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[En 1853, Rafael María Baralt, radicado en Madrid desde 1841, es nombrado Académico de la Lengua. Ocupará la silla –vacante por fallecimiento– de Juan Francisco Donoso Cortés, marqués de Valdegamas. Reproducimos el texto que para la ocasión leyó el marabino, en el que examina el pensamiento político y la doctrina del catolicismo liberal de Donoso Cortés, y otros interesantes aspectos de la obra y el contexto del escritor español; una pintura sobre la estética literaria de mediados del siglo XIX]
Mi veneración a la Academia Española data de los primeros años de mi existencia, y vive unida en mí a los recuerdos de aquella edad en que el ánimo y la inteligencia reciben a modo de tierra virgen la semilla de los afectos que difícilmente se borran, de las pasiones que tarde se apagan y de las ideas que jamás se olvidan. Al pisar el umbral de las escuelas, niño aún, aprendí los elementos que forman la base de toda educación literaria, en los libros con que promueve la común enseñanza esta docta corporación. Creció en mí con el tiempo y consiguiente mejora en los estudios el respeto debido a las fructuosas tareas de su instituto: joven, pensé muchas veces con emulación generosa, aunque humilde, en la gloria de sus miembros y ya en la edad madura, cuando con los tristes años adquirimos el aún más triste privilegio de ver y juzgar las cosas y los hombres a la sola luz de la razón, que lo despoja de colores y prestigios engañosos, examinando lo que ha hecho, y comprendiendo lo que puede hacer, la reconocí por primer cuerpo literario de la nación, junta selecta de sus más claros ingenios, conservadora de la lengua, maestra de la juventud, seguro asilo reservado al ejercicio libre y plácido de la inteligencia en medio de la agitación intrincada y tumultuosa de la sociedad de nuestros tiempos.
Considerad, pues, señores, cuántos y cuán varios deben ser los afectos que me agitan al verme pública y solemnemente recibido en cuerpo tan ilustre como de mí reverenciado; yo que me humillaba ante su nombre sin haber concebido nunca la atrevida esperanza de pertenecerle; yo, que con nada puedo justificar, ni aun a mis propios ojos, tamaña honra, si ya no fuese con el ardentísimo amor que he profesado siempre a la lengua y letras patrias; pues no merece recordarse uno que otro oscuro y pobre fruto que he logrado de su cultivo en las treguas de reposo que me dieran las vicisitudes de una vida condenada a todo género de azares y conflictos.
Comoquiera, menester sería que, insensible a los estímulos de una nueva ambición, tuviese en poco el buen concepto de las gentes y no sintiese ninguno de los encendidos anhelos que dan calor al alma y vida al espíritu, para que no experimentase un involuntario movimiento de gozo y aun de orgullo el hombre a quien favorecéis con distinción que la vida más gloriosamente empleada en el sublime culto de las Musas aceptaría agradecida como último premio y corona de sus triunfos. ¿Por qué disimularlo? Siento ese gozo en lo íntimo del corazón, y él da de mi gratitud a la Academia más alto, más elocuente testimonio que pudieran ofrecerle nunca mis palabras.
Y cumplido ya, señores, el deber que me imponía el agradecimiento, es llegado el caso de satisfacer la deuda, no menos sagrada, que vuestra bondad me ha hecho contraer con mi predecesor, el marqués de Valdegamas. Cuando semejante obligación no estuviese autorizada por justos respetos, todavía, con permiso de la Academia, me la habría yo impuesto en la ocasión presente para rendir al que la muerte acaba de arrebatarnos a deshora, con duelo de propios y extraños, el homenaje de respeto y honor que merece su memoria. Mengua nuestra sería que la culta Francia, maestra excelente del buen gusto y juez idóneo de toda clase de merecimientos, hubiese esparcido lágrimas y palmas sobre la tumba de nuestro ilustre conciudadano, y que nosotros contemplásemos esa tumba, herencia de la patria, con ojos distraídos y secos, sellado labio y mudo el corazón.
Así, la piadosa costumbre de las corporaciones sabias, con la cual, al paso que honran a sus individuos finados, cumplen con lo que exige su propio decoro, y realzan la dignidad ilustre de las letras; la necesidad de una manifestación solemne de dolor que corresponda y sirva de eco al dolor del público; el patriotismo, la justicia; nuestros mismos recuerdos, que parece evocan la sombra de nuestro célebre compatriota en este recinto donde algún día resonó entre aplausos su elocuente y poderosa voz; todo me obliga a hablar, siquiera sea de paso y con enojosa brevedad, de las altas prendas que hicieron de él uno de los más gallardos escritores de esta nuestra España, escasa ahora en ventura, pero rica siempre en valor y tan a la continua fecunda en grandes ingenios como en virtudes magnánimas y heroicas.
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Arduo es el designio; acaso también extemporáneo, pues no para todos los hombres dignos de nota empieza la posteridad en el sepulcro. Los que han manejado altos negocios en el mundo, o escrito sobre doctrinas y sistemas opinables, han menester jueces remotos, que no contemporáneos, en atención a que sólo el tiempo suele dar a las censuras o a los elogios la exactitud, templanza e imparcialidad que los abonan. Mas ya que no me es dado excusar el empeño, abriré la senda que mejor que nosotros recorrerán los venideros y lo haré desobligado de toda afición ajena del amor a la verdad, poniendo el hombre y sus obras al paso de mi libre conciencia, sin más temor que el que me inspira mi pequeñez, desigual por todo extremo a la grandeza del asunto.
