Monumento conmemorativo al Holocausto. Berlín. Fotografía de Renate | Flickr
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La Segunda Guerra Mundial dejó una impronta imborrable para el mundo occidentalizado, siendo directamente asociada con el exterminio de judíos en campos de concentración. Sin embargo, también hubo otro grupo de víctimas de cuyos padecimientos no suele hablarse. Se trata del pueblo alemán no alistado en el ejército, esa parte de la población civil que en las ciudades fue objeto de los bombardeos sistemáticos de los aliados. Finalizada la guerra, aquellas personas guardaron silencio y se entregaron a la reconstrucción de su país, en un esfuerzo por no aludir siquiera en su vida cotidiana lo sucedido, incluso tratando de no transmitir información del horror sufrido a sus descendientes. Así, los ciudadanos alemanes se empeñaron en olvidar tanto los bombardeos como, por supuesto, el Holocausto. Acerca de este fenómeno ha escrito W. G. Sebald en su libro Sobre la historia natural de la destrucción, publicado en español por Anagrama en 2003.
Culminada la guerra, el silencio se extendió y «siguió una etapa de represión del recuerdo en la que la voz de las víctimas fue desoída o subestimada durante dos décadas» (María Elena Stella, «Holocausto y memoria en los tiempos de la globalización. Representaciones en el cine alemán», Centro de estudios en diseño y comunicación, 77, 2019, p. 87). La cita se refiere a las víctimas judías; no obstante, omite a la ciudadanía alemana que padeció los bombardeos y demás tormentos de la guerra. En efecto, el conocimiento de los crímenes del nazismo comenzaría a comprenderse a través del arte cinematográfico, no por información bibliográfica ni periodística. Según Andreas Huyssen (En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007) comenzamos a informarnos del horror vivido en la Segunda Guerra tras la emisión de la miniserie televisiva Holocausto, puesta al aire por primera vez en 1978. A partir de entonces siguieron otras experiencias fílmicas, pero también conmemoraciones, memoriales y monumentos. El objetivo era ‒y sigue siendo‒ no olvidar.
Desde los años ochenta del siglo XX la impronta del Holocausto ha permitido entender la memoria en sí misma como objeto preciado a nivel político y cultural en los países occidentales. Esto se observa mucho más en aquellos territorios que experimentaron regímenes de terror, dictaduras y desapariciones forzadas como, por ejemplo, Uruguay, Argentina y Chile. Se habla así de memorias sufridas, traumáticas y dolorosas que no pueden ser olvidadas mientras se las compara, además, con el Holocausto. El objetivo, entonces, sigue siendo el mismo.
Paulatinamente, y también desde los ochenta, la memoria y el testimonio de las víctimas se han ido asociando con las ideas de justicia y verdad mientras desplazan a la historia como disciplina. Recordar se ha convertido en un imperativo político, en un deber, en un asunto ético y moral que rechaza al olvido en todas sus manifestaciones. Presenciamos un verdadero culto a la memoria en occidente, tal como lo afirma Xerardo Pereiro («Antropología, memoria social e historia», ETNICEX, 3, 2011, pp. 65-79).
En este contexto se habla de memoria colectiva, de memoria social, de memoria de los pueblos, pero de manera errada al tratarla como si a nivel grupal se observara la misma facultad que ostenta un individuo al recordar. Pero, como explica Joel Candau (Antropología de la memoria, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2006 y Memoria e identidad, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 2008), no constituyen lo mismo memoria individual y memoria colectiva-social, aunque en algunos discursos políticos tanto como en escritos académicos se asume una sinonimia entre ambas categorías. Así se hilvanan textos generalizantes, envolventes, que permiten imaginar poblaciones enteras recordando y reclamando justicia, mientras se hacen invisibles aquellos sectores de la población que optaron por el olvido.
Desde una posición políticamente desapasionada, Paul Connerton («Seven types of forgetting», Memory Studies, vol. 1, n° 59, 2008, pp. 59-71) no criminaliza el olvido, antes bien señala que el olvido no representa un error ni una pérdida, y entre los siete tipos del fenómeno que describe se halla el olvido como insumo para la formación de una nueva identidad.
Con criterio similar, Ana Pagés asienta que el olvido resulta «Una especie de paréntesis en el tiempo, cuya apertura impide que sigamos cerciorándonos de nuestros constantes temores e inquietudes. Este paréntesis se podría definir como un espacio de invención» (Sobre el olvido, Barcelona, Herder, 2012, p. 30).
