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La atmósfera de la imagen es de fotonovela. Se lo aporta la mano enfluxada en la esquina superior derecha. Él le abre la puerta de un carro popular, un vehículo de bajo costo, ensamblado para las clases emergentes, llenas de aspiraciones y con acceso al crédito. Pero también la actitud de ella, confiada, a la vez que risueñamente cautelosa, como triunfante sobre un asedio. ¿Se felicita por haber burlado la vigilancia de alguien que no quiere verla en ese carro y con esa compañía…?
También podría ser una foto publicitaria. Eso explicaría el pertinaz anonimato de la mujer, cuya identidad no hemos logrado establecer, pese a haber estimulado la circulación de la gráfica con fines indagatorios. Nadie sabe quién es. O, mejor, no hemos dado con quien la conozca, anhelo que sigue en pie, por cierto. Las modelos, sobre todo en la época de esta foto, no solían ser conocidas por sus nombres y, en el caso de Venezuela, sorprende la firmeza con que ese incógnito es mantenido.
Sí, parece una foto publicitaria. Apoya la creencia, el hecho, de que ella no mira al fotógrafo, de manera que no se trata de un retrato hecho por un amigo o familiar. Ella mira sobre el hombro hacia atrás, hacia ese pasado deslucido y rural del que se huye aunque sea en un carro baratón, sin botones automáticos ni lujos de ningún tipo. Pero, aún así, bien vale echar un vistazo exultante al camino ya superado que solía andarse a pie o en atestados autobuses y que ahora se transita en una propiedad automotora, que se amortiza a plazos y nos saca de peatones, que ya es mucho decir. Atrás, fuera de encuadre, quedan generaciones de mujeres sujetas al arbitrio del hombre, al fogón y a la sacristía, lo mismo que al condumio pobre en proteínas, la ropita desceñida y la cohabitación sin pastillas anticonceptivas. Ahí quedan, pues parece decir con su mirada: “que les aproveche, conmigo no cuenten”.
Cintura fina, busto elevado y extremidades gruesas, una venus de la clase trabajadora, rebosante de calcio y vitaminas, beneficiaria de las políticas publicas de una pujante democracia. Las anchas caderas tensan el vestidito cosido según los patrones de la revista alemana Burda, pero sabemos que no ha sido madre porque la llanura del vientre es prueba de que, como diría el escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, “no ha parido ni una bellota”.
La sonrisa bien provista de piezas grandes, asomadas sin pudor, y los labios maquillados. La sólida mandíbula le aporta cierto aire masculino, subrayado por el ancho cuello. El peinado, suavemente alborotado por la brisa caraqueña que ha entrado por las abiertas ventanas del carrito, evidencia la cita en la peluquería hace un par de días (debe ser lunes, entonces). Los lentes de sol nos hablan de una familiaridad con la intemperie: nuestra Helena de Troya no es cautiva en los fines de semana, cuando no debe acudir a la oficina… porque está claro que ella tiene un empleo. Nos lo dicen los tacones, impecables, acostumbrados a caracolear sobre alfombras, así como las piernas depiladas y la soltura para moverse en un asiento sin separar las rodillas, habilidad que se adquiere en las rodantes sillas de oficina, siempre acechadas por los babosos y rascabuchadores que nunca faltan.
El bolso, de mimbre con asas de plástico, dan fe de una liberalidad en la interpretación de la moda para oficina. “Ay, sí, chica, me encantan las carteras de rafia. Como las hacen con tantos colores, me combina con todo. Atrévete, vale”.
El carro no es de ella. Todavía no. Por eso no va en la butaca del conductor, quien puso la calcomanía indiscernible. ¿Será un motivo religioso? Alguien debe proteger al pobre de semejantes tentaciones… Ella es determinada, lo dice la manera de aferrar el marco de la puerta para tomar impulso y salir a la acera.
Alguien ha observado que la edad de la mujer se adivina por su destreza para salir de un carro, maña menguante en la medida en que avanza hacia la senectud. Ella saldrá al vuelo, como una atleta. Una lanzadora de jabalina, pongamos. Y dejará el carrito con un cojín tibio, pero despojado de su único fasto, huérfano de la opulencia. Ella está a punto de salir de ese carro y echar a andar. Tiene décadas de libertades por delante. Hey, tú, el de las mangas anchas y las uñas repulidas, es mejor que te avispes, podrían dejarte ahí, aferrando una puerta en una esquina ¿de la Libertador?
Milagros Socorro
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