No todas las lenguas permiten que el carácter individual de los que aplican a la literatura se refleje en sus escritos; pero, a no dudarlo, es la nuestra (a lo menos entre las neolatinas) la que, por su riqueza, flexible contextura y maravillosa variedad de locuciones y giros, concede más ensanche y libre movimiento al ingenio, prestándose, digámoslo así, como masa tierna y suave, a recibir todas las formas que quiera imprimirle cada espíritu. Por lo cual, respecto a nuestros escritores, más quizá que respecto de los de ninguna otra nación moderna, se puede en rigor decir: el estilo es el hombre.
No pretendo, señores, que las obras del marqués de Valdegamas estén exentas de faltas literarias, ni mucho menos que deban servir de acabado y preferente modelo de pureza y buen gusto a los que deseen cultivar con provecho nuestro idioma; pero, en mi sentir, ninguno de nuestros prosistas, ya antiguo, ya moderno, logró nunca estampar más hondamente que él en sus discursos y en sus escritos el sello de aquella predisposición o índole nativa que constituye la invención y la originalidad en la elocuencia. De tal modo que, ya hablando, ya escribiendo; y ya se preparase con el estudio y la meditación, ya improvisase, siempre es el mismo; siempre es, y por extremo, diferente de los demás; siempre en sus errores o en sus aciertos, con sus lunares o con sus bellezas, no sólo tiene fisonomía propia y peculiar, sino que esta fisonomía, merced al predominio de las emociones espontáneas del ánimo, retrata al vivo la rica naturaleza de su corazón y de su alma. Nunca se pintó nadie a sí mismo en producciones del ingenio literario con tanta verdad como él en las suyas. Hablaba como escribía; escribía como hablaba, y de tal forma hablaba y escribía, que sobre ser único y solo en el lenguaje y estilo, la reforma de éstos habría sido empresa superior a su propia voluntad y fuerzas, a lo menos en la época de los primeros arrebatos de su ardorosa fantasía.
Hay, pues, analogía, o mejor diré, identidad del carácter de nuestro autor con su estilo; y como éste, cualesquiera que sean los asuntos, es invariable en la estructura y las formas, no vacilo en afirmar que el marqués de Valdegamas poseía la cualidad sobresaliente de los grandes ingenios, a saber: la unidad que ilumina y explica sus obras; que permite estudiarlas siempre a una misma luz y bajo un mismo aspecto; que pone de manifiesto la clave del hombre moral e intelectual; que descubre, en fin, el principio y móvil supremo de su espíritu.
Demás de que, sean cuales fueren las materias en que un grande y poderoso entendimiento se ejercite, siempre aparece dominado por cierta facultad particular que viene a ser como instinto que le mueve, y que ayuda a discernirle. La política en sus más altas relaciones con la historia, y la historia y la política explicadas por el dogma católico fueron el asunto predilecto de los estudios y meditaciones del marqués de Valdegamas, el blanco a que, cuando involuntariamente, cuando de propósito dirigía sin descanso ni vagar sus pensamientos puesta la mira en penetrar el destino de las naciones; en descubrir el principio y fin del hombre y de la humanidad; y en demostrar la perfecta concordancia que ha tenido, tiene y tendrá la vida de la humanidad y del hombre con la ley revelada, que es regla y providencia de todo cuanto existe. ¡Arcanos insondables que ha puesto Dios entre lo conocido y lo ignorado, y entre lo finito y lo infinito, como otras tantas lindes eternamente inaccesibles a nuestra impotente curiosidad y vana ciencia!
Casi todos los escritos de nuestro malogrado académico o por lo menos los de más excelencia confirman cuanto acabo de decir; y puesto que cualquiera de ellos podría servir al intento de analizar su estilo y la índole de su ingenio, todavía quiero para el caso elegir el que a todos los resume y comprende: el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, obra ésta de la edad madura del autor, así como la última, la más lata y más detenidamente elaborada de las suyas, y donde con más brío y lozanía se ostentan, se desenvuelven y batallan sus teorías, luce su talento, brilla su dicción y resalta el singular contraste de dulzura en el carácter y de dominación en el espíritu que distingue, entre las conocidas, su elocución fogosa y levantada.
En este libro, destinado a examinar las más abstrusas cuestiones religiosas, morales, sociales y políticas que discute y da por resueltos los más hondos problemas humanos y que quiere explicar dogmáticamente muchos misterios divinos; en este libro por más de un concepto singular y extraordinario no aparece sin embargo asomo siquiera de duda, rastro alguno de vacilación o de incertidumbre en la mente, ni en la frase del escritor. La creencia es firme, incontrastable el ánimo, absoluta la afirmación, imperioso el lenguaje. El hombre a quien muchos y fuertes vínculos de todo género ligaban a un partido político determinado, rompe con él, combate sus principios y le moteja de erróneo, infecundo y corruptor. El amigo de la sabiduría, admirador y discípulo de los grandes pensadores que en todos los tiempos han ensanchado el dominio de la inteligencia, después de haber aprendido a tener en poco a todos los filósofos y a todas las filosofías, avanza un paso más y niega rotundamente la verdad de sus sistemas. El que años antes, sentado en una cátedra famosa de esta corte, se esforzaba en demostrar que la fuente de la soberanía y del derecho es la razón, no se contenta ahora con repeler la facultad de juzgar, sino que reputa perniciosa la facultad de discutir; la controversia, según podemos deducir de sus palabras, es una ilusión intelectual, una luz engañosa que ora quema, ora ofusca, pero jamás ilumina. Si hemos de asentir a su fallo, la libertad es siempre cómplice de la herejía; y la independencia humana no más que el triste privilegio de dudar, negar y destruir, ocasionando natural y fatalmente el triunfo del error y del pecado en este mundo. ¿Qué más? La razón de por sí es incompetente para todo: para juzgar del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso; para conocer su propio origen y naturaleza; para definir su marcha y desenvolvimiento, su acción en la vida de la humanidad, su ministerio en la historia. La razón que a sí misma se busca para estudiarse y conocerse sólo puede llegar con sus vanos esfuerzos al escepticismo y a la nada. El bien, finalmente, no es posible sino por medio de la acción sobrenatural de la providencia, ni es dado concebir el progreso más que como resultado necesario de la sumisión pasiva y absoluta del elemento humano al elemento divino, y no de otra manera.
