Caracas puertas adentro
El Cerrito: la cumbre de la modernidad caraqueña
Fotografía de Gaby Oráa | RMTF
Una tarde de 1953, tras vueltas y vueltas por las colinas de Caracas, Ana Luisa –Anala– Braun de Planchart detiene la búsqueda ante una loma de la urbanización San Román y jura que allí construirá su casa. Con vista al valle de Caracas está El Cerrito, una de las diez casas modernas más hermosas del mundo. Gio Ponti, su autor, la llamó su obra maestra.
Prodigio de la arquitectura y el arte, producto de la pasión y el gusto de los involucrados, quita el aliento una obra que rinde pleitesía a la belleza. El arquitecto la razonó y calculó en cada resquicio, curva y textura.
Fruto de los acuerdos más ingeniosos, la construcción fue concebida combinando la gracia de Ponti con la devoción de sus futuros moradores. Hasta entonces, el genio milanés había diseñado de todo menos casas, y Anala no quería mudarse de Caracas pero su esposo sí. La casa termina siendo el desafío y exitoso anzuelo para que no fuesen Los Llanos el próximo domicilio.
Armando Planchart vendía Cadillacs. Eran tiempos de bonanza en los que el mundo rendía culto al automóvil. Quería dedicarse a la vida del campo, mudarse a una hacienda, tener la naturaleza como abrigo. A sabiendas de que ya vivía en la naturaleza, Anala dio inicio a la búsqueda que la llevó al sureste de la ciudad, a una urbanización de estreno diseñada por un arquitecto mexicano de apellido San Román, vinculado a la construcción del hotel Tamanaco. Allí estaba el verde servido. Pero también estaría la ciudad.
Así fue como sin mucho esfuerzo, persuadió a su marido de seguirla en la idea. Lo que continúa es una aventura de dos, de tres, que dan rienda suelta a la creatividad, con hermosos resultados. Todo comienza con una carta. Y serán más de 700 las misivas que hilan ladrillo a ladrillo el enjundioso proceso.
En la primera, suscrita por los Planchart, piden cita a Gio Ponti —él fue capaz de escribirles hasta 19 misivas en un día—. Era, además, editor de Domus, una revista que contenía su pensamiento y trabajos. No tarda en producirse el encuentro. Será en Milán.
Los Planchart quieren una casa preciosa, signada por el arte, con sentido lúdico, luminosa, que tenga su sello. Una residencia en la que el Ávila sea un óleo colgado en todas las ventanas, o mejor, que se mude con ellos. En la que se oigan los pájaros y las nubes se paseen por sus narices y puedan vivir sus orquídeas.
Ponti, remolón a las primeras, no tiene más remedio que acceder ante aquel par de indetenibles. Y sería un sí para toda la vida: “Son ustedes los mejores clientes del mundo”, les escribiría más de una vez. Se harían amigos entrañables.
Gio Ponti conoce Caracas de la mano de los Planchart. En su opinión es una ciudad predestinada para la modernidad. Una modernidad que ahora es reliquia. Seducido, volvió infinidad de veces, y cuando la quinta El Cerrito estuvo lista, aceptó otros proyectos. Eso sí, nunca quiso trabajar aquí. La luz perfecta de la ciudad lo hechizó hasta la perturbación, pero era tal la conmoción que le producía, que le resultaba imposible concentrarse y trazar una línea bajo esta luminaria tropical.
El diseño de la casa se convirtió en un acontecimiento profesional, personal y urbano. Las conferencias antecedieron a la ubicación de cada perilla, de cada lámpara (no hay una igual a otra), de cada grifo, reloj, mesa. Tanta atención tuvieron la mantelería y los bordados, como la ubicación de la obra con relación al sol, como quería Anala.
“Incluso pedí a los trabajadores que la viraran unos pocos metros más a como estaba calculado en las coordenadas del plano”, confiesa en un documental en el que habla desde El Cerrito. “La casa está orientada de este a oeste para que no se enceguezca uno. Yo le dije a Ponti que quería que fuera como Sabana Grande, en una de sus dos aceras siempre hay sombra”.
La obra, que reinterpreta la casa tradicional venezolana y la villa italiana de patio interior, es aviesamente moderna desde la primera línea. “Siempre amé la modernidad”, añade Anala en esa entrevista, “y cuando Ponti intentó un bosquejo de arcos coloniales y patio español, le dije que se olvidara de eso”, explica la novia que escandalizó a los invitados de su boda porque, contrariando la convención, se presentó con un vestido azul de flores.
Fue inaugurada el 8 de diciembre de 1957, veintidós años después de que los Planchart se vieran por primera vez en una fiesta. El Cerrito es una celebración romántica, un arco de triunfo de dos que se reverencian. Desde los bocetos iniciales, es un palacio caraqueño; así lo dicen ellos y lo reconocen todos.
