Una foto un texto

El brazalete de la madrina

07/11/2022

Mujeres en bautizo, circa 1950: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

Estimada periodista:

En siguientes líneas incluyo la información que usted me ha solicitado. Ninguna dificultad ha supuesto su hallazgo, dado que todo está disponible en Google. Me permitiré, sí, al final de esta señalarle lo que considero fundamental. Le ruego que me disculpe si la molesto, pero la verdad es que con frecuencia se detiene usted en detalles irrelevantes, convocados más para distraer a su audiencia que a ponerla en autos de la complejidad de las circunstancias. Un rasgo sorprendente, dado que quienes seguimos su trayectoria y planteamientos le hemos escuchado insistir en que la diferencia entre los narradores, -que hay muchos, “demasiados”, ha enfatizado usted- y los escritores, es que estos últimos son críticos. La literatura, ha observado usted, a diferencia de la “cuentería”, es que aquella va a la realidad para hacer ondear sus sombras, como quien evalúa la calidad de un género batiéndolo entre ambas manos para detectar su fluidez y destellos. Me dirá usted que estas notas suyas en Prodavinci no son literatura ni aspiran serlo… Muy bien. Pero admitirá usted que hay tiempos, como estos, en los que toda línea acrítica es flor de papel depositada al pie de la estatuaria del autócrata.

En fin, vamos a los datos y al final, me temo, le señalaré lo que en verdad es importante en esta fotografía de las comadres a la salida de la iglesia tras el bautismo.

En 1885, el General Antonio Guzmán Blanco creó una Casa de la Moneda. Para ello estableció un convenio en Londres y estipuló que la materia prima de las emisiones sería el oro de las minas de Guayana. La nueva Casa de la Moneda, con sede en el numero 48 de la avenida Norte, en la antigua calle Comercio, conocida en la actualidad, como la esquina del Cuño, fue inaugurada por el Ilustre Americano el 16 de octubre de 1886; y el encargado de supervisar la acuñación de monedas sería el Inspector del Gobierno Nacional, general Jacinto Regino Pachano.

Pachano Muñoz y Morillo había nacido en La Vela de Coro, estado Falcón, el 22 de abril de 1835. No solo era militar, también fue político y escritor. Sí, épocas hubo en que algunos uniformados venezolanos sabían leer e incluso escribir. Su padre (todo esto está en la Wikipedia) murió en un tiroteo entre conservadores y liberales, en 1844, mientras Jacinto Regino, entonces de nueve años, estudiaba en el Colegio Nacional de Coro. Después del traumático suceso, lo mandan a Caracas, de alumno interno, del colegio El Salvador del Mundo, dirigido por Juan Vicente González (1852-1854), donde sería condiscípulo de Cecilio Acosta y de Marco Antonio Saluzzo. Nada menos.

Del internado se iría al ejército nacional, en 1854, cuando tenía 19 años. Peleó en la Guerra Federal, a la orden del general Juan Crisóstomo Falcón, pero las aulas lo llamaban y volvió a ellas entre 1855 y 1857, periodo que interrumpió para regresar a las filas de Falcón. Era, pues, un alma dividida entre el pensamiento y la acción. Y de ambos tuvo mucho. Con Falcón corrió mil truenos, en la política descolló en diversos cargos, muchos de alto rango, y como escritor valga recordar que en 1899 apareció, en París, su Biografía del mariscal Juan Crisóstomo Falcón, a quien había acompañado al destierro en Curazao, título que venía a coronar una obra puntuada por numerosos artículos, folletos y discursos, incluyendo un obituario de su antiguo vecino de pupitre, Cecilio Acosta, y unos ensayos sobre Lord Byron. Pachano fue fundador de la Academia Nacional de la Historia (1888) y su director en los periodos 1895-1897 y 1901-1903.

En 1886, después de haber sido titular de varios ministerios, embajador y presidente de estado, entre otros cargos y responsabilidades, fue nombrado director de la Casa de la Moneda de Caracas. Por cierto, el general Pachano llegó allí en sustitución de Adolfo Ernst, quien renunció tras pocos días en el cargo. Allí coordinaría la primera acuñación de la moneda de Bs. 100/oro, que como buena hija legítima sería conocida como “el pachano”. Una de esas monedas es la que pende del brazalete de la madrina. Desde luego, una joya muy valiosa, sobre todo por su valor simbólico: de la muñeca de esa mujer cuelga, como lágrima de oro, la idea fugaz de un país dorado y noble.

Detalle de la fotografía en la que se puede ver la moneda.

El general Jacinto Regino Pachano moriría el 17 de julio de 1903, pero su nombre pervivió en la moneda que había contribuido a crear. Dicen que la pieza áurea quedó con ese nombre cuando el general se la llevó al presidente Guzmán Blanco y este, siempre babeante ante los caudales, suspiró: «¡Qué bello, Pachano!». No le atribuyo ninguna verosimilitud, pero así ha quedado el cuento, como diría usted, con ese ánimo de sospecha ante la anécdota gorda y suave como un gato de angora.

El pachano fue la primera moneda de oro acuñada en Venezuela (no confundir con la morocota). Se hizo con oro de las minas del Yuruari, estado Bolívar, con un peso de 32,25 gramos y un diámetro de 35 mm.; y tendría cuatro ediciones: 1886, 1887, 1888 y 1889. De manera que esa que lleva la joven madrina, en 1950, cuando fue hecha la imagen que conserva el Archivo Fotografía Urbana es, de seguro, medalla de oro decimonónica, de color, muy singular, puesto que ostenta una tonalidad amarilla verdosa debida al alto contenido de arsénico del oro del sur de Venezuela. En este caso, la de la foto, orlada con montura estilo timón. Y, claro, muestra en el anverso la efigie del Libertador Simón Bolívar mirando a la derecha. Y en el reverso, el escudo de Armas de la República y el año de acuñación.

Los pachanos no valen más en el mercado de hoy porque no fueron pocos los que salieron de aquella efímera Casa de la Moneda. Llegaron a acuñarse 87.429 pachanos, entre 1886 y 1889. Los más buscados son los de 1886, porque esa vendimia solo arrojó 4.250 piezas.

Hasta aquí los datos. Tontería todo. Lo interesante es la vida del general Pachano, uno de esos venezolanos que prestaron servicios valiosos a la Nación y han recibido en pago moneda de olvido. Mientras que lo relevante es que a siete décadas de haber sido hecha esta fotografía, no existe en Venezuela nadie, mujer ni hombre, civil ni militar, decente o bribón, capaz en su sano juicio de salir a la calle con semejante prenda. Excepto, desde luego, quienes van rodeados de guardaespaldas. Pero esos no se conforman con una gota del Yuruari. Esos van en persona o mandan a sus validos con un puñal para arrancarle el corazón a la tierra y dejar a su paso la polvorienta cicatriz del paisaje yermo.


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