Aseveraciones son éstas, ante las cuales hubiera retrocedido, lleno de espanto, un espíritu común; pero el de nuestro esforzado controversista las fue deduciendo una a una, con dialéctica inflexible y admirable impasibilidad, del principio en que estriba su sistema, principio que se reduce a hacer de la teología el fundamento, la clave y punto de partida de todas las ideas generales relativas a la constitución de la sociedad y a las instituciones y gobierno de los pueblos. Así, toda cuestión, ya social, ya política, lleva en sí, visible o latente, una cuestión teológica, en tales términos que no es posible establecer ningún sistema tocante a aquellos puntos, sin referirle, bien implícita, bien explícitamente a un sistema, a una teoría, a una noción cualquiera de Dios en su esencia y atributos. De donde se deduce que la teología es la ciencia de las ciencias, la que todo lo abarca y comprende; de suerte que cuanto se ha escrito hasta ahora con nombre, sin duda usurpando, de ciencia política y social, queda reducido a la humilde categoría de combinaciones arbitrarias del entendimiento humano.
Una doctrina que incluye la ciencia en el dogma; que todo lo somete y rinde sin condiciones al principio de autoridad religiosa y política; que aniquila la libertad; y en que el hombre parece absorbido por la inmensidad de Dios, ¿se diferencia en algo el quietismo del fatalismo? La solución que da el Ensayo al problema del libre albedrío, problema que ha atormentado el entendimiento de los más insignes pensadores de todos los tiempos; problema que comprende en estrechísimo enlace los no menos importantes de la vida propia de la conciencia, de la moralidad de las acciones, de la responsabilidad del ser humano, de las penas y recompensas, del merecimiento y la expiación, de la justicia, del deber, del derecho; la solución, digo, que ha dado el Ensayo a este inmenso y temeroso problema, ¿por ventura es la misma que ya le dieron los padres de la iglesia en la esfera de la verdad católica, la que le han dado los filósofos en el campo de la metafísica, la que le da humanidad misma en el teatro de la historia? ¿Ese libro, no invalida cuanto en el transcurso de los siglos ha adelantado el espíritu humano en materia de ciencias morales y políticas? ¿No presupone el trastorno, imposible para Dios mismo, de la naturaleza, sucesión y ordenamiento de los hechos consumados? ¿No recusa todo progreso en el camino de la civilización, toda mejora en la condición del hombre y también la eficacia intrínseca de las instituciones en el gobierno del individuo y de la sociedad? ¿No hace flaquear los fundamentos de la verdad y destruye los elementos de la certidumbre? ¿No conduce como por la mano a la duda universal? Sus inexorables y aterradoras afirmaciones, ¿no vienen, por desgracia, a dar el mismo resultado que la negación absoluta; negación de la actividad moral e intelectual del hombre; negación de la unidad orgánica de la familia humana; negación de la filosofía; negación, en fin, de la justicia, de la esperanza y de la providencia?
Otros, lanzando un rayo de luz a estas tinieblas para aclarar tamaño cúmulo de dudas, decidirán si las teorías del Ensayo concuerdan o no con el análisis de las facultades del hombre, con la conciencia del género humano, con el espíritu del Evangelio, con los anales de la Iglesia católica ortodoxa y con los intereses de la religión, los cuales, en realidad, siempre han salido lastimados y maltrechos de todo profano consorcio con ideas de temporal exaltación y predominio.
Por fortuna la Academia ni es asamblea política ni concilio, y no hay para que me entrometa yo a discutir en su seno las encumbradas y misteriosas cuestiones que suscita el Ensayo. Mas aunque para vosotros, señores, en cuanto corporación, no sea el mundo una liza, sino un espectáculo, todavía me habéis de permitir que emita mi opinión acerca de las novedades que aspira a introducir en él la doctrina del señor marqués de Valdegamas.
Y así diré, cuando este gran dialéctico llega de deducción en deducción al gobierno teocrático, o sea el gobierno directo y personal de Dios ejercido por medio de sus ministros delegados, los sacerdotes y los reyes absolutos, y cuando, a mayor abundamiento, aconseja que se acojan para el régimen y dirección de las cosas humanas de entre los sabios a los teólogos y de entre los teólogos a los místicos y contemplativos, obedece a las inspiraciones de una escuela extranjera y olvida o desprecia la historia y las tradiciones nacionales y el temple del carácter español.