Nada se dejaría al azar, pues hasta las casualidades serían derivaciones de la empatía. Paredes, pisos, techo, los materiales importados de Italia, así como cada pieza del mobiliario y hasta la vajilla, son obras del arquitecto, quien además supervisa y no deja de hacer bocetos y apuntes para engranar el rompecabezas.
Hasta lo que está fuera del mapa tiene que ver con Ponti. O con la sinergia. Por ejemplo, les recomienda a los Planchart, que están de viaje por Austria, la compra de las copas en un sitio especial regentado por un amigo suyo. “¡Pero si las acabábamos de comprar!, le dijimos, es que acabábamos de pasar frente a la vitrina, me gustaron unas hermosísimas que vi y Armando me dijo que me las compraría. Claro, Ponti quedó absolutamente sorprendido, esto solo confirma cuán consustanciados estábamos, ¿no?”.
Los pisos son un libro, y se observa un nuevo capítulo en cada estancia cuando el embaldosado cambia según el uso o significación de la habitación. Se camina en la sala de jugar dominó, por ejemplo, y el mármol blanco con círculos negros delata el uso con un guiño impecable. Se ven las sillas forradas con los periódicos de la época y se descubre la armonía con su tiempo, tan burbujeante como quebradizo.
El sol y la luna identifican los baños de visita: tras empujar una luna se franquea el de damas. Un sol abre el de caballeros. Los Planchart están también en los dos balcones internos, enfrentados coquetamente. Julieta ve a Romeo sobre la estancia donde ahora se producen conciertos de cámara.
Cada ventana es diferente de la otra. No hay nada estándar ahí. Contienen unas persianas encofradas entre dos haces de vidrio, los cuales pueden ser, según la preferencia, transparentes o con celosías para dosificar la luz. Un jardín edénico e infinito —dos hectáreas de verde sobrevoladas por colibríes— circunda la casa, con vista de 360 grados sobre Caracas. El autor: Roberto Burle Marx.
Arte que contiene arte, la casa, que servirá de inspiración a la novela Villa Diamante de Boris Izaguirre, seduce por un diseño que se adelanta al concepto actual de espacios abiertos e integrados. A través de sutiles cambios de texturas muta. La metamorfosis es el camino. En el proceso de recorrerla ofrece información: aquí se come, aquí se ríe, aquí se ama.
La magia es el denominador común en las soluciones de El Cerrito. No solo encierra la controversia en un abrir y cerrar de ojos: hace que la casa luzca suspendida en el aire. La fachada principal la encarna una pared de pliegues, revestida de cerámica martillada vitrificada que parece flotar: entre el jardín y la obra media un camino de flores que confirma su levitación. Es el sueño de una pareja que convirtió el espacio en protagonista, el nido en parlanchín espejo de su historia. Las dos palmas del jardín, hembra y macho, los acompañaron en vida.
Eran los cincuenta y la vida parecía apacible. Y esta casa con forma de mariposa, leve y con peso reconocido en medio mundo, es movimiento y matrimonio de formas. Con figuras de rombos —o diamantes— reminiscencias de la Torre Pirelli de Gio Ponti, las dos aes iniciales de los nombres de Anala y Armando son leitmotiv de esta casa que preserva la influencia italiana en la arquitectura caraqueña, una ciudad en la que, en muchos de sus edificios, quien va al primer piso ha de pasar por una mezzanina.
El mural cerámico más grande de Fausto Melotti está ubicado en el patio, al igual que un móvil de Calder en la entrada, y pinturas de Armando Reverón. Hay una ceiba que, sin paredes alrededor, es decir, con posibilidad de crecer a sus anchas en el patio circular, hace una perfecta sombrilla redonda. “El arte está dentro de uno, y la verdad en todas partes, en una nube, en una piedra, basta saberlo ver”, diría Anala Planchart.
La evolución de la casa, para Ponti, fue una praxis filosófica que avanzó de lo pesado a la ligero, de lo opaco a lo transparente, de lo fragmentado a la unidad. “Esto se tiene que componer”, conjurará la mujer que tenía la certeza de que Venezuela está hecha con material humano de primera y que ella misma nació de pie. “Cuando las monjas del colegio me decían que pidiera a dios, le decía que solo tenía que dar gracias”.
Anala inspiró la Suite de Trompeta de Vicente Frejeiro. Era, a su vez, prima de Uslar Pietri y dirigió la Fundación Planchart (entre cuyas obras estaba la casa de ancianos de Caraballeda).
La casa sobrevive a sus dueños con altivez y devoción. Orgullosa, exhibe su belleza y suelta prenda. Todo tiene sentido en su puesta en escena, “pero por favor que no comparen la casa con un museo”, dirá Anala, “aunque quizá será así cuando me muera”.
Los actuales anfitriones, el sobrino de la pareja Carlos Armando Figueredo Planchart y la sobrina nieta Carolina Figueredo, custodios del archivo y de esta transparente caja feliz, tienen claro que El Cerrito es una casa de vuelo y corona.
Faitha Nahmens Larrazábal
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