Ilustración de Lucas García
1
El tipo me apuntó a la cara. No pude guardar el celular. “¡Suelta el teléfono, mamagüevo!”, gritó. Se lo iba a entregar, pero lo metí en el bolsillo del pantalón. ¿Cuándo me vuelvo a comprar un teléfono en Venezuela? El tipo me golpeó la cabeza con la cacha de la pistola y me pegó al vidrio de la ventana. Lo empujé y empezamos a forcejear. Mis lentes salieron disparados, el teléfono cayó, también el bolso, el pote de agua y mi billetera.
Trataba de quitarle el arma. Me guindé de su muñeca, enfocado en apartar el cañón de la pistola. Los pasajeros se bajaron huyendo de la pelea. El chofer y el colector tomaron el efectivo. Nos quedamos solos. Yo esperaba que alguien interviniera. Había visto a tipos como él terminar golpeados y con motos quemadas en la universidad cuando se metían a robar. Pero nadie se metía. Siguió el forcejeo por el pasillo. Salimos. Choqué mi espalda con la viga de la parada. Podía sentir la mirada de la gente y sus gritos ahogados.
El round duró unos segundos más, pero me cansé. Lo solté y corrió. Se montó de parrillero en una moto y se fue barrio arriba, hacia José Félix Ribas, en Petare. Subí a la camioneta y empecé a recoger mis cosas regadas por el suelo y los asientos. Estaba desconcertado. Sentía una presión fuerte en el pecho. La hija de Yumaira me devolvió el celular. El chofer me dijo: “Chamo, no puedes andar sacando el celular así por ahí, por eso pasan las vainas”.
Sólo le pedí que arrancara. Quería salir de allí. La gente veía por las ventanas del carro. Me gritaban que estaba herido. Me sentía como si hubiese corrido un maratón. En ese momento sentí una punzada en el pecho. La respiración se me entrecortó. Temblaba. Quería que todo terminara. Me sudaban las piernas. Me agaché para recoger los lentes y tosí muy fuerte. Salió sangre.
Manché de rojo mi franela blanca de la UCV, el piso y los asientos. Yumaira me miró y dijo que estaba herido. Revisé mi pecho y encontré un orificio pequeño, un hueco a la altura del corazón, rodeado de un círculo negro quemado:
—Mierda, me dieron un tiro.
2
Era 25 de marzo de 2016, Viernes Santo. Esa mañana había quedado en encontrarme en la Plaza Altamira con los otros miembros del centro de estudiantes, donde ocupaba el cargo de consejero de escuela. Íbamos a hacer el primer potazo para comprar los bombillos de la Escuela de Historia. Tenía 22 años y estaba en octavo semestre. La Gorda, mi hermana mayor, cumplió años el día anterior, y Jesuito, mi hermano mayor, estaba cumpliendo ese día, por lo que tenía que regresar temprano para picar la torta.
No me animaba demasiado la reunión familiar. César, mi mejor amigo, me había invitado a la playa y no había podido ir por falta de plata. Nadie pudo prestarme, y en casa apenas si podían pagar la torta. La situación económica empezaba a asfixiarnos. Yo no trabajaba porque estudiaba otra carrera también en la UCV: Comunicación Social. Ambas carreras y las responsabilidades de ser dirigente estudiantil ocupaban mi tiempo. La semana siguiente había exámenes y yo estaba mortificado, estudiando y repasando. Las notas eran mi principal preocupación.
Esa mañana salí a las ocho de casa, cuando mi mamá me echó la bendición. Bajé a pie por todo el barrio hasta Palo Verde y agarré el Metro. El camino no es tan largo cuando llevas los audífonos puestos. Me monté en el vagón a las nueve. Media hora después estaba en Altamira. Pasaríamos todo el día recolectando dinero, en lugar de estar disfrutando las vacaciones.
Estuve llevando sol en La Castellana con un pote plástico de mayonesa grande, de esos que usan los perrocalenteros para echar las salsas. La gente se identificaba con las franelas de la UCV. Era generosa, pero había quienes nos decían que no tenían dinero. Nos turnamos por varias horas y a las cuatro de la tarde, decidimos contar el dinero en casa de una compañera que vivía cerca. No habíamos comido mucho, sólo chucherías. Estábamos muertos de hambre. Yo no tenía dinero, así que Ricardo me pagó una malta y una Ruffle de queso. Quería irme ya, pero José, Giovanna y Francisco insistieron en que me quedara. Dijeron que todo sería rápido, pero nos tardamos. Mi teléfono comenzó a repicar y a recibir mensajes de mi mamá: “¿Dónde estás? Muévete. No vayas a llegar tarde”. “¿Por qué no me respondes?”. Le atendí una llamada y le dije que se calmara, que le bajara dos, que estaba ocupado y llegaría a casa para la torta.
