Perspectivas

El poder y la fuerza

15/02/2019

Fotografía de Diego Vallenilla | RMTF

De niño me encantaban las adivinanzas. Una me asomó a los juegos de palabras y el encanto de lo absurdo:

—¿En qué se parece una silla a un tren?

—En que el tren pasa por Kansas City y la silla por City Kansas.

Desde entonces me atraen las comparaciones entre opuestos indescifrables, aquellos en que la única manera de encontrar coincidencias es inventándolas o pervirtiéndolas.

En principio, un caimán no es lo opuesto a una manzana. Toda oposición se da en un marco de posibles semejanzas. En Venezuela es estruendosamente evidente que existe un enfrentamiento entre un poder civil y un poder militar. Ambos entes han venido diferenciándose y haciendo su discordancia más dolorosa en cada enfrentamiento. Adelanto una manera de establecer sus similitudes y diferencias.

—¿En qué deberían parecerse lo civil y lo militar?

—En que uno tiene el poder pero no la fuerza y el otro la fuerza pero no el poder.

¿En qué consiste la fuerza y en qué consiste el poder? A la fuerza podemos definirla con la objetividad de la física: “la capacidad de modificar la forma o estado de reposo de un cuerpo”. De las posibles etimologías de “poder” elijo el origen que más me atrae: el griego posis, esposo. Esta versión sugiere que el buen poder es aquel capaz de velar por la paz de los cuerpos.

Creer en la existencia de un poder civil capaz de oponerse a una fuerza militar que tiene otra estructura, otros medios, otra capacidad de violencia, es una causa perdida. El civil desarmado no puede hacer oposición al militar armado, tan solo resistencia. El enemigo más efectivo de nuestro militarizado gobierno ha sido el gobierno mismo al insistir en crear unas condiciones que hacen imperiosa e inevitable su remoción, pero ha sobrevivido al no tener una oposición capaz de competir con sus Fuerzas Armadas. En esta última frase hay algo que no cuadra y debemos revisar, pues las Fuerzas Armadas deben pertenecer a los ciudadanos, quienes las pagan con sus impuestos, no al gobierno, que debería ser tan solo un administrador.

Cuando tratamos de definir un gobierno malo hurgamos en consideraciones morales, incluso religiosas, cuando en realidad el mal se manifiesta de una manera bastante pragmática. Lo malo es simplemente lo que no funciona. Esta sencilla noción del mal la aplicamos a los aparatos caseros: “La aspiradora está mala, hay que cambiarla”. El gobierno ha dado inmensurables evidencias de no funcionar, pero ya no se le puede cambiar utilizando razones o votos. El sistema imperante no privilegia a quien tiene la razón, sino a quien tiene el poder de imponer su irracionalidad, y en este escenario el poder civil no tiene ningún chance frente a una fuerza militar administrada por el gobierno como si le perteneciera y estuviera al servicio de su permanencia.

La historia de la humanidad podría ser escrita a lo largo de una línea: ¿Cómo llegó a darse que quienes tienen las armas aceptaran ser mandados por quienes no las tienen ni saben utilizarlas?

Suponemos que el militar entendió que el manejo de la vida en sociedad convenía dejarlo en manos de civiles, un estrato, por razones obvias, mucho más extenso y más competente para producir, distribuir y aprovechar los beneficios de la paz y la civilización. De hecho un militar es también un civil, tanto como un ingeniero o un médico. Esto es tan comprensible como sano y conveniente, sin embargo, la tensión entre lo civil y lo militar, como si fueran roles antagónicos, nunca ha cesado de estar presente en Venezuela.

Hay que tomar en cuenta algunas complicaciones. Entrenados principalmente para la guerra, para la ciega obediencia, para dominar y aniquilar, el militar no suele estar preparado para las tareas llamadas civiles y la extraordinaria variedad, multiplicidad y complejidad que estas abarcan, incluyendo la política. Considerar a la política como una guerra contra un enemigo al que se debe dominar es una tendencia cónsona con su formación. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué relación existe entre la política y la guerra?

Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz, uno de los más conocidos teóricos de la ciencia militar moderna, insiste en que toda actividad militar está relacionada, directa o indirectamente, con el combate. Este es el fin por el cual un soldado es reclutado, equipado, armado y entrenado. Al insertar al militar en las complejidades de la historia, Clausewitz propuso una frase que dejaría huella: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”.