¿Por qué lo callaría yo aquí donde se pueden decir útiles verdades, aquí donde hay hombres capaces de escucharlas y apreciarlas todas? Ni la teocracia ni el absolutismo son plantas indígenas del suelo generoso de nuestra patria. El gobierno de los godos, si no era completamente teocrático, daba una grande importancia a este elemento. Mezcla absurda de los principios más opuestos entre sí; alternativamente eclesiástico o militar; siempre tiránico, murió dejando unido para siempre su recuerdo al de la dura cuanto merecida expiación de Guadalete. Exótico como ese bastardo sistema, el absolutismo, de procedencia austriaca, nació, para daño y mengua nuestra, en el sangriento campo de Villalar. Española, sí, de puro y limpio origen español, hija legítima y gloriosa del genio nacional es la guerra épica de ocho siglos que remató en los muros de Granada. Española, sí, es la guerra, toda ella heroica, a que dio memorable principio el Dos de mayo.
Ni cabe imaginar un país más fecundo que el nuestro en alternadas y opuestas enseñanzas de libertad y despotismo. Dondequiera que la historia registra un hecho memorable, una gran reforma, una mejora útil, una institución generosa, vemos, o la acción libre del pueblo, o la mano paternal de un rey que sabe y quiere acomodarse al carácter de los súbditos. Dondequiera que, por el contrario, hallamos una perturbación, una iniquidad, una tiranía, allí, indagando causas y rastreando orígenes, tenemos que reconocer la fuerza mayor de un monarca mal aconsejado que, con ofensa y desdoro del genio nacional, sugiere violentamente en el gobierno patrio instituciones extranjeras.
La defensa y conservación del patronato y demás regalías de la corona ha sido uno de los principios fundamentales del derecho público de España desde Fernando e Isabel hasta Carlos III; y fue constante anhelo de este buen príncipe hacerle triunfar de una vez para siempre en sus Estados. Fieles a esta causa, han sido nuestros más ilustres reyes y cuantos varones han tenido entre nosotros excelencia en letras divinas y humanas, en piedad, en patriotismo, en el ordenado y justo ministerio de la república, desde Jiménez de Cisneros hasta Campomanes, desde Melchor Cano hasta el venerable Palafox, desde Hurtado de Mendoza hasta Jovellanos; nuestros más insignes jurisconsultos, nuestros más profundos teólogos, nuestros más hábiles ministros.
¿Cómo podía ser de otra manera? El absolutismo y la teocracia ni son españoles ni cristianos, cuanto más que, si bien se mira, España no ha sido en lo antiguo otra cosa que un conjunto de reinos o provincias libres formadas por la naturaleza, constituidas por las primeras razas pobladoras, caracterizadas por lenguas y costumbres varias y sostenidas por leyes y fueros privativos. Gobernáronlas reyes, es verdad, pero eran administradas por comunidades, ayuntamientos y consejos; aunolas, es verdad, la religión, pero sólo cortas porciones del territorio nacional fueron políticamente regidas por la Iglesia.
Mas no importa; cualquiera que sea la parte de verdad, ya relativa, ya absoluta, ya racional, ya histórica, contenida en el sistema del señor marqués de Valdegamas, y sea cual fuere el juicio que se forme tocante a la posibilidad y conveniencia de aplicarle a la gobernación de príncipes y pueblos, siempre, y por muchos conceptos, será para nosotros el Ensayo un libro de gran curiosidad e importancia.
Como libro de controversia, nos lleva a los últimos términos de una doctrina que, más o menos atemperada por la inconsecuencia o dulcificada por cobardes concesiones, han sostenido en el vecino reino, con no común aprobación y mucho estrépito, algunos hombres entendidos; con lo cual advierte, aun a los menos avisados, del espíritu y tendencia de su escuela.
En el flujo y reflujo incesante de ideas que trabaja a nuestro siglo, y en una época en que todas las producciones del entendimiento, cualesquiera que sean sus formas, ejercen imperio en la opinión; los escritos que despiertan la inteligencia moviéndola a pensar y excitándola a discurrir sobre asuntos de común provecho son útiles por igual a las costumbres y a las letras. Discurre y falla el Ensayo, y al discurrir y fallar nos enseña a descoger las alas de la meditación filosófica en los inconmensurables espacios de su dominio. ¡Caso tan raro como cierto! El libro que declara impotente la razón, es él mismo un testimonio elocuentísimo de su fecundidad y de su fuerza; y maravilla ver cómo, al paso que condena la discusión, nos ofrece en todas sus páginas una prueba más, sobre las infinitas que ya existen, de que sin el público debate que avigora, depura y dirige a buen término el razonamiento, carecerían de sanción la verdad, de correctivo el error, de luz y vida el mundo.
En suma, considero el Ensayo sólo con relación a la persona del autor, bien se puede decir que el libro es el hombre; porque allí vive éste, respira y habla; allí se nos viene a los ojos con su manera propia de escribir y de pensar; allí se difunde con ímpetu libre rompiendo todo linaje de compuertas. El libro es él, todo él; con sus grandes defectos, con sus grandes cualidades: siempre grande.
Un ingenioso escritor español ha dicho del marqués de Valdegamas que había en él mucho de poeta y mucho de filósofo, y lo que tenía de filósofo le sobraba y le estorbaba para ser poeta, así como lo que tenía de poeta le sobraba y estorbaba para ser filósofo.
¿Son por ventura incompatibles, según esto, las dotes de ingenio que piden la poesía y la filosofía?
