El orden de William

13/09/2014

Soy escritor gracias a William Niño Araque y era hora de agradecérselo. Hace unos veinte años William escribía una columna semanal de arquitectura para El Nacional, y generosamente me invitó a colaborar. Entonces, por primera vez en mi vida, me senté a escribir con periodicidad, con método. Era maravilloso ver cómo lo escrito un jueves era publicado un lunes. Muy pronto, lo que era una obligación, se convirtió en un vicio al que cada día soy más adicto.

William Niño Araque retratado por Vasco Szinetar

Ayer encontré una de las tantas cosas (o pistas a seguir, o señales secretas, o últimos regalos) que William Niño dejó olvidadas en mi casa. Es la caja de un CD con la brumosa foto de un puente en París y un título que me llenó de expectativas: Sara Vaughan and violins, con arreglos de Quincy Jones. Abrí la caja con emoción y descubrí que el CD pertenece a otros músicos: Dina Washington and Brook Benton, y se titula The two of us.

“¡Típico de William!”, exclamé, pero después de una desilusión de segundos, disfruté con la sorpresa. No tiene sentido quejarse por un encuentro con Dina Washington y, además, me gusta recordar a mi amigo gracias a una melodía que no esperaba, porque lo que más extraño de William es la magia de lo insospechado.

Al principio le tenía una cierta desconfianza, pues era capaz de llevarse mis libros y mis discos con la naturalidad de un pájaro que toma una semilla en pleno vuelo. Hasta que saqué la cuenta y descubrí que, en nuestros largos años de intercambios, al final yo salí ganando, y por mucho. William era como una marea que siempre nos dejaba más de lo que se llevaba.

Con respecto a los avatares por los cuales Dina Washington fue a parar a la caja de Sara Vaughan, debo aclarar que William era desorganizado, pero no desordenado.

El hombre organizado actúa de afuera hacia adentro e intenta dirigir a los demás imponiendo reglas y juicios universales, prefabricados. También tiene la tendencia a organizar su vida y las de los demás horizontalmente. Le resulta fácil saber donde están sus intereses y posesiones porque todo lo coloca en un mismo plano, en un solo nivel que le resulta conveniente para sus revisiones y simplificaciones.

El hombre ordenado actúa a partir de su interioridad y le complace compartir con los amigos su visión del mundo. Puede que ocurran cambios, pues el hombre ordenado está dispuesto a cambiar; puede que las decisiones no estén en su poder, pues no es posesivo; puede que el orden no sea evidente, pues sabe que toda faena tiene un tiempo y un ritmo que se debe respetar. Su “ordenación” (para utilizar el término que utiliza García Pelayo en un genial ensayo) suele operar verticalmente, pues no puede evitar sentir que en la vida existen valores superiores que merecen toda su atención. Esa distribución de sus esmeros en distintos planos y niveles explica que a veces luzcan tan distraídos, tan desorganizados. William tenía por la música un amor tan abstraído, tan evocador, que entiendo porqué equivocaba las carátulas y olvidaba sus discos en casa de sus amigos.

Me tomó tiempo entender el orden de mi amigo y me intrigaba cómo, a partir de un caos aparente, era capaz de llevar a feliz término empresas tan complicadas como explicar qué rayos sucedió en Caracas durante los prodigiosos años cincuenta, o sus libros sobre arquitectos que ya muy pocos recordaban. Recuerdo ahora el que surgió de su bella exposición sobre la obra de Wallis, Guinand y Domínguez.

Para volver al reino de lo inesperado –donde William parecía vivir tan a gusto– debo antes contarles de una monja gigantesca que dijo unas palabras de despedida en la graduación de bachiller de una de mis hermanas. Pensé que iba a ser una ceremonia aburridísima y casi salto de mi asiento cuando la monja les aconsejó:

–Niñitas, deben siempre recordar que el principal deber de una mujer es saber sorprender y ser sorprendida.

Supongo que esta máxima también se aplica a los niños y a los hombres, aunque sean dos cualidades que nos enseñan a esconder, sobre todo ese “ser sorprendido” no parece estar entre el armamento masculino. Lo cierto es que William siempre me sorprendía. Cuando hacíamos el programa de radio “La ciudad deseada”, yo nunca sabía con que iba a salir. Algunas de sus frases sonaban como disparates y hasta sacrilegios, pero luego se iban asentando y se hacían cada vez más ciertas, más ineludibles. Incluso sus repeticiones llegaban a asombrarme; y creo que por una razón muy simple: William no repetía, William insistía. No podemos decir que unos padres están repitiendo cuando le dicen a sus hijos “Termina la tarea” o “No te comas las uñas”.

Vivimos en una ciudad de amplio espectro que tiene desde necesidades y vicios terribles hasta oportunidades y bienes inmensurables. Estas urgencias, cargas y promesas explican que William no temiera porfiar, remachar, especialmente con sus descripciones de la naturaleza que Caracas posee, que Caracas merece, que Caracas no puede dilapidar. Al recitar su lista de torrenteras, morichales, incandescencias, planicies, miradores, atalayas y farallones, vientos, aguaceros, tempestades, y sus imprescindibles palmeras washingtonias, la ciudad se convertía en una representación de la geografía del país, celebrando que nuestro recinto más urbano pudiera coexistir con el más natural de los reinos.

Siempre vuelvo al día que le pregunté cuántos habitantes tenía Caracas, y con el aire pensativo de quien inicia una meditación me respondió con otra pregunta:

–¿Contando a los pájaros?

