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El Presidente y la dama de la polvera

23/01/2022

Imagen del Archivo Fotografía Urbana, 1965

Esta imagen es una suma de equívocos. Nada es lo que parece. Nada está donde debería estar. Es uno de esos momentos -un instante, apenas- en que todo se desordena. Un caos venial, que dura lo que un parpadeo. Nadie lo advertiría… si no hubiera un fotógrafo de reflejos muy finos o que esté, como parece ser el caso, evaluando las posibilidades de la escena (no muchas, desde luego), probando la luz, asegurándose de que el flash va a funcionar. Lo que sí está claro es que esta fotografía, de autoría desconocida, es un ensayo. Un adelanto. El gráfico ha sido contratado para documentar un momento, sin duda, histórico; y, antes de que los personajes hubieran entrado en situación, cuando solo parecían un grupo de gente muy sobria y decente haciéndose la visita, la señora del extremo derecho del sofá sacó del bolso un estuche de lentes de sol y una polvera que se acercó a la cara. Esto hubiera sido un evento simpático -minucias de la antropología urbana- si no fuera porque su vecino de sofá, que ha interceptado el gesto y se la ha quedado mirando, es el jefe del Estado.

Si ignoramos esto, podríamos movernos a engaño y pensar que esta señora le está haciendo un comentario a su marido por lo bajo. Algo así como: “¿Este pobre hombre no sabe que antes de sentarse hay que desabotonarse el blazer?, porque de lo contrario parece una hamaca descolgada… Qué horrible, parece invertebrado”.

Pero el segundo personaje, de izquierda a derecha, no es el esposo de la señora. Es Raúl Leoni Otero (1905 – 1972, presidente de la República desde un año y medio antes (había tomado posesión del cargo el 11 de marzo de 1964, tras haber sido electo el primero de diciembre de 1963). Este día tiene 60 años.

El hombre que está en el centro de la composición, que aquí vemos entrechocando la punta de los dedos y mirando en derredor con expresión de “¿no habrá un tequeñito porai?”. Lo han dejado solo. Unos, retenidos por un repulgo de coquetería y los otros, -evidentemente, amigos de años- trabados en un diálogo trivial. El hombre del extremo derecho parece estar diciéndole a la dama de al lado: “Va pues, estos italianos, que son líderes del diseño planetario, los tipos más refinados, cómo se permiten estos muebles, con los resortes vencidos, cuando me senté por poco fui a dar a la tierra de los enanos, y este tapizado, no sé, como mustio…”. Y ella pareciera contestarle, entre dientes: “¿Y dónde dejas la cortina? Pavosíiiiiisima. Pero nada como -y lo señala con la punta del zapato-, los ceniceros de botiquín”.

Todo es errado. El hombre que está en el centro, en cuyos lentes se abate el flash, es Giuseppe Saragat (1898–1988), presidente de Italia, elegido hacía nueve meses, el 28 de diciembre de 1964. Dos días antes había cumplido 67 años.

La dama tocada con un sombrero “pillbox” [cajita de pastillas] no está para cotilleos. Es la primera dama de Venezuela, Carmen América Fernández Alcalá (1919-1973), la respetada doña Menca. Este día -siempre se vio mayor- tiene 46 años.

Y el caballero en el extremo derecho es Ignacio Iribarren Borges (1913-1988), canciller de Leoni. Este día tiene 52 años.

Esta fotografía fue hecha el 21 de septiembre de 1965. Ese día más temprano, a las 10 y media de la mañana, había aterrizado el avión del presidente Giuseppe Saragat, quien vino a Caracas sin esposa, porque la suya había fallecido tres años antes, pero con una comitiva de unas cuarenta personas, compuesta por su ministro de Relaciones Exteriores, Amintore Fanfani, edecanes y una treintena periodistas italianos. El presidente Leoni lo recibió en el aeropuerto, de donde fueron a presentar el consabido homenaje al Libertador. Del Panteón se fueron al Círculo Militar, donde se alojaría el visitante y tendría lugar un almuerzo. En la tarde, Saragat recibió una representación de la colonia italiana residenciada en Caracas. Es posible que esta foto se haya hecho al final del día, en la residencia del embajador de Italia en Caracas, donde probablemente, habría un pequeño encuentro, previo a la cena de ese día en Miraflores. Hay muchos indicios para pensar que la gráfica se tomó cuando las señoras acababan de llegar a la casa del embajador para reunirse con los caballeros. Advertida de que la prensa ya estaba allí, la dama del traje de chaqueta beige o amarillo, cansada de salir en las fotos con la punta de la nariz como un farol, optó por retocársela con infalibles talcos de arroz.

Al día siguiente, Leoni le impondría la el Collar de la Orden del Libertador a Saragat, quien pronto continuaría su gira por Latinoamérica, que incluía Chile, Uruguay, Argentina y Perú.

Pero aún no hemos abordado la incomprensión más relevante. Viéndolos así, Leoni distraído por los perfumados destellos de una polvera y Sagarat, con un sonrisita de pespunte incrustada en sus mejillas de nonno bonachón, no se pensaría que los dos tienen una agenda política muy clara y firme, frente a antagonistas de cuidado.