Tan lejos estoy de creerlo así, que tengo por cierto la opinión contraria; pues, a lo que entiendo, ni todo es pura inspiración en el poeta, ni todo pura abstracción en el filósofo. El uno, sin ejercicio viril del entendimiento, sin meditación, sin razonada observación de las cosas y de los hombres, sin filosofía, sólo conseguirá comunicar un soplo de efímera vida a las creaciones fantásticas de la imaginación desordenada, de la pasión sin regla, del pensamiento sin ley, o bien, circunscrito a la imitación servil de la naturaleza, idólatra de lo sensual y lo plástico, nunca abrirá al entendimiento los horizontes infinitos del espíritu, ni comprenderá siquiera la casta y luminosa serenidad que eternamente resplandece en las obras del arte verdadero. Por lo tocante al filósofo, si no tiene imaginación que le haga sensible a las escenas de la naturaleza y del mudo, ni intuición de la belleza ideal, ni entusiasmo, ni poesía, ¿qué otra cosa será jamás sino un forjador de estériles quimeras, destituido de elevación y de elocuencia? No se comprende que Dios conceda sus más ricos dones para que se neutralicen o se excluyan. Más me inclino a pensar que de tarde en tarde favorece con ellos a algunas inteligencias privilegiadas, para que puedan vislumbrar en armonioso conjunto la belleza y la verdad de sus divinas obras.
Y lo cierto es que el autor del Ensayo poseía y ejercitaba con igual maestría las dos fuerzas o facultades extremas de la mente: es, a saber, el razonamiento y la imaginativa, y que por un raro privilegio, concedido tan sólo a los ingenios vigorosos y fecundos, veía instantáneamente y de lleno las cuestiones, descifrando lo que tienen de particular o general, de relativo o de absoluto, de necesario o de contingente.
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Si no contaba su inteligencia entre las que abarcan muchas ideas distintas, o para compararlas, o para someterlas a síntesis profundas; si, esclavo de su propio entendimiento, no veía casi siempre más que un solo lado de las cosas o un solo orden de conceptos, acreditándose así, menos que de libre pensador, de insigne lógico, poseía no obstante aquel género de capacidad que concibe y desenvuelve todas las aplicaciones de un principio o de un sistema. Asienta una premisa y nadie le aventaja, que antes bien excede a todos en sacar de ella el caudal completo de sus preciosas consecuencias; y como no tiene miedo de sí mismo, ni del mundo, ni de lo que a su juicio es la verdad, arrostra con todo, no ceja ante las apariencias de la paradoja, ni transige con sus adversarios, ni da tregua a los sistemas que impugna, ni pone la consideración y mira en otra cosa que en sacar triunfantes del combate sus leales convicciones.
Afirma con resolución y niega con imperio, porque se llama campeón del dogma y el dogma no se manifiesta sino por medio de afirmaciones o negaciones magistrales y absolutas. Su dialéctica acosa a sus contrarios y los encierra en un círculo de fuego; y con todo, no empece en ella lo inflamado a lo exacto, lo vehemente a lo sutil, lo valiente y grandioso a lo templado y galante. Más dado a la acometida que aficionado a la defensa, es consumado, como todos los grandes tácticos intelectuales, en el arte mañero de atraer a su propio campo al enemigo obligándole a aceptar sus armas y estrategias.
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Versado en las letras sagradas y profanas, distingue y caracteriza con tino y admirable sagacidad las religiones y los sistemas filosóficos, las escuelas y los maestros, las ideas y las tradiciones, las cosas y los hombres, las circunstancias transitorias y el rico, variado y complejo carácter de los tiempos. Apoyado en el principio que sirve de fundamento a su doctrina, y puesto los ojos en el cielo, levanta el tono hasta donde remonta el pensamiento; y vuela éste, majestuoso y sereno, de los últimos efectos a las primeras causas, de lo temporal a lo eterno, de lo conocido a lo desconocido, del hombre a Dios, penetrando (como él mismo dice, bella y pintorescamente, de Vico) en las misteriosas fuentes del río de la humanidad, escondidas más allá de los inciertos albores de la historia y de las ráfagas de luz intermitentes y engañosas de la fábula.
Estas son las cualidades de filósofo que brillan en el señor marqués de Valdegamas; y cierto, en la aplicación que ha hecho de ellas, no le reputo inferior a los maestros de la escuela neocatólica francesa.
Ni fue menos bien abastado por la suerte en dotes de poeta, como lo testifican, al par que sus escritos, sus discursos; que pues todo talento brota, como de fuente viva, de gérmenes innatos, en él lo eran el espíritu religioso, el amor a las verdades morales; el gusto a lo sobrenatural y maravilloso; la pronta y lúcida percepción de lo bello; la facultad eminentísima de generalizar las ideas y de idealizar los objetos y las afecciones; la propensión irresistible a los contrastes; y aquella fina sensibilidad que, si tal vez somete indefenso al hombre a la influencia de impresiones peregrinas, movibles y caprichosas, le da en cambio el calor del alma y la vivacidad de pensamiento que son, para las obras de arte, lo que para las flores el sol, la tierra, el cielo.
Pues bien; el libro a cuya formación concurrieron tales y tantos elementos, no peca porque su autor los haya empleado de manera que unos a otros se embaracen, desautoricen ni desluzcan.