La mamá de nuestra amiga me miró con desagrado por la respuesta que di por el celular y me dio pena. Colgué y me dijo que era normal que las mamás se preocuparan en este país y que la respetara. Pero es que mi mamá siempre estaba nerviosa, después de que a mi primo Ramoncito le dieran el tiro en la platabanda mientras guindaba la ropa. Y cuando Anderson quedó paralítico, porque también le dispararon mientras volaba papagayos en su casa. Ninguno se metía con nadie, pero en el barrio eso nadie lo sabe y una bala perdida siempre puede encontrarte.
Nos despedimos en Altamira. Yo era el único que iba en dirección a Palo Verde. Ese fin de semana pretendíamos completar el dinero para comprar todos los bombillos, porque el horario era nocturno, el pasillo estaba en penumbra y queríamos sumar puntos para la campaña electoral estudiantil.
Cuando llegué a Palo Verde, salí corriendo y alcancé las escaleras mecánicas que estaban funcionando. Recuerdo haber sido el primero en subir. Arriba, el teléfono volvió a sonar, ya tenía señal otra vez y mi mamá lo reventaba. El día aún estaba claro, eran las 6:14 de la tarde y no entendía su angustia.
—Coño, mamá, ya voy a agarrar la camioneta. ¡Cálmate, pana!
—Dale pues, muévete —me respondió y colgó.
Me subí, le di el pasaje al colector y me senté en el penúltimo puesto. No estaba llena, faltaba gente todavía. Detrás de mí se montó Yumaira con su hija y su hermana, unas vecinas que viven en la entrada del callejón donde vivimos. Tenían el celular en la mano y se sentaron en la parte de atrás. Mi teléfono no dejaba de vibrar. No era mi mamá, sino el grupo de la universidad. Todos estaban hablando del potazo y yo moría por escribir también. Pero el aparato se quedaba pegado y apenas funcionaba. Era un Blu comprado en 2014, con los cupos electrónicos de Cadivi y tardaban en llegar los mensajes. Seguí leyendo el grupo y fue justo cuando su sombra pasó a mi lado. Subí la cabeza y ahí estaba: un tipo como de 30 años, con gelatina en el pelo y una franela blanca metida por la correa y el pantalón. Su cara todavía es borrosa. No la recuerdo bien. Le pidió el teléfono a la hermana de Yumaira y la apuntó con un arma pequeña, una pistola calibre 22, un modelo que se hizo popular entre espías y mujeres luego de la Primera Guerra Mundial. No me dio chance de guardar el celular.
3
Me puse nervioso y comencé a temblar. Miraba a los lados y la gente se acercó. Como pude, le di el número de teléfono de mi mamá a Yumaira y le pedí que la llamara: 0412 973… No sabía qué hacer. Nunca perdí el conocimiento, estuve siempre consciente de todo, pero desesperado.
—¡Auxilio, por favor! —gritaba, junto a otras señoras que se acercaban.
Un motorizado con el chaleco naranja de una línea de mototaxis se montó y me bajó del autobús. Era Maykel, amigo de mi hermana. La gente me miraba. Las luces de los postes y abastos ya estaban prendidas, y desde la cola de la panadería todos me miraban. Me montaron en una moto y cerré los ojos. Arrancó, y el corazón me latía con fuerza. Iba llorando. No podía respirar. La desesperación se acrecentaba cuando sentía que el aire no entraba a mis pulmones. Pensaba en tantas cosas: el viaje con César, el potazo, los exámenes parciales que venían, las responsabilidades de la universidad. ¿Qué haría mi mamá cuando se enterara? ¿Me iba a morir?
—Agárrate duro si piensas que te vas a caer —me dijo el motorizado.
Le hice caso y lo tomé por la cintura.
—¿Vas bien? ¿Te sientes bien, chamo?
—Sí, sólo me falta la respiración —le dije como pude. Las rafagas de aire y humo me ahogaban.
—Tranquilo, papá. Ya vamos a llegar.