En las reuniones oficiales durante la visita de Estado, los dos mandatarios emitieron la sempiterna declaración bilateral, y se comprometieron a intensificar la cooperación cultural, mediante la creación de un Instituto Ítalo-Latinoamericano, con sede en Roma. El sustrato era sumar fuerzas para defender el sistema democrático y plantarle cara al comunismo.

Es posible que la imagen que tenemos de Leoni no sea fiel a la garra que le reconocieron contemporáneos suyos, como el embajador norteamericano Maurice M. Bernbaum, quien se estrenó en funciones en Caracas el 18 de marzo de 1965 en una entrevista de trabajo con Leoni, quien le expuso con detalle sus incomodidades frente a ciertas restricciones petroleras impuestas por los Estados Unidos, en 1959, y que afectaban a Venezuela. Leoni quiso que el presidente Johnson supiera que él consideraba esa política de su gobierno como “discriminatoria”; y le sugirió a Bernbaum que le recordara a su jefe cuán estrecha era la relación entre una solución satisfactoria del conflicto petrolero y la capacidad de su propio gobierno para pararle las patas a Fidel Castro en sus pretensiones de intervenir en Venezuela…

Tras aquel primer encuentro, el embajador Maurice Bernbaum se manifestaría “impresionado de que Leoni estuviera tan metido en su trabajo, conociendo los temas importantes, y con una visión tan práctica de la política. Es muy temprano para formarme un juicio firme, pero en esta primera entrevista, Leoni me dio las bases para pensar que es alguien con quien podemos trabajar.”

En abril de 1967, en el marco de la reunión de Jefes de Estado en Punta del Este, Uruguay, los presidentes Raúl Leoni y Lyndon B. Johnson sostuvieron un encuentro. Leoni e Iribarren Borges lo recibieron en la casa donde se había alojado el de El Manteco.

Con su natural talante directo, al tiempo que sencillo y sin rodeos, Leoni le planteó a Johnson que el problema más serio de Venezuela en aquel momento era ese asunto petrolero que no se había resuelto. Johnson le contestó que él había tratado de ayudar en todo lo que había podido, pero que, bueno, ya usted sabe… “Y, además, recuerde que Estados Unidos compra más petróleo de Venezuela que de cualquier otro país”. Leoni ripostó que, aunque EE.UU. había aumentado sus importaciones de petróleo desde Venezuela, lo cierto era que desde 1959 se había registrado la tendencia de comprar los grados más baratos, lo que llevaba a menores retornos. Y así como había hecho con Bernbaum, demostró ante Johnson su dominio de la materia en todos sus pormenores técnicos. Pero el argumento más afilado de Leoni no se anclaba en la cuestión los hidrocarburos, sino en el rol que Venezuela desempeñaba en el ámbito continental, puesto que el país había logrado construir una democracia cuyos principios coincidían en mucho con los de la Alianza para el Progreso. Lo que no lo ponía, enfatizó Leoni, a salvo de los zarpazos de los enemigos de la libertad y de los EE.UU. No olvidar que todo esto ocurre en el contexto de la Guerra Fría.

—A pesar de las actividades guerrilleras, -dijo Leoni a Johnson- hemos podido mantener una situación política estable. Si Venezuela es incapaz de mantener una estabilidad presupuestaria para financiar los programas que se llevan adelante para el desarrollo nacional y progreso social, no tengo dudas de que sería objeto de una convulsión social. Nuestros enemigos naturales, que también son los suyos, no han sido capaces de poner un pie en Venezuela hasta ahora, pero si Venezuela se ve sacudida por un desbalance social, esto podría dar la bienvenida a nuestros enemigos comunes. Por ello el problema del petróleo venezolano es de importancia para la seguridad del hemisferio.»

En cuanto al socialdemócrata Giuseppe Saragat, era bien conocido por insistir en que su partido, el PSDI, no era marxista, porque su «gran ideal es el de los grandes partidos socialistas europeos»; al tiempo que era crítico del partido comunista italiano por sus contubernios con la Unión Soviética, que él rechazaba por ser partidario «del modelo democrático occidental».

Queda por identificar a la dama del retoque. Si no es la esposa del canciller Iribarren Borges, Carolina Terrero Aguerrevere (4 de diciembre de 1914 – 1991), -que ese día tendría 50 años-, que no parece, puesto que Leoni la mira con una curiosidad remota, como con más incredulidad (y esta, en qué momento sacó ese artilugio, qué de vainas tienen las mujeres) que interés, puede tratarse de la esposa del embajador de Italia. Lo otro es que a los protagonistas del gobierno venezolano les han dado un papel, que los hombres guardaron en el bolsillo del flux y la señora Menca ha plegado en espera de un vaso mal puesto para dejarlo al desgaire. Este detalle nos hace pensar que la señora del compacto, -igual que Saragat, quien tampoco tiene el papel- o no habla español o es parte de la delegación italiana, autora del mensaje impreso en el papel blanquísimo. 

En fin, no importa. Ya sabemos en qué andan Leoni, cuyo padre había nacido en Córcega, y Saragat, hijo de uno de Cerdeña. Y hemos comprobado que, aún con esos trajes de señorona de muchos más años, Menca se reservaba el uso de zapatos de tacón muy fino, que haría resonar el parqué con cierto pícaro caracoleo.


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