Según Clausewitz, en ciertas circunstancias la política puede requerir de la guerra, pero ambas nociones no son asimilables, ya que «el éxito de la política no está en el triunfo mediante la fuerza, sino en la creación de una legitimidad y un consenso que hagan innecesario el uso de la coerción y la violencia». La guerra significa violencia, pero la política va más allá de la violencia y el Estado no es meramente un aparato de coacción, sino también, y esencialmente, un instrumento crucial de la sociedad humana, capaz de crear y proteger las reglas de una convivencia que debe ser cada vez más armónica.

Este breve resumen del pensamiento de Clausewitz, lo tomo de un extenso y clarificador ensayo que Aníbal Romero escribió en 1983: “Lenin y la militarización del marxismo”. La base de su ensayo es analizar el giro que Lenin le dio a la sentencia de Clausewitz al proponer que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Trataré de resumir la explicación de Aníbal.

Para Lenin, la política es lucha de clases. El proletariado y la burguesía son enemigos irreconciliables enfrascados en una guerra total. La construcción de una nueva sociedad tiene que pasar por la destrucción hasta sus cimientos de la sociedad burguesa, y la estrategia y las tácticas militares son instrumentos muy útiles en este proceso. Según está visión, los actuales dictadores venezolanos jamás sienten que están haciendo un daño profundo y telúrico al país. Si las cosas van mal, es parte del sacrificio para construir las bases del socialismo, y, si van catastróficamente mal, se están destruyendo los cimientos del capitalismo. Con estos lentes ajustables a conveniencia se consagró el saqueo como arma política, creando un sistema indetenible de corruptos y corruptores que se afianzaron en el poder gracias a la secuela de sus rapiñas.

Si para Clausewitz la guerra es una parte de la política, para Lenin la política es una preparación para una guerra que será el punto final, inevitable, esencial y decisivo del enfrentamiento político, e incluso de la política misma. Lenin no creía en la transición por medio de reformas, de la ampliación de la democracia, la conquista del parlamento, el voto como instrumento de emancipación, la acumulación paulatina de transformaciones, las alianzas de clase. Solo era capaz de aceptar temporales reformismos y compromisos como tácticas dentro del flujo y reflujo de la lucha revolucionaria.

Quien cree que la política fue creada para evitar aniquilarnos unos a otros y ponernos de acuerdo, no se sentirá a gusto con las teorías y la praxis de Lenin. Si su caso es el de un civil que utilizó la guerra como referencia y herramienta, imaginen a un militar que utilizó los mecanismos civiles como mampara para su guerra. El breve discurso de Chávez al ser derrotado en el golpe de Estado de 1992, resume el inicio, el espíritu y el actual devenir de su pensamiento:

Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital. Es decir, nosotros acá en Caracas no logramos controlar el poder. Ya es tiempo de reflexionar y vendrán nuevas situaciones, y el país tiene que enrumbarse definitivamente hacia un destino mejor. Les agradezco su lealtad, les agradezco su valentía, su desprendimiento y yo, ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano.

En menos de un minuto, todo estaba dicho y refrendado. Los “objetivos” consistían en controlar el “poder” militarmente. Ante el fracaso de esa herramienta había que “reflexionar” y encontrar otros caminos para “nuevas situaciones”. El rumbo sería “definitivo”, una manera de plantear lo eterno. Se calificó como un acto de “valentía” y “desprendimiento” un ataque en la oscuridad y a traición asesinando compañeros que vestían el mismo uniforme. Aparece por primera vez el término “movimiento militar bolivariano”, una militarización de Bolívar y de la política.

A partir de ese golpe sangriento, comienza una larga y exitosa serie de eventos civiles, democráticos, que se fueron desvaneciendo y desvistiendo a lo largo de veinte años hasta revelar los hilos, las costuras, la verdadera naturaleza de un proceso de dominación cada vez más dependiente de las Fuerzas Armadas, y que ha causado tanto daño como un ejército invasor. O más, porque un invasor nunca hubiera reducido a menos de la mitad la fuente del botín petrolero, y a casi nada lo que nos alimenta y nos da tranquilidad y reposo.

Estos fracasos se disfrazan al insertarlos en el marco de la llamada “guerra económica”, una manera de militarizar al enemigo. Todo es considerado una guerra, unas veces como incitadores y otras como víctimas. Un ejemplo de inmodestia militar es llamar a Cilia Flores “la primera combatiente”.