El motorizado pasó el viejo Hospital Ana Francisca Pérez de León y se dirigió al edificio de al lado, inaugurado por Hugo Chávez en 2012 para las elecciones presidenciales. Subió por el estacionamiento y repetía que era una emergencia. Abrieron las rejas y el guardia me ayudó a bajar de la moto. No me podía sostener, pero todavía estaba consciente. Sacaron una camilla y me acostaron. En ese momento vi a Maité, una de las muchachas que limpiaba en el hospital y vivía al lado de la casa. Me vio y empezó a buscar al médico. Estaba desesperada y le decía a todo el mundo que me atendieran, que yo no era malandro, que era un estudiante universitario.
Recordé cuando tenía siete años y le dieron unos tiros a Johnny, el novio de mi hermana mayor. Murió sin ser atendido en el Hospital Domingo Luciani porque era tiroteado. El temor me invadió. Más sangre salía de mi boca cuando intentaba respirar. Los años que tenía mi mamá prestándole la manguera del agua a Maité fueron recompensados; de una vez me ingresaron al quirófano.
Adentro, me rompieron la franela de la UCV justo por la mitad y me quitaron el pantalón. Llegó una doctora joven, que parecía cubrir la guardia, y me puso una vía intravenosa. También me quitó la cadena con la medalla de La Milagrosa que todavía llevaba en el cuello. Me la había dado mi mamá antes de un examen de la universidad. “Me estás quitando el viaje a la playa que tenía mañana, así que me lo tienes que pagar”, me dijo queriendo hacer una broma mientras me examinaba.
—La bala, entró y no salió —fue lo único que logré decirle con la respiración entrecortada.
—Tranquilo, la bala está alojada en un músculo.
—No puedo respirar.
Un solo pulmón estaba funcionando y el otro estaba llenándose de sangre. Aunque la bala se desvió del corazón y de las costillas, el pulmón izquierdo no corrió con la misma suerte. Fue perforado y desinflado. Por eso no respiraba bien.
—Ya vas a respirar —dijo y se fue. Me dejó solo.
Los minutos se hicieron eternos. Tendido bocarriba, sólo veía las luces blancas del techo, como cuando hay cámara subjetiva en una película. Un montón de pensamientos invadía mi cerebro. Sobre todo, lo que significa estar herido en un hospital público en Venezuela. “¡Coño, qué vaina! Hubiese entregado el teléfono”, pensé y cerré los ojos.
Cuando por fin llegó el doctor, comenzó a dar unas indicaciones que no entendía. Me revisaron el costado. Me inyectaron. Me limpiaron con alcohol y algodón y ni siquiera sentí cuando el bisturí abrió mi piel, luego mi carne. Introdujeron una manguera larga, transparente. De todo el proceso, lo más incómodo eran las ganas de respirar y la dentera que me dio el sonido de la manguera al rozar con los guantes del médico. Me dijeron que ya iba a respirar bien. Cada bocanada de aire que inhalaba era como un puñal en el pecho. Un dolor que sólo me permitía inhalar hasta la mitad del esófago, sin profundidad. Cosieron siete puntos en el costado. Era un drenaje de la sangre acumulada en el pulmón.
—Ahora cuéntame: ¿tienes alguna herida de antes?
—No.
—¿Sufres de alguna enfermedad?
—No.
—¿Cómo te pasó esto?
—Me iban a robar… Nos caímos a golpes… La gente no se metió… No sentí nada —intenté explicar, pero la falta oxígeno me agotaba, era imposible articular las palabras. Todo pasaba tan rápido y las lágrimas cubrían mis ojos. Se fue y otra vez me quedé solo.
4
Mi mamá estaba preparando el cumpleaños cuando le dieron la noticia. Mi hermano estaba en la calle, aún no llegaba. La torta y el quesillo estaban casi listos y mis hermanas se arreglaban para la reunión. El teléfono sonó.
—Coño, ¿ahora quién será?
—Aló. ¿Elisa? Es Yumaira, la de la entrada. Mira, te llamo porque iban a robar a tu hijo, a Jesuito, y le dieron un tiro.
—Ay, qué…, ¿para robarlo? Ay, no, ya va.
Mi mamá lanzó el teléfono y empezó a gritar. De inmediato bajaron mis hermanas. El zaperoco hizo que Yumaira colgara el teléfono. Mi mamá intentó explicar, pero no coordinaba las palabras. Se agarraba de los cabellos y gritaba con los ojos cerrados.
