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El segundo entierro del general Antonio Paredes

Imagen del Archivo Fotografía Urbana

23/06/2019

Hay gente que no logra sus objetivos porque tiene una idea de sí mismo y de las circunstancias que se superpone a la realidad. Hay, incluso, quienes van directo al despeñadero porque no solo no ven la realidad sino que, aún teniéndola ante los ojos, la niegan. Optan por aferrarse a sus fantasías como si a fuerza de eludir los hechos estos desaparecieran o se adaptaran a sus anhelos.

Es lo que le ocurrió al general Antonio Paredes, quien murió en el paredón de Cipriano Castro, desenlace que ha podido evitar de haber tenido un temperamento más pragmático y menos embebido en ensueños fuera de proporción.

Esta foto, de autor desconocido, fue tomada en su entierro, en Caracas, en marzo de 1909. Es una imagen extraordinaria por la teatralidad de los elementos, la solemnidad de los presentes, así como de la carroza que transporta los restos del general Paredes, conducida por un chofer uniformado con adornos dorados, como en la ópera, y cubierta de flores frescas. A él le hubiera encantado este boato, este avance casi triunfante entre una multitud que se descubre a su paso como en una coreografía cinematográfica. El borde inferior de la foto muestra un trío de sombreros blancos, sujetos por manos jóvenes que se alzan al mismo tiempo, un tributo de respeto ante el desfile del carro luctuoso cuya tracción de sangre ha sido enjaezada para la ocasión con unas mallas negras como la mantilla de una viuda. Imaginamos el silencio en la luz de rosa y oro de la mañana caraqueña, el suspiro al unísono de la multitud, puntuado por los cascos de los caballos, y el jadeo del muchachito que ha logrado hendir la multitud a toda carrera para ponerse en primera fila en el momento en que el carruaje traquetea sobre ruedas de madera crujiente. Había valido la pena sucumbir a la crueldad de un tirano para llegar a la catedral con semejante pompa y en medio de un pueblo genuinamente conmovido por el trágico devenir de hombre tan noble. Es lo que merecía un miembro de su estirpe, caído precisamente por su infatuación de provenir de un linaje heroico.

Para este momento, el general Paredes tiene dos años y un mes de muerto. La imagen recoge el último trayecto de su cadáver, pero no el único. Muy por el contrario. Fue un cuerpo muy trajinado. Había muerto el 13 de febrero de 1907, por ráfaga de déspota, y recibido provisional sepultura hasta que encontró la definitiva este día en que el fotógrafo captó el abigarramiento del cortejo y, de paso, la pluralidad étnica del pueblo de Caracas.

El general Antonio Paredes Domínguez tuvo muchas oportunidades de cambiar su destino. Ha podido, por ejemplo, quedarse en Europa, adonde huyó cuando Cipriano Castro llegó al poder. Ha podido seguir desde allá las noticias y leer, con una sonrisita de satisfacción, la noticia de la enfermedad de aquel con la correspondiente salida del país. “Coñoesumadre”, ha podido decir en silencio, para sí mismo, y luego haber doblado el periódico antes de marchar al bar de la esquina a brindar por el suceso. En vez de eso, volvió a Venezuela y los esbirros de Castro le rociaron el pecho de plomo.

Había nacido en Valencia el 17 de mayo de 1869, un tauro que habrá de ver su sangre regada por la carga de la bestia. Militar y político, había nacido en el hogar del general Manuel Antonio Paredes y su esposa Amelia Domínguez. Era, pues, como establece el Diccionario de Historia de Venezuela de Fundación Polar, descendiente del capitán Diego García de Paredes, del conquistador del mismo nombre y de los próceres Juan Antonio y José de la Cruz Paredes.

—La conciencia de pertenecer a un linaje ilustre —dice el citado diccionario—le confiere al joven Antonio Paredes un sentido de responsabilidad ante el legado de sus mayores. Conceptos de honor, deber y rectitud tienen para él un significado absoluto e intransigente. Sueña con emular las proezas de sus antepasados en un mundo donde, tal como demuestran los hechos, tales hazañas ya no tienen cabida.

Más que un Quijote, era una versión criolla de Emma Bovary. Si a esta la indigestaron las novelitas románticas, a este le calentaron la cabeza los relatos familiares de hidalgos idealizados y caballeros ansiosos de rendir la vida para probar la nobleza. Esto, en escenarios castigados por un solazo e infestados de mosquitos, pillos y militares bailaores que no desperdician la oportunidad para lucir sus dotes en la pista.

En 1893, por intrigas de la política local, que siempre ha sido, digamos, movida, huyó a Curazao y de ahí tomó un barco para Europa, donde estuvo hasta 1897. Cuatro años muy provechosos porque estudió, leyó mucho, escribió (fue autor de varios libros) y tomó cursos en la Academia Militar de Saint-Cyr, Francia. Regresó a Venezuela poco antes de la muerte de Crespo, a quien había apoyado en La Mata Carmelera (abril 1898). El presidente Ignacio Andrade le confió importantes cargos y en septiembre de 1899 lo nombró comandante en jefe del castillo Libertador de Puerto Cabello. Pero entonces se alza Castro y llega a Caracas con los andinos. El propio Andrade sale corriendo, pero Paredes no. Él no es de esos.