Este proceso ha llevado el país a los extremos de la dependencia absoluta, tanto de la minoría de países considerados aliados como de la mayoría de países considerados “enemigos”. Y en esta misma creciente dependencia el gobierno encuentra la redención y la justificación de todos sus males, de todo lo que no funciona, de todo lo que ha destruido. Han creado un viacrucis basado en el dilema entre el huevo y la gallina: ¿Qué ocurrió primero el desastre nacional o las sanciones internacionales? Esgrimiendo esta relación en un solo sentido, mientras más sanciones se reciben, más argumentos hay para aparecer inocentes y libres de culpa. Un país que pagó con sobreprecio el privilegio de ser invadido y penetrado hasta los tuétanos por Cuba, ahora esgrime una futura invasión como prueba de su pureza, buenas intenciones y fe en unos ideales humanistas que el enemigo no le permite alcanzar.

Maduro sostiene que se apoya en las Fuerzas Armadas, y es tan cierto como un inválido en una silla de ruedas. Está perdido políticamente y solo puede mantenerse desde la opresión absoluta. Ya lo advertía Clausewitz: “En una situación tan peligrosa como la guerra los peores errores son los que se alimentan de buenos sentimientos”.

Dice también Clausewitz: “Al hablar de la destrucción de fuerzas enemigas nada nos obliga a limitar este concepto simplemente a las fuerzas físicas. Deben incluirse, necesariamente, las morales”. Y podemos dar fe de cuánta vigencia tiene el teórico prusiano en el siglo XXI. La principal arma para destruir las fuerzas morales del pueblo venezolano ha sido hacernos creer que ya no vale la pena luchar, que el país es irrecuperable, que se trata de una causa perdida, que ya no hay remedio y más vale dejar de resistir, dejarse llevar como en una pesadilla de la que no somos responsables.

A partir de enero el panorama es otro. Se ha intensificado el drama que afecta el alma de la nación sometiéndola a trascendentales peligros. Al mismo tiempo, ha llegado a su clímax la asimétrica oposición entre un poder civil ferviente, inconquistable, representado por la institución más democrática, la Asamblea elegida por el pueblo venezolano, y la fuerza militar, representada por las Fuerzas Armadas (menos del 1% de la población). De ser cierta esta separación, esta brecha, Venezuela está grave y absurdamente escindida, herida. Tenemos una fuerza militar con poder y un poder civil sin fuerza, una división que nos hace supremamente débiles al contradecir un basamento fundamental de la civilización.

A esta suerte de esquizofrenia se suma e integra la internacionalización del conflicto. Sobre la mesa del mundo borbotea la idea de que aquello que no podamos resolver internamente los venezolanos será resuelto por fuerzas exteriores. El planeta nos está observando, decidiendo qué diablos hacer con nosotros, y hasta divirtiéndose con las opciones y los titulares. Nunca antes hemos sido tan dependientes y pendientes de lo que está más allá de nuestras manos y narices. Estamos a punto de constituir un arquetipo, un paradigma, uno de esos cuentos milenarios que se muerden la cola y asustan a los niños.

Una guerra se ha apoderado de la política y arroja su sombra sobre un país tomado por los mecanismos más nefastos de su historia. La paradoja es que ese mismo poder militar está manejado en combinación con la camarilla de civiles que orquestó el hundimiento de Venezuela como un sistema para su usufructo y permanencia. ¿Cuál es la dosis real de lo cívico en lo lo militar y cómo funciona? Esta particular proporción nos lleva a preguntarnos: ¿serán nuestras Fuerzas Armadas verdaderamente fuertes? A lo mejor no son capaces de defender a Maduro y su comparsa ni de integrarse al poder civil, y resulta, que habitan en un limbo mientras son dominadas por otras fuerzas que desconocemos.

¿Cómo resolver esta incompatibilidad creciente, esta incertidumbre desgarradora que nos ha colocado en la mira del mundo? Me refiero a esos círculos concéntricos utilizados en el tiro al blanco.

Llegado a este punto tiendo a ser tan infantil como cuando me asomaba a las primeras adivinanzas. Recuerdo una que preguntaba: “¿Cómo pasa un niño por una cueva llena de leones muertos de hambre?”. La respuesta es simple, “¡Por encima, están muertos!”.

Solo la aceptación de esa muerte política, al comprender que ya no hay huevo ni hay gallina, sino un nido vacío que es mitad paja y mitad mierda, puede salvar a un país que ya ha sufrido lo suficiente para aprender la lección. Ya una vez un hombre ofreció bajar al sepulcro si su muerte contribuía a que se consolidara la unión. Es un buen final para los fantasmas de un movimiento militar bolivariano.


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