Mis gestos de sorpresa eran parcos y constreñidos comparados con los suyos, pues William vivía en un estado de perplejidad continua, colmada de crecientes y genuinos asombros que lo agobiaban. Pasear con él por la ciudad era como acompañar a un turista proveniente de otro planeta que acaba de aterrizar. Con razón tenía tan aporreado a su Volkswagen, una nave resignada a asumir con estoicismo las distracciones y ensueños de su capitán. Entregado a una ordenada escala donde los ideales de belleza y justicia reinaban sobre las tablas de medir, las practicidades, las conveniencias, la vialidad y los semáforos, William a veces se olvidaba de frenar –o lo hacía cuando menos lo esperaban los otros conductores– ante la aparición de una perspectiva que antes había visto mil veces, pero que esa mañana surgía con otra luz, o con otra historia.

Yo me preguntaba: “¿Cómo se puede conocer tan bien a una ciudad y andar por ella tan pasmado, tan estupefacto, tan perdido?”. Y otra interrogante más dolorosa, más difícil de asumir: “¿Cómo se puede gozar y sufrir tanto en una misma ciudad, en una misma calle y en una sola tarde?”.

Esta dualidad (que quizás es siempre inevitable, pues todo verdadero gozo implica un espectro tan amplio que debe incluir el dolor) se convertía en odisea durante sus largas travesías solitarias, muchas veces nocturnas y al borde del insomnio. En esos viajes de explorador irredento se juntaban muchos personajes que William sacaba a pasear dentro de si. Estaría la diosa de la ciudad, una achacosa Atenea cansada de hacer concesiones pero dispuesta a prestar atención a los ruegos de un caraqueño piadoso. Estarían los arquitectos que dejaron sus obras en los valles y colinas como faros en una enrevesada tormenta. Y los dioses caribeños que congelaron una inmensa ola hasta convertirla en un Ávila fértil y bien empinado, para recordarnos que esta vivo y dispuesto a castigar nuestra soberbia. No podía faltar Alexander Humboldt, quien aún insiste en su descripción desde la Silla de Caracas de un valle hacia el sur y un mar hacia el norte, presagiando un parque gigantesco circundado por una futura ciudad marina y andina. Ese era el tema de la más ansiosa y colosal insistencia de William.

Y cuando parecía que ya no había puesto para nadie más en un Volkswagen siempre atapuzado de carpetas y libros, entraban los caraqueños que aún no habían nacido, y sus padres, que aún no se habían enamorado, para imaginar a través de los ojos del piloto la Caracas que merecen heredar.

¿A que hora terminaban sus giras, sus revisiones, ese extenso y profundo auscultar? ¿Hasta dónde alcanzaba esa mirada, ese abrazar, ese afán que intentaba unir al Caribe con las cumbres de dos mil metros, a nuestro incierto testamento con nuestra grandiosa herencia, al sofá en el hogar con la acera en la avenida, al placer de recorrer con el dolor de lo recorrido, a la sorpresa con la constancia, a su creciente soledad con la multitudinaria cosmología de Caracas, a la naturaleza con la ciudad y su arquitectura?

Esta última trilogía me lleva a otra pregunta: ¿En el orden de sus amores qué ocupaba el plano más elevado? ¿Lo arquitectónico, lo urbano o la naturaleza? La respuesta es sin duda la profunda comunión de estas tres fuerzas. William tenía la aspiración de unirlas en una Guía de Caracas. Su hermana Esmeralda ha encontrado sus listados, sus anotaciones y descripciones. Transmiten un afán exhaustivo que iba a dificultar la terminación, pues toda elección exige una serie de exclusiones, de límites, incluso de olvidos y crueles renuncias, algo que no iba bien con su espíritu.

Alguien podría decir que es imposible hacer una guía de una ciudad que insiste en hacerse daño, en no aceptar sus insólitas calidades. Esta tendencia existe y lo mortificaba, pero mayor era el reto de atrapar y congelar una realidad que él concebía como un organismo cambiante, vivo, tan insaciable como difícil de digerir.

Yo siempre pensé que él era el sensible y yo el racional, y pretendía representar ese pretencioso papel de inteligente racionalidad en los programas de radio. Gracias a Dios han quedado las grabaciones y he tenido la oportunidad de aceptar mi equivocación. Sólo desde la sensibilidad se tiene derecho a tener razón, porque se está mostrando las dos caras de la moneda. No hay razonamiento que no parta de un sentimiento; y un argumento que se exime de su origen, de esa parte íntima e intransferible que es el alma sorprendida, carece de un sustrato vivo capaz de reproducirse en otras almas.

Escuchando esas grabaciones una y otra vez he llegado a comprender que William fue mi maestro. A mi pasión por la ciudad le faltaba esa sustancia misteriosa que genera una combustión y nos impide caer en la razonable aceptación de los hechos, en la costumbre, en la abulia. Creo que yo estaba dominado por ese afán de los arquitectos de tomar un espacio y convertirlo en arquitectura, tan distinto a comprender los lugares de la ciudad y ayudar a guiarlos según su vocación. William me enseñó que el punto de partida es el amor desmedido, gozoso y doliente, tan permanente como insatisfecho, y hasta algo loco. En un tiempo de muchas opiniones, pocas convicciones y ninguna creencia, nos hará bien comprender su religiosidad como un “relegere”, una insistente y obsesiva relectura de Caracas.

Y ahora debo aceptar que nunca he llegado a reproducir sus ritos. Mis travesías solitarias son breves y diurnas. No tengo su valentía. Temo las sorpresas, lo que pueda encontrar sin estar buscándolo, y sigo refugiándome en los juicios, en una racionalidad cada vez más timorata. Soy parte de esa organización que hace posible vivir en el estancamiento gracias a una prudente dosis de ilusiones y proyectos. Aunque hay momentos en que su referencia se hace demasiado angustiosa al señalarme que hay un orden al que vale la pena entregarle la vida, y, así, vivir plenamente.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 13 de septiembre de 2014.


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