Perspectivas

El monstruo y los deseos

15/08/2024

Stanford White. 1895. Fotógrafo desconocido

Hace un cuarto de siglo años escribí un libro de ensayos titulado La ciudad sin lengua (Editorial Sentido). La semana pasada alguien publicó algunos extractos de uno de los ensayos. Quisiera decir ahora que era mi favorito por haber dedicado algunas de sus líneas a la mujer venezolana. Suena bien, pero no recuerdo esa sensación. Sí creo haber explorado pensamientos que se nos han hecho espectacularmente ciertos.

Dedico la reiteración de este ensayo a María Corina Machado.

En 1906 Harry K. Thaw mató a un hombre por haberse acostado con su esposa. La noticia fue sensacional por varias razones. El asesino era el heredero de un emporio de ferrocarriles y carbón en Pittsburgh, la víctima era Stanford White, el arquitecto más famoso de la época; y otro detalle adicional: la seducción había ocurrido varios años antes del crimen. Fue una reacción de efecto retardado; Thaw no soportaba que White hubiera seducido a su esposa cuando ésta solo tenía dieciséis años.

En el juicio Harry fue absuelto y declarado demente, mientras el difunto Stanford surgiría como el sátiro más carismático de los inicios del siglo XX. Noventa años después, cuando los White esperaban que el público sólo recordara al ilustre antepasado por los edificios, una tataranieta ha decidido escribir una nueva biografía, y, malas noticias, incluye los secretos de la familia.

Harry Thaw. Fotótgrafo desconocido

Suzannah Lessard creció en las tierras de sus antepasados en Box Hills, al sur de Long Island, en medio de “sesenta acres de riesgo y peligro”. En su biografía, Stanford White emerge como artista virtuoso y hombre monstruoso. El Don Juan divertido y con gran estilo que tenía su escondite y altar de sacrificios en la cima del Madison Square Garden, reaparece convertido en un depredador sexual especializado en jovencitas. El arquitecto de los deseos públicos se convierte en el artífice de sus íntimas perversidades.

El crítico Paul Goldberger hace una brillante presentación del libro de Lessard, lo resume como una fusión entre sicología arquitectónica y estructuralismo familiar. Y es cierto, la autora hace terapia con su propio pasado; cuenta cómo en los predios de Fox Hill, su padre y otro miembro de la familia abusaron de ella. Este incidente privado se cubrió con un silencio similar al utilizado cuando el gran escándalo de 1906, de manera que la compulsión sexual, los mitos románticos y los grandes secretos forman parte del patrimonio y la tradición de la familia White.

Goldberger se impresiona por la habilidad con que Suzannah logra unir su vida a los espacios donde la vivió: “Yo he llegado a ver la historia de mi familia como algo similar a la arquitectura. Igual que la arquitectura, es silenciosa. Te envuelve, pero no necesariamente llama tu atención… Sin embargo, igual que la arquitectura, puede repentinamente invadir tu conciencia… Uno puede llevar su vida sin pensar en el pasado, y en un instante, como si vinieras de un sueño, descubres asombrado que estás viviendo en su interior.”

A lo largo del libro el tatarabuelo arquitecto surge como el epicentro del drama. La autora y una prima recorren su obra extraordinaria mientras tratan de explicar el fenómeno desde sus propias almas. Frente al Bowery Saving Bank comentan: “No podemos conocernos verdaderamente sin saber cuánto hay de terror en la armonía; sin registrar en nuestra médula una frialdad que podría pasar por calidez, o violencias que pueden presentarse como deseos de vivir.”

En definitiva, la esencia de la paradoja radica en el juego entre el héroe y sus demonios. Lo que a las dos primas les fascina y aterroriza es cómo en Stanford “la obsesión por la belleza existía en un continuo ininterrumpido junto a su capacidad destructiva”.

