CrónicaLiteratura

El hombre que daba de beber a los peces

12/01/2018

The Therapist (1937), de René Magritte

A mediados de los años setenta, trabajé por unos tres años en una torre de oficinas al lado del Centro Comercial Santa Sofía. A media mañana bajábamos a tomar un café y durante unos quince minutos los pasillos y las pocas tiendas de aquella pequeña isla en medio de una urbanización hacían de ciudad. Requería mucha imaginación encontrar diversión y enseñanzas en la imitación de una calle sin plaza. La falta de sorpresas nos iba haciendo cada vez más lerdos y rutinarios. Cansados de buscar de qué hablar, solíamos subir de vuelta al trabajo en silencio, como cazadores que ni siquiera llegaron a disparar la escopeta.

Con el tiempo, en aquella obra de teatro que se repetía todas las mañanas, fueron perfilándose algunos personajes y, ya de vuelta en la oficina, lográbamos divertirnos comentando sin misericordia sobre sus vidas. Carlos Agell imitaba al parco dueño de una ferretería cuyo mayor placer era no tener lo que el cliente pedía.

Llega alguien y pregunta:

—¿Tiene clavos de acero de una pulgada?

El ferretero no responde de inmediato. Mira fijamente al cliente, quien se ve obligado a repetir la pregunta complementándola con algún gesto, como imitar un martillo que golpea algo que tiene entre los dedos, o señalar la medida que busca usando el índice y el pulgar. Después de escuchar la repetición y contemplar impasible los actos de mímica, el ferretero cierra los párpados mientras toma aire y medita. Una docena de segundos después abre los ojos y esbozando una sonrisa de arzobispo que acaba de merendar, mueve la cabeza a la derecha y a la izquierda en un “no” de velocidad apenas perceptible. Salcedo se llamaba aquel ferretero que en la Caracas de hoy sería inmensamente feliz.

Esa actitud ante la clientela fue tomando cuerpo en aquel centro comercial de naturaleza exigua y escala reducida, y pronto se convirtió en un estilo vernáculo el que los comerciantes celebraran lo poco que tenían en sus tiendas. Este y otros filones eran temas a explorar en nuestras cotidianas excursiones en grupo a ver quién lograba encontrar una anécdota, un tropiezo, una tara, un chisme, algo, lo que fuera, que pudiera tener algún provecho.

Entre la ferretería y el café (poco más que una barra sin asientos) había una papelería manejada por una asturiana que parecía haber llegado a Venezuela hacía un par de meses. Por un tiempo hizo esfuerzos por ser agradable, colaboradora, pero la soledad y las pocas ventas la sumieron en el espíritu del lugar. Al fondo había un estante con libros escolares que se renovaba cuando comenzaban las clases en septiembre y luego permanecía intacto. Yo era el único que manoseaba aquellos libros diseñados para ser leídos por obligación. Ya había leído Doña Bárbara en bachillerato, también obligado, y me hacía bien abrir la novela al azar, y encontrar siempre algo que no recordaba.

La primera vez que recité en voz alta un par de líneas sobre los paisajes del llano la ceremonia le encantó a la dueña. Quizás presintió que su papelería podía convertirse en un club de lectura donde se reunirían intelectuales. A la cuarta o a la quinta vez ya no le gustó tanto y me miraba como si le estuviera gastando la mercancía.

En una de mis jornadas descubrí que entre los libros recomendados por el Ministerio de Educación estaba una obra del Marques de Sade, La filosofía en el tocador. El papel era barato, como todo lo que editan las instituciones del gobierno, y puedo asegurar haber leído en la contraportada: “publicaciones escolares”. Nunca entendí cómo se había colado semejante portento. Aún no sé si achacárselo a un sádico de quinta columna o a un educador muy progresista. Lo cierto es que me quedé tieso, erizado, leyendo cosas que a los veinte años no sabía que se hacían o se podían hacer. Una de mis consignas era “jamás escandalizarse”, y resultaba humillante que me temblaran los brazos mientras pasaba las páginas donde se describían tríos y cuadrigas encajados en fila india. Debo haber pasado un buen rato sumido en aquel estado de flagrante pecado, porque la dueña me preguntó:

—¿Usted hoy va a comprar algo?

