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La tos acompaña día y noche a Maria Alzenir Lima. Recorrer una distancia más larga que de la cama al cuarto de baño o a la cocina supone un desafío para esta mujer de 53 años. Tres semanas después de ser dada de alta del hospital, todavía necesita oxígeno adicional. Hace un mes salió de la unidad de cuidados intensivos de un hospital de Sao Paulo, donde pasó más de 40 días debido al COVID-19. Un día después de su ingreso, su marido acudió al hospital con problemas cardíacos y renales provocados por el virus. El pasado 4 de agosto, el hombre murió. «Todavía no lo acabo de entender. Cuando yo llegué al hospital, él estaba bien. Para mí es algo inimaginable que ya no esté en casa cuando yo vuelva». Porque Maria Alzenir Lima no ha vuelto aún a su hogar tras la estancia en el hospital. Como necesita ayuda todo el día, reside temporalmente en casa de su hija. El salón de la vivienda es ahora su dormitorio.
Músculos atrofiados
En la misma semana en la que la cifra global de víctimas mortales por el nuevo coronavirus superó el millón (140.000 solo en Brasil), Maria Alzenir tiene su décima sesión de fisioterapia en el salón de la casa de su hija. La mujer batalla con las consecuencias de su larga estancia hospitalaria. Los músculos de las piernas se han atrofiado por haber estado acostada tanto tiempo. Andar le resulta difícil: «Al principio no podía ni poner los pies sobre el suelo, ahora por lo menos ya puedo dar un par de pasos», dice.
Marli Sartori, una infectóloga del hospital de Santa Lúcia, en la capital, Brasilia, confirma que una estancia larga en el hospital tiene consecuencias en todo el organismo: «Los pacientes de COVID-19 ingresados en la unidad de cuidados intensivos necesitan en promedio de tres a cuatro semanas para recibir el alta». Y para recuperarse por completo, necesitan también después tratamiento terapéutico. Los familiares de Maria Alzenir abonan semanalmente 120 reales (12 euros) para que la mujer reciba tratamiento, ya que a través del sistema estatal de salud SUS no tenían acceso a un fisioterapeuta. Y en las próximas semanas surgirán más gastos, ya que Alzenir debe buscar un neumólogo.
Tos que no cesa
Pero la familia aún no se atreve a salir de casa con la mujer. «Antes tenía miedo, pero ahora que he perdido a mi padre y mi madre casi se muere, me he vuelto mucho más cautelosa», dice la hija, Bárbara Lima. «Ahora ya se las arregla sin oxígeno, pero ¿y si de repente se encuentra mal estando en la calle?». Maria Alzenir tampoco puede comer bien, las cosas duras le hacen daño al tragar. La tos tampoco cesa, lo que no significa que regrese la enfermedad, sino que se debe a las dos semanas que la mujer estuvo conectada a un respirador. «Los receptores de la laringe quedaron irritados», explica Evelyn Felisari, fisioterapeuta de Alzenir. También los pulmones sufrieron en ese tiempo y el diafragma se atrofió, como cualquier otro músculo que no se utiliza. Felisari dice: «El objetivo es que la paciente se encuentre en buenas condiciones en un plazo de un mes. Pero la rapidez de los progresos depende de cada persona».
Según un estudio surcoreano, nueve de cada diez pacientes de COVID-19 siguen teniendo síntomas como cansancio y pérdida del olfato y del gusto después de su recuperación. El más frecuente es el cansancio, que padecían el 26 por ciento de los participantes del estudio de la Agencia Surcoreana de Prevención y Control de Enfermedades (KDCA).
Posibles daños en riñones, hígado y corazón
La lista de las consecuencias a largo plazo del COVID-19 puede ser larga. Unos 300 estudios aseguran que, entre las consecuencias más graves, están la afasia (un trastorno del centro que regula el lenguaje), así como el ictus y las convulsiones. En la página oficial del Robert Koch Institut, la institución alemana que se ocupa del control y prevención de enfermedades, puede leerse que el SARS-CoV-2 «puede manifestarse de muchas maneras posibles y no solo en los pulmones, sino también en otros órganos» y provocar daños en riñones, hígado y corazón. Maria Alzenir, por su parte, asegura, que le falla la memoria a corto plazo y que padece insomnio, dolencias que antes del COVID-19 no sufría. Ella y su familia viven en el barrio de Sapopemba, especialmente afectado por la pandemia y con elevadas cifras de muertos por el virus. El esposo de Maria Alzenir le recomendó que no fuera a trabajar, ya que disponían de la pensión de él, que asciende a un salario mínimo. «Pero no quise», relata Alzenir, «y tomé todos los días un autobús abarrotado. Si pudiera dar marcha atrás en el tiempo, habría hecho las cosas de otra manera», se lamenta la mujer. Las cifras han bajado algo recientemente, pero la situación todavía no es distendida. Según la plataforma «Dados Transparentes», solo en los últimos 7 días se registraron casi 32.000 nuevos contagios y 1070 muertos. Tras introducir medidas de distanciamiento social, en otros países la curva de contagios se aplanó, pero en Brasil se mantiene en un nivel alto.
A pesar de ello, sigue habiendo imágenes de playas abarrotadas, bares y gente congregada en las calles. La nuera de Maria Alzenir, Tamires, está atemorizada por el despreocupado comportamiento de la gente de su entorno: «Aquí en nuestra calle hay muchos casos y aun así hay gente que sigue saliendo a la calle a celebrar». Maria Alzenir dice que comprende un poco a esas personas y que a ella misma le gustaría salir a disfrutar un poco de la vida: «Qué bonito sería poder beber una cerveza fría», bromea.
Deutsche Welle
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