima mortal de la represión; numerosos ciudadanos violentados físicamente. Se ha prohibido a muchos acusados el derecho a una defensa cabal y oportuna y se les ha sometido a juicios sumarios.

Los perseguidos en Cuba no son “gente que se lo buscó” o, como repite la propaganda estatal cubana, “mercenarios del Imperio”. Los reprimen, como en otras partes del mundo, por exigir derechos a un régimen abusivo. No sólo los activistas políticos pueblan las atestadas cárceles de uno de los países con más población penal per cápita del mundo. En una Cuba de bajos salarios y desabasto crónico, sobrevivir diariamente supone comprar casi todo en el mercado negro, lo que basta para tener causa pendiente con el sistema.

El régimen cubano se presenta como Poder Popular, pero en realidad es su antípoda. Porque la política popular coexiste y confluye con la democracia liberal en una arena cruzada de principios, formatos y objetivos. Las asambleas pueden convivir con las elecciones. La movilización de masas con la implementación de políticas públicas. Conflictos redistributivos, diferencias de clase y de léxico pueden distanciarles. El Estado liberal, copado por las élites, suele responder de modo diferenciado a sus reclamos. Pero sólo la autocracia, con su supresión simultánea de toda política –popular y liberal– presenta un límite schmittiano a ambas, adversando cualquier reclamo de autonomía. En su reinado se torna imposible “imposible pensar en un gobierno de las amplias masas sin una prensa libre y sin trabas, sin el derecho ilimitado de asociación y reunión”[2]. Eso es Cuba hoy.

Con la continuidad de la agenda antipopular del gobierno cubano, las causas de las protestas continúan vivas. En efecto, la represión aumenta el miedo, pero también crece la ira. La legitimidad oficial está en el subsuelo. La gente sabe que hay muchos descontentos, que tienen voz y que, a pesar del miedo, salieron a reclamar sus derechos. Las calles fueron suyas, durante unas horas. Eso es muy poderoso. Algo se quebró a nivel psicosocial aquel domingo. Y la represión es aplica justo para suturar esa grieta.

El Gobierno procura resolver la tensión acumulada abriendo la válvula migratoria, aprobando reformas parciales y reprimiendo las iniciativas populares que emergen. Parece ser lo que ocurre ahora, con la apertura migratoria hacia Nicaragua y la persecución desatada contra cualquier voz medianamente disidente. Existen aún individuos —mayormente envejecidos, desinformados y políticamente subordinados— que justifican las violaciones del Gobierno. Por otro, llas organizaciones de masas —burocratizadas, ineficientes y parasitarias— son incapaces de garantizar derechos o representar a sus miembros.

Ciertamente, los pronósticos son reservados. Los protestantes aparecen aún como minorías, respecto a la población total, que no logran mutar en un movimiento social masivo. Parte de los protagonistas de estos sucesos terminan abandonando el país, lo que quiebra una acumulación de resistencia. El teórico político, intelectual público y activista democrático John Keane nos recuerda que “las sociedades civiles pueden ser pulverizadas y eliminadas y que su destrucción ocurre típicamente con mucha más facilidad y muchas veces más deprisa que su construcción a cámara lenta y paso por paso”. Éste es el escenario que vemos hoy en varios países de Latinoamérica. Incluida Cuba.

A los actores de la sociedad civil les resulta difícil sobreponerse a su contexto represivo; pero desde allí luchan por revertir esa situación. Pero hay una poderosa razón antropológica para no aceptar la idea de que a los cubanos nos ha sido negada la democracia. Las personas tenemos diversos órdenes de necesidades, imperativos y simultáneos. A la demanda de seguridad, abrigo y alimento, que puede tal vez proveer un déspota ilustrado —especie que no habita dentro de la predadora e ineficiente oligarquía insular— hay que sumar unos reclamos de agencia y libertad básicos, resilientes, universales.

En la isla “excepcional” ya están dados, aunque modestos, procesos de activación cívica. Este año se han producido más protestas, propuestas y manifiestos, en plazas y redes sociales, que en los tiempos anteriores. Los miles de hombres y mujeres que reclamaron sus derechos en Cuba este año hoy, nos hacen descubrir el poder de intentar, celebrar, errar y rectificar, entre todos y con respeto a la diversidad, nuestra agencia y dignidad humanas. En esa búsqueda y acción aparece, nada más y nada menos que el milagro del comienzo. Ese que, como diría Arendt, derrota lo aparentemente eterno y abre los horizontes de un nuevo mundo.

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[1] Claudia Hilb, ¡Silencio, Cuba! La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución Cubana, Edhasa, Buenos Aires, 2010.

[2] Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa, 1918.

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Este trabajo fue publicado en la décimo cuarta edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.


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