Mi hermana mayor le marcó a mi hermano Jesuito y se lo pasó. Todo parecía una broma.
—Viste, ese es alguien que quería echar vaina. Jesuito está bien, ya viene. Tranquila.
—No, te lo juro, fue Yumaira, llama otra vez, por favor.
La Gorda volvió a marcar el número y atendió Yumaira desesperada.
—¿A Jesús Alberto? ¿Un tiro?
Mi mamá perdió el conocimiento, y cuando lo recuperó estaba debajo de la cama. No sabía cómo había llegado allí. Los gritos se escucharon por todas las escaleras. Mis hermanas, con la ayuda de mi papá, lograron sacarla. Algunos vecinos entraron a la casa ver qué sucedía. Mi papá y mi hermana salieron en moto al hospital. Mi mamá pensaba que el tiro había sido en un brazo. Eso le dijeron para evitar preocuparla. Nadie tenía certeza de nada.
5
Escuché los gritos de mi hermana afuera del cuarto en el hospital.
—-¡Chachi, chachi! ¿Cómo está él? —preguntaba.
El llanto de mi papá se escuchaba también. Mi hermana abrió la puerta de par en par y entró. Me revisó por todos lados, se dio cuenta de la manguera y de la herida en el pecho.
Yo estaba más cansado, respiraba lentamente y le dije que quería dormir.
—No, no te duermas.
Cerré los ojos, estaba consciente pero quería descansar, me sentía exhausto.
—¡Chachi! ¡Chachi!
Ellos me dicen “Chachi” por cariño, porque fue de las primeras palabras que dije de bebé. Estaba molesto con ella particularmente. No nos hablábamos desde hacía dos años y aquello parecía reconciliarnos.
Entró el doctor e interrogó a mi hermana. Mi papá no quería estar ahí. Escuchaba su llanto afuera. Le entregaron la medalla de La Milagrosa y se la guardó en un bolsillo. Me sacaron en silla de ruedas con el drenaje. A la sala de rayos X ingresamos mi hermana, el médico y yo. Me ayudaron a bajar de la silla. Ella cuenta que me puse blanco. La manguera dentro del tronco empezaba a molestarme y en ese momento sentí que se me iban los tiempos. Todo se puso negro.
Logré abrir los ojos y estaba otra vez en el quirófano. Tenía puesta una mascarilla de oxígeno. Me sentía más agotado que nunca. No había comido nada consistente ese día, sólo chucherías. Quería dormir y el frío del aire acondicionado me helaba. Afuera escuchaba a mi mamá gritar.
6
Cuando mi mamá entró al quirófano se enteró de que el tiro había sido en el pecho. Empezó a besarme en la frente mientras lloraba. “Mi niño, todo va a estar bien, quedate tranquilito”. La doctora entró y le pidió que saliera.
A las once de la noche, me trasladaron a observación. La máquina sonaba: Bip. Bip. Bip. Estaba justo al lado de la cabecera. Una cortina pequeña me separaba de otra cama y miraba, acostado, entre mis pies, a las enfermeras entrar y salir. El frío me pullaba la piel, sentía sus estragos en los huesos.
A pesar del cansancio, aquella noche no pude dormir. Pensaba que al salir de la casa, nadie tiene garantía de regresar o siquiera dormir otra noche en ella. No sabía si saldría de esa habitación ni mucho menos del hospital. Podría durar días, semanas o meses. Nada era seguro. La manguera también me molestaba en el abdomen. Me sentía incómodo en la cama tiesa y la mascarilla de oxígeno me irritaba la nariz. Movía la cabeza de un lado a otro. Sólo dormí un par de horas y cuando abrí los ojos, mi hermana me dijo que mis amigos venían en camino. Con la frecuencia de los latidos, la máquina cambiaba el ritmo. Yo no debía alterarme. De un momento a otro, la máquina empezó a sonar: bip, bip, biiip. Y tuvieron que venir unas enfermeras.
La bala había perforado el pulmón izquierdo y pasado a dos centímetros del corazón. Produjo colapso pulmonar. Derrame pleural. El aire escapa del pulmón y se aloja entre éste y la pared torácica, lo que ejerce una presión sobre el órgano e impide su expansión al inhalar aire. También había perdido mucha sangre. Todo lo drenaban con un tubo. El proyectil estaba alojado en un músculo de la espalda, pero por su reducido tamaño temían que pudiera moverse. Las balas calibre 22 son traicioneras. Las horas de aquel sábado de gloria pasaban, mientras mi familia no paraba de rezar y de comprar espirómetros, plaquetas de sangre y todo los insumos que pedían.