Si consideramos el fondo de la obra, veremos no ser ésta más que un nuevo, aunque elocuentísimo, alegato en el proceso que de tiempo inmemorial, sin término, sin juez, y sin esperanza de sentencia, sigue la razón consigo misma, con Dios y con el mundo. Porque si en este proceso es presuntuosa la razón que se califica de infalible, la que se tiene por incompetente para conocer y fallar, es absurda y cae en contradicción cuando conoce y falla. Si en él se apela el dogma, la Iglesia, como su única y legítima guardadora, declara, define y no discute. Tratado han de teología, filosofía y política cristiana, entre otros varones eminentes, San Pablo, San Agustín, San Clemente de Alejandría, San Ireneo, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino, denominado con razón el ángel de las Escuelas; pero ¿qué ojos de hombre verán nunca más ni mejor que vieron, en materias religiosas, eclesiásticas y aun literarias, los de aquellas águilas divinas, demoledoras del mundo antiguo y columnas fortísimas del nuevo? ¿Quién, en asuntos de fe, se atreverá a creer donde ellos dudaron, a dudar donde ellos creyeron, a afirmar o negar donde ellos negaron o afirmaron? Y si apartamos respetuosamente la cuestión del dogma y de sus interpretaciones ortodoxas, para trasladarla al campo en donde luchan sin descanso las memorias de lo pasado con los presentimientos de lo futuro, ¿quién posee el secreto de Dios?, ¿quién puede antever y señalar el rumbo que desde el principio de los tiempos ha señalado su dedo omnipotente al viaje, atribulado y azaroso, sí, pero también espléndido y sublime, del hombre y de la humanidad sobre la Tierra?
No busquemos, pues, explicaciones sutiles ni recónditas para efectos que las tienen fáciles y llanas en la naturaleza misma de su asunto. Interpretar la doctrina católica; someter al raciocinio los misterios de la religión para inquirir los designios de Dios y declarar por medio de la nuestra limitada su sabiduría infinita; penetrar en el recinto de la fe poniendo forzosamente la planta sobre la imborrable huella que dejaron en su suelo los grandes maestros de la ciencia cristiana; querer construir de raíz el edificio de lo presente y de lo futuro, con los escombros de lo pasado; y, tremolando la bandera de la tradición, pretender que el género humano se ampare de su sombra y que retrocedan las corrientes de la civilización a sus orígenes, era empresa sobrehumana que únicamente un grande ingenio podía concebir y cuya sola traza es un prodigio, salvo que llevarla a cumplido remate y término dichoso rayará siempre en lo imposible.
Fuelo, en mi sentir, para él; más no sería justo que quedase por su cuenta lo que debe mayormente atribuirse a la materia de su escrito. Constreñido por ésta y por su propósito a filosofar sobre misterios y dogmas religiosos, dio a la religión cierta forma y lenguaje de filosofía y a la filosofía un cierto término de misticismo dogmático, con lo que hubo de privar a la una de su sencilla majestad y atavío a la otra con arreos que desdicen de la sobria y severa dicción que le conviene. Demás de esto, cuando el entendimiento humano se empeña en explicar lo que se tiene en opinión de inexplicable o lo es de suyo, semejan sus esfuerzos a una como gimnástica del espíritu de que resulta vencida siempre la lógica natural de la verdad por la dialéctica artificiosa de la fantasía. Nada parece entonces cierto. Piérdese la confianza; ocupa en el ánimo la duda el lugar de la creencia; toma aspecto de paradoja la verdad, de sofisma el razonamiento, de oropel y pompa vana la bizarría del estilo; hasta que, cansado, el lector o el oyente acaba por considerar la controversia como un puro conjunto de especulaciones aéreas forjadas por la mente perdida en los campos sin límites del amor estático o de las cavilaciones metafísicas.
Tal como éste es el juicio que han formado algunos del Ensayo; sin duda por no advertir que el libro parece pequeño sólo porque Dios y la religión son inefablemente grandes, con lo cual una vez más se nos demuestra que el espíritu escudriñador de las altas cosas divinas es siempre y por todo extremo limitado, al paso que el corazón que se abre entero a su amor y reverencia es infinito.
Y así y todo, algo muy provechoso, elevado y excelente debe contener una obra que ha obtenido de nacionales y extranjeros muestras tan relevantes como insólitas de aplauso y que ha sido parte para que se inscriba el nombre de su autor en el registro que conserva el de los inmortales defensores de la fe cristiana.
Gloria ésta, señores, a todas luces merecida, pues tiene el Ensayo, entre otros méritos, el de ser una noble, pura y desinteresada inspiración de conciencia, no un libro de vanidad, ni granjería. Atormentado por una persuasión vacilante que a tiempo dormía, a tiempo despertando amenazaba (género de persuasión que es el mayor de los tormentos morales), nuestro ilustre compatriota buscó y halló reposo para el alma atribulada refugiándose en el impenetrable asilo del santuario. Del mismo modo que Pascal, vio que la duda es estéril, y creyó; comenzó por rendir culto a la razón y paró en echar por tierra no sólo el arca y el templo, sino el ídolo. No se conformaba su espíritu inflexible con los partidos que transigen, ni con las opiniones que contemporizan, ni con los sistemas que se forman a retazos, como vil ataracea, de principios diferentes entre sí, y repudió el eclecticismo, que antes había sido su escuela filosófica y su doctrina predilecta de gobierno. Estudió la sociedad, meditó las revoluciones, vio el uso que hacían los hombres de la libertad y del entendimiento, y persuadido de que el mal y el error acaban siempre por sobreponerse al bien y a la verdad, pidió al régimen absoluto su dominio y a la sola divina religión su égida salvadora.