Sus palabras me asustaron y me sentí al descubierto en más de un sentido, pero pronto recuperé la compostura de cazador y le dije con firme amabilidad:

—Señora, ¿usted sabe lo que tiene aquí, entre las obras para niños?

Sin decir más llevé el libro al mesón donde se refugiaba la dueña tras su caja registradora y se lo entregué con el dedo insertado justo en el meollo. Le di tiempo de mirar unos cuantos verbos mientras la torturaba:

—Esto es literatura pornográfica.

El cuento que llevé esa mañana a la oficina fue exitoso. El único reclamo fue “¿por qué no compraste el librito?”, una pregunta que remata uno de los actos más viles que he cometido en mi vida: hacer de inquisidor por el placer de generar una escena memorable. Mi excusa era el tedio, y, aunque me haga lucir remilgoso, añado el efecto entumecedor de las descripciones del Marqués. Incluyo aquí una sola línea, dice Dolmancé: “¡Cómo descarga la pequeña bribona!… Su ano se aprieta hasta cortarme el dedo”. No añado más transcripciones porque fuera de contexto son tan alarmantes y desproporcionadas que todo lo que he escrito y estoy por escribir luciría tonto y banal.

A la mañana siguiente regresé a la papelería y la dueña me recibió como si fuera un inspector del Ministerio: con una antipatía cerrera y un miedo servil. Me dirigí al estante de literatura y vi que los libros escolares habían sido sustituidos por una serie de viejas revistas sobre la guerra civil española editadas por el periódico ABC. Eran magníficas. Recopilaban noticias de las batallas desde dos perspectivas, pues existió un ABC en el lado republicano y otro en el de los sublevados. En aquella pequeña librería yo representaba un franquista arrogante y todopoderoso que andaba a sus anchas tomándose el tiempo que quería.

Quedaba un personaje asociado a la papelería que nunca había explorado: el marido de la dueña. Tenía una palidez de nevera y gestos nerviosos, indecisos. Decía ser contable y al principio pasaba unas horas en la mañana revisando facturas y sacando cuentas. Algo habrá sucedido con su trabajo, o creyó que en la papelería estaba el futuro de la familia y decidió dedicarle todo su tiempo. Empezó a aparecer más seguido y pronto la frecuencia se transformó en siempre. Era el cronista de Santa Sofía y se paseaba con ínfulas de alcalde opinando de todo, soltando a mansalva ideas de cómo convertir un retirado y aburrido centro comercial en un Mall de exquisiteces. Su campaña principal fue contra el restaurante chino. Decía que los orientales contaminaban el aire con los restos de langostinos que se meteorizaban en el cuarto de basura y siempre estaba olfateando, girando el cuello como un marino que se acerca a la costa, argumentando que no olíamos la putrefacción por habernos acostumbrado a ella, y nos advertía: “Nada embrutece más que un mal olor”.

Se hizo omnipresente y llegó un momento en que parecía seguirme, o yo a él, pues me lo encontraba a donde fuera, enfrascado en hacer preguntas minuciosas, o contestándolas él mismo cuando nadie tenía respuesta o interés en contestar.

Mi centro de investigación había pasado de la papelería a una tienda de animales que acababa de instalarse. Ya no soportaba la mirada de la dueña, quien empezaba a dejar atrás sus temores. Le compré la colección completa de la ABC para hacer las paces y dejé de ir por un tiempo mientras se calmaban los ánimos y se renovaban los estantes. En la tienda de animales podía mirar los perritos hacer sus cabriolas de huérfanos buscando padres, las jaulas de canarios y las peceras. Allí era más fácil extasiarse sin tocar la mercancía. El dueño era un gordo risueño que decía ser veterinario y exhibía sobre el mostrador unas grandes láminas con enfermedades y disecciones zoológicas bastante desmoralizantes para un comprador.

Un día que entré en la tienda encontré al contable de la papelería haciéndole preguntas al dueño. Puse atención cuando le dio por insistir en voz alta:

—¿Entonces usted les da de beber?

El veterinario respondía pausadamente, con el gesto bondadoso y afable de quien disfruta los temas propios de su profesión:

—Sí, señor, todos los días. En la mañana al llegar y en la tarde antes de cerrar.

—¿Y en qué les coloca esa agua? —continuó preguntando el contable.

—En este recipiente de plástico al que ya están acostumbrados.

—¿Y ellos van y toman justo de esa agua, de la que está en el recipiente y de ninguna otra?

—Sí, se la toman toda. A veces tengo que repetirles la dosis.

—Pues mire usted, siempre habrá algo que aprender… ¿Yo podría venir esta misma tarde a ver cómo toman de esa agua?

—No hace falta que venga esta tarde. Ahora mismo podemos darles un poco.

Yo había permanecido alejado, callando cual fantasma, hasta que sentí curiosidad y me acerqué unos cuantos pasos. Pude ver las medidas de asepsia que tomaba el veterinario, como si fuera a darle de beber a un recién nacido. El contable seguía los movimientos acercando los ojos y doblando el torso, al punto que tropezó el envase y hubo que volver a llenarlo. En el segundo intento el veterinario caminó lentamente para no derramar una gota y se acercó a la jaula de los canarios. Ya frente a la jaula le dijo al contable:

—¿Me podría ayudar?

—Sí, sí, ¿qué debo hacer?

—¿Podría abrir con cuidado la puertita?

El contable no se movía y le tomó tiempo atreverse a hacer otra pregunta más:

—¿Es que aquí es?

—¿Y dónde creía que era?

El contable se llevó las manos a la cabeza y exclamó:

—¡Ah! ¡Es a los pajaritos! ¡Creía que era a los pececitos!

Su hallazgo retumbó en la tienda. El sabio veterinario ya había empezado a sospechar que se estaban burlando de sus amorosos cuidados y no le hizo gracia cómo terminó su demostración. Él mismo abrió la puerta de la jaula mientras pestañeaba y tosía mortificado por una molestia que no era capaz de manejar. Regresó solo a su mostrador y se puso a revisar unos folletos para ver si lograba quitarse de encima al visitante. Al mismo tiempo, el contable trataba de recuperarse del súbito giro que había tomado el experimento. Se le sentía en la respiración que había sufrido una enorme desilusión, pues había creído que estaba por presenciar un hecho extraordinario, uno de esos misterios de la ciencia que cambian nuestra percepción del universo, y la faena resultó ser absurdamente sencilla.

Los canarios fueron los únicos beneficiados por la confusión y cantaban alborozados por aquella dosis extra de agua fresca mientras el contable los continuaba observando, aún confundido, como si fueran seres mitológicos capaces de nadar y volar. Cuando giró y se acercó a la pecera para constatar las costumbres de los peces y tratar de ver cómo tragaban agua, por fin me vio y se alegró muchísimo. Yo sería la primera persona de la comarca a quien contaría la historia de un enredo donde el veterinario sería cada vez más culpable por impreciso.

Cuando salí de la tienda me siguió por el pasillo. Quería invitarme a un café y luego a pasar por la papelería, donde serviría de testigo ante su esposa del prodigio que había estado a punto de suceder. Logré escabullirme y llevar a la oficina el nuevo cuento con la coletilla: “¡Qué bruto es ese español!”. Calculaba que tendríamos material para unas dos semanas, pero cada vez que llegaba a la escena culminante iba perdiendo fuerza, quizás porque añadía detalles o me ponía demasiado teatral. Nunca he tenido la gracia de Carlos.

Cuando ya a nadie le interesaba mi cuento empecé a sentir algo de tristeza, primero por el contable y luego por mí. Algo había en aquella historia que revelaba mi maldad y una voracidad caníbal por arrancarle a las vidas ajenas secretos, errores, disparates, con los cuales llenar nuestro propio vacío.

Una noche me dio por soñar que estaba enjaulado con los animales que a esa misma hora estarían prisioneros en su tienda oscura y cerrada, temerosos de que algún día no se abriría más la puerta ni se encenderían las luces, y desperté con una sed espantosa.


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