Estas dos mujeres han acometido una aventura peligrosa que va del dolor a la pasión. Sólo a través de esta inmersión en los espacios que cobijaron y maltrataron su fragilidad es que puede surgir la perspectiva magnifica de redimir el pasado entendiendo los espacios que éste generó.

Debe ser fácil percibir el espíritu vengativo, el furor uterino, mientras las dos primas remontan el árbol genealógico hasta llegar a las raíces del patriarca y del arquitecto genial. Ya la familia White se ocupará de defender al padre y al tío, lo que ahora nos importa son las particularidades de estos juicios, de estas sufridas críticas arquitectónicas tan descaradamente femeninas.

En nuestro país la feminidad debe tener historias similares de dolor y de pasión, de sumisión bíblica. Desde niño uno observaba cómo el universo de la mujer venezolana abarcaba silencioso áreas enormes, cómo fluía sin aparente esfuerzo, pero siempre circunscrito y delimitado. Este potencial comienza a invadir y a dominar todos los aspectos de nuestras vidas, pero nadie parece querer analizar a fondo este proceso avasallante. Estamos presenciando el fin de lo masculino como modelo de poder, y la aparición triunfante e inevitable de un modelo femenino.

Hay costumbres que nos diferencian. El hombre suele recurrir al chiste, a la narración de un hecho insólito y ficticio, sin personajes ciertos. La mujer utiliza más el chisme, donde el mérito de lo insólito radica en su veracidad, en el hecho de que el protagonista sea una persona y no otra. El chiste nos aleja de nuestra condición real, de lo inmediato; el chisme la explora. El libro de Suzannah Lessard es un chisme acucioso sobre sus propios antepasados y, a la vez, nos ofrece abundante material para entender nuestra relación epidérmica con la arquitectura.

Este tipo de información ha pasado a primer plano. Hace treinta años nadie habría imaginado que las mujeres de Diego Rivera y de Henry Miller serían importantes por méritos propios. Rivera y Miller representan la clásica masculinidad titánica, voraz y dionisíaca, muy similar por cierto a la de Stanford White. Sus hembras les servían de satélites, de referencia. Y resulta que hoy se venden más libros de Anais Nin que de Miller, y los cuadros de Frida Khalo son las estrellas en las subastas latinoamericanas. Puede que sea un fenómeno pasajero, pero lo cierto es que la mujer está en la vanguardia y en perenne confrontación.

La mujer venezolana tiene la ventaja de iniciar esta actitud. La gran mayoría de las mujeres profesionales no tienen en la madre una tradición que imitar. Las mujeres que las preceden estaban circunscritas al mundo doméstico y familiar, trabajaban y dirigían una intimidad. Estas nuevas hijas, sobrinas, o ahijadas que se preparan a dirigir lo público no necesitan de un modelo, no les hace falta, están consciente y emocionadas de inaugurarlo.

En un mundo masculino, ellas al principio fueron tomando puestos fragmentariamente, aprensivas, inseguras, temerosas, y hasta renuentes, a reflejar lo particular y propio de una mujer. Esta aprensión era comprensible, pero también lamentable. El síndrome de la igualdad puede anular la posibilidad más interesante, la de crear nuevos modelos, nuevas referencias, nuevos estilos de dirección alimentados por el universo femenino.

En nuestro medio la presencia de la mujer se sentía en la retaguardia. La mujer se ocupaba de enderezar el entuerto, de revisar las propuestas, de ordenar, de cuidar. Las mujeres han ido siendo jueces, revisores en las ingenierías, directoras de museos, alcaldesas, y en los casos más notorios de poder, amantes del presidente. Ahora empiezan a ocupar el frente, a dirigir la película, a escribir el cuento, a diseñar el edificio, a decidir las inversiones. Sólo Dios sabe si llegaremos a tener un Stanford White caribeño y femenino; una arquitecta de los deseos, menos promiscua pero igual de apasionada.

Este proceso quizás no genere una nueva arquitectura, pero al menos nos dará a los hombres más sabiduría, y más competencia.


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