¿Dónde están, pues, la veleidad e inconsecuencia de opiniones que se atribuyen al marqués de Valdegamas? El Ensayo, a buena fe, era y tenía que ser el término preciso de su carrera filosófica, bien así como fueron jornadas de este viaje intelectual todos sus escritos y discursos anteriores. Y en hecho de verdad, para ciertos espíritus sutiles y curiosos, no hay puerto donde se remedien de las tristezas y zozobras de la duda, si no es el de la religión; atento que, desesperando la mente de penetrar lo incomprensible, halla que el dogma, a la ventaja de explicarlo todo, une la de domar el entendimiento con la fe, sosegar el corazón con la esperanza y alumbrar el alma con la llama en que, según la poética expresión de Malón de Chayde, se enciende y no se quema, arde y no se consume, apúrase y no se gasta.
Nótase, además, que muchos graves motivos debían inducir al marqués de Valdegamas, cuando no a profesar, a aparentar la mal entendida consecuencia que consiste en sostener siempre lo que un tiempo se creyó y ya no se cree (donosa manera de virtud, muy al uso); y ello sin más que irse tras el hilo de la gente por el camino de sus primeras opiniones.
Solicitábanle, con efecto, a hacerlo así la medra y crédito que esas opiniones le habían granjeado, el aliciente poderoso del aplauso de sus antiguos amigos, la ventaja de probar en libre estadio las fuerzas del espíritu entregado a sí mismo, la influencia del siglo, el ejemplo de varones doctos, los halagos del mundo, la traidora sonrisa de la popularidad.
Y, ¿qué hizo? Lo que no todos (y con paz sea dicho) harán siempre en igual caso: escuchar y seguir la voz de su conciencia dejando la vía ancha y descampada de la ambición vulgar por la angosta y agria del legítimo merecimiento; dar rienda suelta a la índole de su ingenio, a la naturaleza de su carácter, al temple de la sangre; romper con mano valerosa sus viejas ligaduras. En esta nueva senda debían salirle al encuentro la envidia y la maledicencia para denostarle; las preocupaciones y el orgullo de las escuelas contendientes por hacer mofa y escarnio de su entendimiento; los amigos, convertidos en enemigos, para quebrantar su corazón. Él lo sabía; y sin embargo publicó el Ensayo. ¡Nueva recomendación de una obra que ya califican y ennoblecen otras prendas; pues considerada bajo el aspecto en que ahora se nos muestra, no es solamente un libro, sino (lo que es más para Dios y debe serlo para los hombres) una buena acción y un rasgo de heroísmo!
Pero en la rica naturaleza moral e intelectual de D. Juan Donoso Cortés, cabían, sin estorbarse ni dañarse unas a otras, todas las excelencias del corazón y del espíritu; pues es bien sabido que, entre las dotes de pensador católico, de filósofo cristiano, de dialéctico profundo al par que ágil en la lucha, sobresalían las de hábil profesor, las de orador bizarro, las de escritor elocuentísimo. Qué tan viva, impetuosa y perspicua fuese su manera de producirse y de explicar en cátedra, pueden decirlo todos aquellos que oyeron y admiraron en el Ateneo de esta corte sus lecciones de Derecho político.
Y cuán poderosa para agitar el ánimo y arrastrar la fantasía su elocución en la tribuna parlamentaria, se infiere de sus discursos, cuyas cláusulas, aunque muertas por faltarles el sonido de la voz, el gesto, el ademán y la mirada, producen leídas efectos casi iguales a los que ya hicieron pronunciadas. Y nosotros mismos podemos testificarlo; nosotros que oímos esos discursos animados con el calor y la vida que le comunicaba el orador arrebatado de sus propias emociones, no menos que con la vida y el calor que momentáneamente les daba, entusiasmado, el auditorio.
Ni del singular imperio que ejercía en el ánimo de sus oyentes el marqués de Valdegamas hemos menester más pruebas que la que nos ofrece una de las últimas oraciones pronunciadas por él en el Congreso de los Diputados. La prueba a que aludo vale por muchas; es perentoria además y voy a referirla porque sobre hacer al caso puedo dar fe de ella como testigo presencial.
Tratábase el 30 de enero del año 1850 la que hoy llamamos cuestión de presupuestos, muy interesante, sin duda, cuando es en realidad asunto que se discute; muy ociosa cuando hecho que se confirma, o autorización que se da; y siempre, y de todos modos, desapacible y nada amena. Apelando, sin embargo, D. Juan Donoso Cortés a sus métodos favoritos de razonamiento, colocó el debate en el terreno elevado y general de los intereses materiales contrapuestos a las ideas morales y arrancando de aquí llegó de un vuelo, con su facilidad acostumbrada, al corazón de la más sublime política teológica. Con decir que su discurso, en pormenores y en conjunto, es el germen, rudimento y clave del Ensayo y que éste se encuentra por lo tanto virtualmente contenido en él, dicho se está: lo primero, que era en cierto modo ajeno del negocio que se discutía, e impropio del lugar donde se pronunciaba; lo segundo, que hería de muerte los principios políticos que profesaba tanto la mayoría de aquella asamblea como el cuerpo de Ministros; y lo tercero, que ello todo colocaba al orador en una situación embarazosa y flaca por el extremo.
Ni hay que pensar que los espectadores estuviesen mejor dispuestos que los legisladores a escuchar con benevolencia al orador; pues nadie ignora que la parte del público aficionada a las sesiones de Cortés ejerce por su mano en las tribunas una especie de justicia libre y popular, más o menos hostil que favorable a los actores del drama político del día.