Por tanto, autores como Connerton y Pagés permiten comprender el olvido de otra manera, más positivamente en cuanto oportunidad para recomenzar. De allí que sea posible pensar el olvido como medida terapéutica para los individuos y también para las sociedades.
No obstante, el deber de rescatar la memoria intimida políticamente a quienes postulan otras formas de reconstruir el pasado, porque se trata precisamente del pasado y de su apropiación para imponer una versión particular de este. Hablamos, entonces, del uso político de la historia con miras a conquistar adeptos y controlar el poder (Juan-Cruz Alli Aranguren, «La memoria histórica, sus lugares y el uso político en Navarra», Huarte de San Juan. Geografía e historia, n° 28, 2021). En este sentido se observa la imposición de una narrativa a la cual se suele denominar “memoria colectiva”, recurso ampliamente empleado tanto por regímenes de derecha como de izquierda.
De modo pues que si hay necesidad de inducir y en otros casos de imponer por fuerza de decretos gubernamentales la llamada “memoria colectiva”, cabe inferir que la tendencia social es, por el contrario, el olvido. En palabras de Candau: «Lo único que los miembros de un grupo o una sociedad comparten realmente es lo que olvidaron de su pasado en común.» (op. cit., 2006, p. 64).
En Venezuela, diferentes olvidos sociales del pasado común pueden señalarse en relación con varios e importantes acontecimientos. Por ejemplo, las lecciones de la llamada “Tragedia de Vargas” se olvidaron según lo demuestra la reiteración de asentamientos en zonas de alto riesgo de deslaves e inundaciones. Asimismo, la experiencia de sismos destructores también habría sido olvidada mientras se vuelven a construir vivendas sobre ruinas de terremotos.
Un olvido de cuño actual sería el que fraguan inmigrantes jóvenes que al huir de los problemas en Venezuela se han asentado en otros países y ya no desean volver. Muchos de ellos suelen manifestar indiferencia ante la situación de la nación, mientras dejan atrás recuerdos y pasados, un preámbulo del olvido.
Al mismo tiempo dentro de Venezuela se observa cómo se van borrando de la memoria acontecimientos políticos recientes desde la práctica del silencio, esto es, sin nombrarlos ni comentarlos, la misma actitud que tuvo, pongamos por caso, la población civil alemana respecto de los bombardeos que destruyeron sus ciudades al comportarse como si no hubieran ocurrido. (Nótese, por ejemplo, el comportamiento en algunos grupos de WhatsApps venezolanos donde suele censurarse cualquier comentario que aluda a la situación política del país.) Disimulando el dolor y la vergüenza algunas sociedades optan por olvidar para recomenzar. A esta posibilidad Connerton (op., cit.) la llama «olvido como silencio humillado», recordando precisamente a los ciudadanos alemanes en su intento por encubrir aquel hecho tan doloroso como deshonroso. Salvando las distancias, ¿será que la población venezolana aún en el país podría compararse con la alemana de la postguerra?
Probablemente, hacer un balance sirva de ejercicio para provocar alguna reflexión acerca de nuestra propia contemporaneidad política. La invitación, entonces, es a revisar qué es el olvido social, sus razones y cómo podría configurarse, siguiendo el trabajo de diversos investigadores (los citados y tantos más). Asimismo, sería provechoso comparar ejemplos históricos de olvidos como el aquí reseñado de la población alemana ante los bombardeos de los aliados y el silencio de los venezolanos ante los acontecimientos políticos actuales.
El olvido no es un hecho novedoso sino, más bien, recurrente y observable en reiteradas ocasiones. Ocurre que no es políticamente correcto, por lo cual se le desprecia esgrimiendo argumentos morales. Sin embargo, al parecer la tendencia social sería la de olvidar y recomenzar, mientras no se imponga de manera interesada y por medio de decretos y leyes el deber político de memoria. Hay episodios históricos que efectivamente y sin discusión necesitan ser rememorados, pero se debe eliminar la truculenta manipulación que los precede. Justo por ello resulta importante esforzarnos en entender por qué y cómo olvidan las poblaciones, principalmente la venezolana.
Disimular los padecimientos cotidianos es el preámbulo de un olvido similar al que intentó la población civil alemana durante la postguerra. No se está sugiriendo, advirtamos, que sea recomendable estimular el olvido en el caso venezolano. Lo que se pretende es llamar la atención sobre una tendencia social que suele pasar desapercibida. Algunos pudieran pensar que al olvidar se entra en el juego de una vil complicidad; otros se inclinarán en defender el olvido como un derecho. El debate está abierto.
Yara Altez
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