No podían retirar la bala de una vez. Nos dijeron que el hospital no podía realizar en ese momento una operación así. Nos recomendaron esperar y ver el desempeño del cuerpo y de la bala. Los médicos presumían que el organismo iba a expulsar el plomo como agente externo y luego sería más fácil retirarlo con una cirugía menor.
Un par de policías entraron y me hicieron preguntas. No sabía qué decir. Nunca había estado en un interrogatorio de ese tipo. Querían saber acerca del suceso y que les describiera al sujeto. Pero su cara era borrosa, por alguna razón no podía recordarla, sólo su ropa. Insistieron. Se resignaron y salieron. Pensaban que yo tenía miedo.
La doctora regresó en la tarde. Nos informó que debíamos subir a una habitación de recuperación. Tenían que desocupar las camillas para otras emergencias. La bala dentro de mi cuerpo estaba quieta, y al parecer mi corazón latía normal.
7
Me subieron a la sala de tiroteados. Había tres camas. Me tocó la del medio porque era la única vacía. Mi prima Sonia ya estaba ahí, poniendo unas sábanas nuevas, con fundas en las almohadas. Mi mamá no tardó en llegar. Eran las únicas que podían ingresar. Me acostaron como pudieron y me dieron de comer. Los otros dos enfermos me miraron. Estaban amarillos y demacrados. Los dos ingresaron al hospital con tiros en el estómago.
En la noche, mis hermanas se quedaban conmigo para evitar que mi mamá lo hiciera. Me llevaron comida. Uno de mis compañeros en la sala de tiroteados le ofreció unos tiros al médico. Quería el alta. Llevaba semanas allí. Se me quitó el apetito. Recibí muchas visitas ese fin de semana. Amigos de infancia, vecinos, compañeros de la universidad. Mi profesora de Historia Contemporánea de los Estados Unidos fue y me dijo la nota de mi último examen: 17.
Los médicos pidieron un espirómetro, un aparato para medir la capacidad respiratoria de los pulmones. Ramoncito, mi primo al que le dieron un tiro, tenía uno y me lo llevaron mientras mi mamá me compraba el mío, porque debía practicar constantemente. Inhalar y exhalar para que las tres pelotas verdes subieran al punto máximo de la medida marcada en el juguete. Todos alrededor veían como lo intentaba, pero inhalar aire todavía producía dolor en el pecho.
Yo sólo quería mejorar rápido y salir cuanto antes para reincorporarme a la universidad. Pero los exámenes, las bolsas de sangre y los medicamentos eran mi día a día. En las revistas médicas, me sentía como un ratón de laboratorio, porque era evaluado por la doctora que estaba estudiando y el médico titular se encargaba de evaluarla y corregirla.
El lunes me sentí mejor. Ya quería salir. El martes anunciaron que me darían de alta. Ese día mi hermano nos fue a buscar en su carro. Salimos a la calle. Empecé a sudar. Mi corazón empezó a latir con fuerza. La bulla de los buhoneros de Petare me asustó. Sentía que la gente se acercaba demasiado. Nos montamos y salimos en dirección al barrio.
Ya estábamos llegando a la zona 9 cuando vimos una caravana de motos que acompañaba a una carroza fúnebre. La calle estaba colapsada por un entierro. Mi hermano nos dejó en la entrada del callejón. Cuando empezamos a subir las escaleras, Candelita, la sobrina de la jefa del consejo comunal, detuvo a mi mamá y le mostró una foto desde su celular:
—¿Ves este tipo que está aquí?
—¿Sí?
—Fue quien le dio el tiro a tu hijo. Ahí lo vienen bajando en ese entierro.
Jesús Piñero
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
- Peter Burke: “El acceso inmediato a tanta información es una bendición, pero tiene un precio”
- ¿Historiografía de aeropuerto? Notas sobre el oficio de los historiadores en la década 2013-2023
- Venezuela y el siglo de la democracia
- Lea acá “Comunicarse cuesta 6 milésimas de oro”, un capítulo de “Canaima de carne y huesos”, el más reciente libro de Jesús Piñero y Valeria Pedicini
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo