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Por Eduardo Vásquez (1927-2018)
Antología del pensamiento científico venezolano (Kálathos Ediciones, 2020) es un libro fascinante que describe el desarrollo de las ciencias en Venezuela a través de sus logros. Una historia que se lee sobre el pasado que fue y el presente que ya no es. Sus páginas, además de nostalgia dan esperanza: un país que ya lo hizo lo puede volver a hacer. Publicamos el texto del fallecido filósofo, impreso como introducción a la obra de Jaime Requena, Fernando Merino y Blas Bruni-Celli.
Aunque no estemos suficientemente calificados para opinar sobre un libro que versa sobre ciencia y tecnología, al terminar de leer la Antología del pensamiento científico venezolano, de Jaime Requena, Fernando Merino y Blas Bruni-Celli, creemos poder emitir una opinión válida sobre su relevancia y el vacío que va a llenar. Los temas que en él se abordan y la importancia para el país de los investigadores vinculados a ellos son partes de nuestra historia que han sido muy ignoradas en nuestras instituciones docentes. Para nosotros, esos investigadores, a veces con poca o ninguna ayuda, son los que han construido el país.
En nuestras escuelas y liceos se les da más importancia a los héroes militares que a los civiles. Pero son éstos los que se proponen hacer habitable el país, erradicar las enfermedades que destruyen o paralizan a sus habitantes, desarrollar el pensamiento, buscar el saber. La verdadera grandeza es la de estos admirables héroes civiles. Enseguida nos viene a la memoria el discurso de Don Quijote sobre las armas y las letras:
«Dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de las que son letras y letrados… A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios, y finalmente, si por ellas fuere, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos del mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra y el tiempo que dura, y tienen licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas, y es razón averiguada, que aquello que más cuesta se estima y debe estimar en más».
No finaliza aquí el discurso de Don Quijote, pues a continuación compara lo que significa dedicarse a las letras y a las armas:
«Alcanzar alguno a ser eminente en letras, le cuesta hambre, vigilia, desnudez, vaguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; más llega uno por términos a ser buen soldado, le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida». (1)
Cervantes describe lo que constituía la moral y el oficio de letrados y militares. No contempla que cada bando quiera tomar el lugar del otro. Pero ello ha cambiado bastante. Los letrados, los científicos nunca han pretendido apropiarse del oficio de los militares. Éstos, en cambio, no se conforman ni resignan a estar en los límites propios de su oficio. Los militares se consideran capaces de ejercer oficios para los cuales no están preparados e incluso pretenden imponer lo que se ha de saber e investigar, y desafortunadamente hay muchos ejemplos de esto. Un caso notable fue el de la Unión Soviética, donde el gobierno llegó a controlar las instituciones científicas, determinando lo que se debía investigar o no, según las prioridades establecidas por él.
En nuestro país, en el sedicente socialismo del siglo XXI, vemos repetirse esas mismas características, como se nos revela al reseñar lo escrito por Giordani, Montilla, Morles y Navarro, quienes afirman que «al modelo anterior, las fuerzas progresistas deben contraponer, para el corto plazo, uno distinto: el establecimiento de un gobierno popular, nacionalista y patriótico, cuyo proyecto nacional implique la existencia de un Estado nacional soberano que administra sectores estratégicos de la economía; una democracia del pueblo, una ampliación de la propiedad social o cooperativa sobre la privada (especialmente monopólica) y la estatal (p9) (…) el criterio básico para evaluar y financiar obras científicas o técnicas será siempre su pertinencia o relevancia social» (p10).
La conclusión de ese escrito es siniestra: Un Estado convertido en un ogro filantrópico que sabe lo que se debe investigar y lo que no. Toda iniciativa individual desaparece en las fauces del Estado. Las instituciones creadas para organizar y dirigir la ciencia siempre se han convertido en obstáculos para la ciencia, cuya verdadera finalidad es encontrar la verdad. Lo que está en el fondo de esa propuesta de Giordani et al. es la creencia de que lo colectivo es superior a lo individual; la historia ha demostrado que ello no es cierto.
En toda la historia del pensamiento, son los grandes individuos los que han encontrado nuevas tesis que sacudirán las verdades vigentes. Lo colectivo más bien ha sido una barrera firme para impedir la difusión de la nueva verdad. No hay más que recordar el caso de Galileo, quien estableció firmemente el movimiento de la Tierra. Pero ese movimiento fue declarado herético por una congregación de Cardenales, y Galileo, el más ardiente defensor del movimiento de la Tierra, demandado ante el tribunal de la Inquisición, fue obligado a retractarse para evitar una prisión más severa. Hegel, ante ese evento, escribió lo siguiente: “En los hombres de espíritu, la pasión por la verdad es una de la pasiones más fuerte”(1). Por esta pasión, Galileo continuó sosteniendo su tesis. La presentó en forma de diálogo entre tres personas, pero la ventaja estaba de parte del defensor del sistema copernicano. Fue citado de nuevo ante el tribunal de la Inquisición. Se le encerró de nuevo en una prisión y se le exigió una segunda retractación, la cual reproducimos a continuación:
«Yo, Galileo, en mis setenta años de edad, habiéndome presentado personalmente ante el tribunal, puesto de rodillas y los ojos dirigidos a los Santos Evangelios, a los cuales toco con mis manos, abjuro, maldigo y detesto, con corazón honrado y verdadera fe, el absurdo, la falsedad y la herejía de la doctrina del movimiento de la Tierra»(2)
No crea el lector que un organismo tan siniestro como la Inquisición ha desaparecido. En los sistemas totalitarios resurge para cuidar de la supuesta verdad, propiedad exclusiva de los que el Estado designa. Georg Lukács (1885-1971), como Galileo, tuvo que retractarse porque su interpretación de Marx no coincidía con la de Lenin. Su retractación tuvo un nuevo nombre: crítica y autocrítica.
Al final de su escrito, afirman Giordani et al. que son los burócratas del gobierno quienes deben tener la potestad exclusiva para “(evaluar) y (financiar) los proyectos u obras científicas o técnicas cuyo criterio será siempre su pertinencia o relevancia social”. Pertinencia y relevancia social son determinadas por los funcionarios del Estado. Ellos son los que poseen la verdad, los criterios para determinar si una investigación es pertinente, relevante o no. Pero, ¿por qué han de ser ellos, los funcionarios, los que determinen si una investigación o una hipótesis es pertinente o no, es o no relevante? ¿El hecho de ser funcionarios los coloca por encima de cualquier otro investigador o científico? ¿Y en qué consiste la pertinencia o la relevancia?
Como en la antigua Inquisición, los funcionarios, por el poder que tienen, se colocan por encima de todos los otros. Pero el poder político no da sabiduría ni competencia. La intromisión de la política, o del poder, es funesta para la ciencia. Hasta ahora, los que han contribuido al desarrollo del saber han sido las grandes individualidades.
El libro Antología del pensamiento científico venezolano es la mejor prueba de ello. Allí están para demostrarlo los textos antológicos relativos al trabajo creador de Vargas, Beauperthuy, Ernst, Domínici, Rangel, Torrealba, Gabaldón y un largo etc. Ellos sí sabían qué era lo pertinente y lo relevante, lo que se necesitaba en Venezuela, y no necesitaban de un poder político superior que los guiara. Ningún poder político o de cualquier otra clase le determinó lo que era pertinente investigar a Mendel, Darwin, Laplace, Lavoisier, Pasteur, Newton, Einstein, Madame Curie, etc. En todas las ramas ―literatura, ciencia, filosofía― donde se instala un poder ―religioso, político―, lo que produce es un empobrecimiento. Esos poderes no toleran un saber que contradiga o muestre la falsedad de los dogmas. No hay que ir muy lejos en el tiempo para encontrar la confirmación de lo que hemos afirmado.
Uno de los señalamientos más sorprendentes y que demuestra que el poder político no acarrea sabiduría, es el que encontramos al inicio del escrito de Giordani et al., en el que se refiriere a los grandes avances en ciencia y técnica de las naciones avanzadas. Allí comentan que, “aunque todavía son obra de una minoría privilegiada, hace tiempo que dejaron de ser pasatiempos de la aristocracia” (p5). Nada nos dicen los autores acerca de cuál es esa minoría privilegiada. ¿A qué llaman privilegio? ¿A lo económico? ¿Mendel y compañía eran ricos? ¿Será un privilegio en pensamiento y en conocimiento? Si en eso consiste el privilegio, ¿quién se los dio? ¿No tiene ese privilegio su origen en ellos mismos, en su tenacidad, en su esfuerzo, en sus capacidades para explotarse a sí mismos? No puede llamarse a esto privilegio. Su capacidad no es el resultado de una ley especial. Hasta ahora, no ha habido ley que reparta las capacidades, el talento, el esfuerzo por saber.
Pero lo más vergonzoso de ese escrito de Giordani et al. que citamos es la afirmación de que la ciencia fue un pasatiempo de la aristocracia. Ninguno de los científicos que hemos nombrado antes era aristócrata. Rousseau, Comte, eran pobres de solemnidad. Y así mismo, Tomas Edison, Graham Bell, Morse, Watt. Este último era hijo de un arquitecto constructor de barcos y fabricante de instrumentos náuticos. A la edad de 13 años ya estaba haciendo modelos de máquinas y en su adolescencia ya era un consumado artesano. Quiso establecerse en Glasgow, pero no fue acogido por el gremio de martilladores, que se opuso a que Watt fabricara instrumentos matemáticos. Se refugió entonces en la Universidad y allí, en 1764, le llamó la atención una antigua máquina de vapor, poco satisfactoria, inventada por Newcomen. Watt perfeccionó esa máquina hasta lograr una de eficiencia extraordinariamente poderosa. Pero su éxito se debió a que John Wilkinson, hijo de un antiguo productor de hierro, había logrado diseñar un procedimiento para elaborar cilindros exactos y para la manufactura de tuberías de hierro. Su obsesión fue hacer todo de hierro y esto lo llevó a construir incluso un barco con láminas de ese material. Fue la elaboración en hierro de pistones y cilindros precisos por parte de Wilkinson lo que le permitió a James Watts la invención de la máquina de vapor; sin duda, el más grande invento industrial individual.
No obstante, hubo otras invenciones que contribuirían a la Revolución Industrial. Aparecieron, por ejemplo, máquinas importantes para la producción textil; la más importante, la de hilar de Arkwright. Él era un barbero y su negocio estaba cerca de los barrios tejedores de Manchester. Escuchó el clamor de los hilanderos, quienes hablaban de la necesidad de una máquina que les permitiera ponerse a la altura de los tejedores. Más adelantado en el aspecto técnico, Arkwright entró en contacto con un relojero llamado John Kay y ambos trabajaron para perfeccionar una máquina que Kay ya había empezado. Kay abandonó el negocio acusado de robo y desfalco y Arkwright apareció como el único inventor de una máquina de hilar en 1769. Se asoció luego con dos calceteros, Samuel Need y Jedediah Strutt, y empezaron a producir máquinas de hilar. En 1771, la firma construyó una fábrica de hilados. En pocos años, Arkwright había amasado una inmensa fortuna y una industria textil de enormes dimensiones. Thomas Carlyle escribió lo siguiente acerca de ese personaje: “¡Qué fenómeno histórico es este barbero, cachetón, barrigón, tan aguantador, tan inventor! Era este hombre el que le iba a dar a Inglaterra el poderío del algodón”(3).
La lista de los hombres nuevos que posibilitaron la Revolución Industrial es bastante larga. Dice Heilbroner: “Ninguno de los grandes precursores de la industria tiene un linaje noble y con pocas excepciones, tales como Matthew Boulton, ninguno contó jamás con un capital monetario”(4). Peter Onions, inventor del proceso de cimentación, era un oscuro capataz; Arkwright era barbero; Benjamín Huntsman, pionero del acero, había sido originalmente relojero; Maudslay, inventor de la máquina automática de tornillo, era un brillante joven mecánico en el Arsenal Woolwich. En cambio, en la agricultura, los nuevos métodos revolucionarios de cultivos científicos disfrutaron del patrimonio y la dirección de la aristocracia, especialmente del famoso Jethro Tull y de Lord Townshend; pero, añade Heilbroner: “en el terreno de la industria, la batuta fue a parar a manos de hombres cuyo origen y linaje eran humildes”(5).
Es evidente entonces que lo propuesto por Giordani et al. se sustenta en afirmaciones infundadas, ignorantes de la historia y sobre todo del valor de los que se dedican a la ciencia. ¿Por qué los que se dedican a la ciencia son una minoría privilegiada? Esa minoría no goza de privilegio alguno. Están dotados de capacidades y también de la pasión por el conocimiento. Es esto lo que los distingue del resto de los seres humanos. Privilegio es una palabra odiosa. Supone que una ley o un reglamento conceden a ciertas personas el goce y el disfrute de bienes que solo existen por efecto de una concesión. No es este el caso de la minoría que se dedica a la ciencia, una de las actividades más exigentes y difíciles que se les presenta a los hombres. Lo que molesta a Giordani et al. es lo de la élite, a la que llaman aristocracia. La élite era el resultado de un esfuerzo, propio de los individuos. Lo que los coloca en esa situación de élite es su esfuerzo, su capacidad, la continuada explotación de sí mismos por sí mismos. En cambio, la nueva élite, la que recibió el nombre de la nomenklatura en la URSS, es una élite formada por los políticos, y no por los más meritorios, sino por los que tienen habilidad para colocarse siempre donde está el poder. Pero el poder no dota de sabiduría a quien no la posee. Giordani et al. pertenecen a la nueva élite. Y su tesis fundamental consiste en la superioridad del trabajo organizado colectivamente sobre el trabajo individual. Tal vez esto sea cierto para ciertas actividades en las que tiene que regir la división del trabajo. Pero en el campo de la ciencia no parece sustentarse.
En el libro que nos presentan Requena, Merino y Bruni Celli vemos a los científicos venezolanos trabajar en un campo elegido por ellos mismos. Pero, aunque su esfuerzo es individual, no están aislados de la comunidad científica. Todos se intercomunican y utilizan el saber logrado por otros científicos, en otros países, para aplicarlo a sus investigaciones. No existe, ni parece ser preciso, un poder que determine lo que es prioritario, relevante; los mismos científicos son capaces de determinarlo. Ese poder supra científico fue el que se estableció en la URSS, en ciencia, literatura, filosofía. Algunos analistas de esa época le atribuyen a eso el estancamiento, y el atraso, respecto a otros países.
Los autores de este libro que rescata los aportes de los héroes civiles —esos héroes de la investigación y de la ciencia— nos permiten ver la importancia que tuvo el positivismo en el desarrollo de la ciencia en Venezuela. Sin embargo, nos parece que no se conoció la totalidad del pensamiento de Comte y sus implicaciones. En primer lugar, Comte llamó a su doctrina positivista(6) para diferenciarla de la filosofía negativa.
La filosofía negativa es propia de una etapa de la historia humana. Recordemos la importancia que tiene para Comte la ley de los tres estados. La primera etapa en la historia de la humanidad es la teológica. En esa etapa, la teología fue una personificación ingenua de los fenómenos, un antropomorfismo de imaginación y sentimiento. Sin embargo, tuvo una gran importancia porque guio al hombre primitivo en sus observaciones y le sirvió para orientarse en la naturaleza. La metafísica, propia de la segunda etapa, y crítica de la primera, es demasiado abstracta y cuestionadora y, por consiguiente, distanciada de lo real e incapaz de organizar. Esa etapa tiene su apogeo en la Revolución Francesa. Fue esta una experiencia solemne que dio lugar a la impotencia de los principios críticos para organizar el nuevo orden social. La intención de reconstruir ese nuevo orden estaba condenada al fracaso. No podía estatuirse ningún orden por la naturaleza únicamente crítica de la doctrina revolucionaria, la cual hizo imposible la acción del poder, fraccionándolo y restringiéndolo, con el pretexto de equilibrarlo.
La filosofía negativa tiene su base en el libre examen. Ello desempeñó un papel importante en el derrumbe de la etapa teológica. Pero en la etapa positivista, última de la historia, tiene que ser suprimida. El positivismo no puede dejar subsistir el principio revolucionario del libre examen. Encontramos aquí una enorme diferencia entre la concepción de la historia de Comte y la de Hegel. Para este último, la negatividad es la fuerza que mueve la historia. Es el momento esencial de su dialéctica. Aparece en la historia con Sócrates y es una adquisición definitiva de la formación de la conciencia humana. Aunque el mundo griego haya desaparecido, sus aportes a la cultura humana no desaparecen. Es lo que llama Hegel aufhebung, negación que conserva. En Comte la negación no conserva. Y no puede hacerlo, pues la etapa final de la historia humana no puede tolerar la fuerza crítica de la negatividad. El libre examen ya no corresponde a nada, tan pronto como se hayan establecido los principios positivos de gobierno y de moralidad. Quedará reducido a discutir y analizar las consecuencias de los principios y sus aplicaciones, pero queda eliminado del análisis y la crítica de esos principios.
Como decíamos, en Hegel ese poder crítico de la conciencia no desaparece con la época que surgió. El hombre siempre tiene el derecho de analizar y criticar los principios y normas de su acción. La negación no puede ser eliminada, pues constituye una oposición que surge o es puesta al asumirse una posición. A lleva dentro de su seno a (léase NO-A) y es lo que nos permite afirmar y comprender a A. La posición de Comte respecto al libre examen es semejante a la de Lenin. El político comunista eliminó, de lo que él llamó la dialéctica, la negatividad. ¿Cómo podía admitir que la sociedad instaurada por él podía ser analizada y criticada? A Lenin cabría decirle lo que Marx decía de los pensadores burgueses que afirmaban que la sociedad burguesa era una sociedad que duraría eternamente. Decía Marx: “hubo historia, pero ya no la hay”(7). Lo mismo puede decirse del positivismo de Comte. El último estadio de la evolución histórica se propone acabar con la anarquía producida por el libre examen. Para ello se requiere una autoridad fuerte:
«Tanto en el orden intelectual como en el material, los hombres encuentran, por encima de todo, la necesidad indispensable de alguna dirección suprema, capaz de fundamentar sus continuas actividades, relacionándolas y fijando sus esfuerzos espontáneos»(8).
En la última etapa de la historia, la autoridad cambia, pero no queda abolida. El liberalismo que considera que la autoridad se basa en el consentimiento individual desaparece en Comte. En su lugar, surge un himno a la obediencia y al liderazgo: “¡Qué dulce es obedecer cuando se disfruta de la felicidad… de estar convenientemente eximido de la dirección general de nuestra conducta, por sabios y valientes dirigentes”(9). El más alto grado de seguridad lo proporciona la sumisión a una autoridad todopoderosa.
La influencia de Comte en nuestros teóricos políticos fue notable. Lo comprobamos en El gendarme necesario (1911), de Laureano Vallenilla Lanz. Pero no parece ocurrir lo mismo en el campo de las ciencias naturales. El dogma comtiano de la invariabilidad de las leyes de la naturaleza encuentra discusión entre nuestros científicos, quienes constatan cómo esas leyes sufren modificaciones por el ambiente y por otros factores.
Al concluir la lectura del trabajo de Requena, Merino y Bruni Celli, y ante los rasgos principales de la filosofía positivista, nos surgieron dudas sobre la aplicación del positivismo en las ciencias biológicas. Habría que estudiar y conocer más a fondo la influencia del positivismo en esa disciplina. Importantes científicos como Beauperthuy, Santos Aníbal Domínici, Rafael Rangel y otros parecen depender de los conocimientos adquiridos en el Instituto Pasteur. Habría que estudiar y conocer más a fondo la influencia del positivismo en los estudios de parasitología. Donde no nos cabe duda alguna es en la influencia que tuvo en la política. La época de la dictadura de Gómez encuentra su defensa en la llamada por Comte tercera etapa o etapa positivista. El gendarme necesario excluye el libre examen y exige sumisión y obediencia. Este no parece ser el caso de las investigaciones de las ciencias naturales. Y así nos lo revelan los textos reseñados.
Antología del pensamiento científico venezolano. Jaime Requena, Blas Bruni-Celli† y Fernando Merino†, (2020). Antología del Pensamiento Científico Venezolano. Kálathos Ediciones S.L. Madrid, España.
(1) Este texto lo reproduce Hegel en su Filosofía del Derecho pero lo toma de Laplace, Pierre Simon y su libro Exposición del sistema del mundo de 1796, Libro Quinto, Capítulo 4º.
(2) Citando a T. Carlyle en la página 92 de Heilbroner, Robert I. (1970). La formación de la sociedad económica. Fondo de Cultura Económica. México. 288pp.
(3) Idem.
(4) Idem.
(5) Comte, Auguste. (1844). Cours de philosophie positive. Discours sur l’esprit positif avec une Introduction et un commentaire de Ch. Le Verrier Classiques Garnier. Edición de 1926. 263 pp.
(6) Marx, Karl. (1847). Miseria de la Filosofía: Respuesta a la ‘Filosofía de la miseria’ del señor Proudhon. Séptima y última observación. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú. 116 pp.
(7) Citado en Herbert Marcuse. (1967). Razón y Revolución. Traducción de Julieta Fombona de S. Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho, U.C.V. Caracas.
(8) Idem.
(9) Nota al §270, página 276. Hegel, Georg F. W. (1976). Rasgos Fundamentales de la Filosofía del Derecho o compendio de derecho natural y ciencia del Estado. Traducción de Eduardo Vásquez. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela. Caracas.
Eduardo Vásquez
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