“El joven Antonio”, escribió Mariano Picón-Salas, en Los días de Cipriano Castro, “de apuesta elegancia viril, modelo —si lo hubiera querido— del mejor galantuomo caraqueño de fines de siglo, esgrimista consumado, hombre estudioso que lee en el propio idioma, y los comentará en un futuro Diario de prisión, los clásicos de Inglaterra y de Francia, pretende ser el paradigma de una Venezuela altiva, de despierta dignidad moral, ante lo que él llama una nueva invasión de bárbaros. En el libro que después escribirá, dice a cada paso que la generosidad, el arrojo y desinterés de sus ascendientes orientan su conducta a través de las turbulencias de la república. Se le considera un poco Quijote, personaje difícil para aceptar las razones prácticas, en un mundo de viejos caudillos que engordan y quienes a través de Castro se preparan a gozar de las mismas preeminencias de que disfrutaron en tiempos de Crespo y de Andrade. En vano el presidente depuesto le mandó decir que era ya inútil toda resistencia. Castro entró a Caracas; organizó gobierno, pero aún Antonio Paredes continúa atrincherado en el castillo de Puerto Cabello sin entregar la plaza. Hay en él un orgullo y quisquillosidad que llega hasta la desesperación, ansioso de que no se le confunda con los oportunistas y traidores. Cuando todos ceden y se acomodan, parece insistir en que su naturaleza se hizo del metal más incorruptible. Como todos los ‘Bayardos’, los que llevan al último extremo su soberbia y su dignidad ética, será incómodo para sus propios compañeros”.

Paredes le planta al felón venido del Táchira y tras episodios que sería largo exponer —pero apasionantes—, es reducido y enviado preso al Castillo de San Carlos en la entrada del Lago de Maracaibo, donde va a estar desde noviembre de 1899 hasta diciembre de 1902, cuando recibe el beneficio de la amnistía decretada por Cipriano Castro.

El fin del gobierno de Ignacio Andrade, escribió Ramón J. Velásquez en Caída del liberalismo amarillo, “viene a representar para Antonio Paredes el comienzo del último y más importante episodio de su vida. De ahora en adelante su existencia tendrá una razón y sus actos una meta: la batalla contra la tiranía de Cipriano Castro. Combate sin tregua ni desmayo. Desde octubre de 1899 hasta la madrugada del 15 de febrero de 1907 el hombre vive en vigilia, confundiendo sueño y realidades. No conoció el miedo ni el cansancio. Escribía, hablaba, iba y venía, quería convencer incrédulos, despertar sonámbulos y ofrecía a quienes creyeran en su estrella el paisaje de una Venezuela pintada con los colores de la libertad”.

Pasa cinco años exiliado en Trinidad. A veces cruza el mar para hacer incursiones en Güiria. Serán sus últimos años. Desde Puerto España prepara una invasión a Venezuela, que es descubierta por el gobierno de Castro. Informadas las autoridades de la isla, le dan al conspirador 48 horas para marcharse. Además, le allanan su casa y le decomisan las armas.

En febrero de 1907, “invade” a Venezuela por el Orinoco. Entrecomillamos el verbo porque es mucho hablar de invasión cuando alguien ingresa a un territorio oprimido por un sátrapa, con fuerzas más que escasas y sin un verdadero plan ni estrategia. Otra vez, el bovarismo de Antonio Paredes lo llevaba a tener de sí mismo y de sus posibilidades un concepto en nada cónsono con la realidad. Guiado más por buenas intenciones que por un análisis de la viabilidad de su proyecto, terminó capturado en Morichal Largo por las fuerzas del régimen.

Mientras tanto, en Macuto, Cipriano Castro está gravísimo. Se debate entre la vida y la muerte. Sus médicos, aterrados, dejan por la mitad una intervención que se ha complicado. Recién operado, todavía está atontado por los analgésicos, vienen a contarle las andanzas de Paredes. No se sabe si lo que siguió fue orden del cabito o de algún otro asomado que le tenía tirria a Paredes.

El 13 de febrero 1907 lo capturaron. A falta de una cárcel en las inmediaciones, fue retenido en un barco. Dos días después, todo terminó. «En la popa, al pie de la escalera que conduce de los camarotes a la cubierta, hacia la banda de estribor, hallábase el pelotón que iba a ejecutar a los presos. (…) Paredes se acercó a ellos con la mayor naturalidad y al pretender dar el frente hacia los soldados, estos hicieron fuego sobre los prisioneros», escribió Ramón J. Velásquez. Fue, según Simón Alberto Consalvi, el único fusilamiento del siglo XX.

Los cadáveres fueron echados al río, pero unos campesinos los rescataron y los enterraron. Por eso fue posible llevarlos a Caracas dos años después, cuando Juan Vicente Gómez tomó el lugar de su compadre en el poder y usó la figura de Paredes como propaganda para desacreditar la gestión del cabito. “El asesinato de Antonio Paredes fue una perfecta excusa para Gómez encontrar caminos legales, por vía del juicio, que impidieran a Castro regresar al país, comenzando así su andar errante”, puntualizó José Alfredo Sabatino Pizzolante.

—Antonio Paredes —explicó Augusto Mijares— fue un hombre que en la historia de Venezuela puede presentarse como síntesis o símbolo de muchos otros. Por patriotismo, por honradez o por orgullo, adoptó una posición ásperamente contraria a la de los conformistas y logreros que han privado en nuestra vida pública… y en la de todos los países. Quiso ser un luchador excepcional, arriba o abajo, en el mando o en la rebeldía, y cuando vio que ya no podía lograrlo, conscientemente eligió serlo en el sacrificio y en la muerte. Consideraba a la patria como una doncella sin campeón o una viuda engañada por todos, y asumió la misión de reclamar y combatir por ella.

Ramón J. Velásquez concluyó que el drama de Antonio Paredes “es la expresión de un tiempo de crisis venezolana. Crisis de fe, de moral y de rumbo”.


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