Pues bien; delante del Congreso fue entonces condenado, sin piedad ni remisión, el gobierno constitucional por el hombre que un año antes, y en aquel mismo sitio, había dicho de semejante gobierno: Que no era en casi todas partes sino la armazón de un esqueleto sin vida, gobierno de mayorías legítimas vencidas siempre por minorías turbulentas, de ministros responsables que de nada responden, de reyes inviolables siempre violados. Y el Congreso aplaudió.
Y las tribunas oyeron entonces las más rigurosas y elocuentes invectivas que jamás han lanzado humanos labios a las revoluciones y la democracia; y las tribunas (por lo común democráticas y revolucionarias) aplaudieron. Y cediendo a un impulso irresistible aplaudimos todos: los incrédulos y los creyentes, los vacilantes y los firmes, los pobres de espíritu y los orgullosos, los ignorantes y los sabios; todo, todos; si no convencidos ni persuadidos, penetrados de admiración al talento de aquel varón singular y del respeto que infunden aun los entendimientos más escépticos la natural altivez y el desenfado de una convicción profunda.
Los aplausos que arrancan los discursos, decía más tarde el marqués de Valdegamas, no son triunfos, porque se dirigen al artista, no al cristiano. Pero en dado caso que asientiésemos sin reservas a esta opinión, más piadosa que exacta, todavía ocurre y conviene preguntar cuál era el secreto del arte que se enseñoreaba de nosotros hasta el punto de hacernos insensibles a todo menos al encanto misterioso con que nos atraía y dominaba.
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Prescindiendo, pues, de los elogios interesados provenientes de la pasajera infatuación de las banderías y del gárrulo y verboso aclamar de los periódicos de secta, lo que cumple a mi propósito es inquirir las causas propias y genuinas de la elocuencia del marqués de Valdegamas; causas personales unas, nacionales otras, universales las más; cuáles de ciencia, de filosofía, de religión; cuáles, en fin, de estilo y arte.
Descollaba entre las primeras cierta dulce simpatía que inspiraba el orador, por aquel tiempo, a la generalidad de sus oyentes; a sus antiguos conmilitones políticos, porque las ideas que sustentaba en orden a reacción religiosa se ajustaban a maravilla con las que ellos profesaban, y profesan, en materia de Estado; a sus adversarios ultra-liberales, porque éstos se gozaban en los inflamados anatemas que enderezaba a los partidos mixtos; a los campeones del derecho divino de los reyes, porque defendía con insólita vehemencia su doctrina. Los que le amábamos sin abundar en su sentido, veíamos en el orador al hombre; y las personas extrañas a la política se pagaban tan sólo del ingenio, posponiendo las doctrinas a la elocuencia y la solidez de las pruebas y del juicio a la delicada y vistosa filigrana de voces con que vestía los pensamientos.
No hago mención de sus enemigos, porque, si a la sazón los tenía, o se ocultaban o hablaban por lo bajo. Fuera de que ni entonces ni nunca mereció aborrecimiento el hombre a quien, en lo privado y en lo público, dio la pureza del corazón frutos de buena vida. Levantado por la religión sobre todo lo que le rodeaba, ya por aquellos días se había desamparado totalmente a sí mismo, y estaba en lo más alto del entendimiento cuidando sólo de escuchar la voz de la conciencia y del deber. Manso y pacífico, se hallaba incapacitado de gobernar, porque, como decía en su discurso de 4 de enero de 1849, no habría podido hacerlo sin poner en guerra su razón contra su instinto. Naturaleza de todo en todo intelectual y afectivo, no tenía fuerza sino para pensar y amar; y carecía de la que han menester los políticos para obrar y aborrecer. La irritable presunción de poetas y literatos, bien conocida en todos los tiempos y verdadera plaga popular en éste que alcanzamos, no fue llevada por él ni al trato íntimo, ni a los negocios de la República, ni a las discusiones de la ciencia. Era sincera su humildad, por más que a algunos pareciese altisonante y fastuosa, lo cual procedía de que tomaba todo en él las formas de su estilo; ni seré yo quien lo moteje de haber tenido tal cual vez orgullo de la virtud, viendo cuán medrada y vanidosa se anda hoy la ostentación del vicio. Cuando mis días estén contados, exclamaba en el citado discurso, bajaré al sepulcro sin el amarguísimo y para mí insoportable dolor de haber hecho mal a un hombre. Y ¿cuántos son, pregunto yo, los llamados a vivir y morir con tan sublime confianza en medio de las tempestades de la sociedad moderna?
Por otra parte, en la memorable ocasión a que me refiero se presentaba el marqués de Valdegamas al examen de los doctos bajo un punto de vista tan interesante como nuevo. Hasta allí había sido periodista, publicista, poeta, literato; pero ni era tenido generalmente por filósofo, ni el movimiento especulativo de sus ideas significaba otra cosa más que la historia de su afán generoso por alcanzar la certidumbre y por esclarecer los siempre recónditos arcanos del destino del hombre y de los pueblos. En los discursos de 1849 y 1850 aparece por la vez primera el futuro autor del Ensayo en posesión de una antorcha, dueño de un sistema; y esta final transformación de su inteligencia, aunque prevista y esperada, porque era lógica, sorprende y cautiva a los hombres capaces de comprender cuánto tiene de heroica la tenacidad del espíritu que, ansioso de luz y de verdad, busca la una y la otra sin descanso y a costa de mayores sacrificios.
Pero hay más. Cuando el marqués de Valdegamas sostenía la superioridad de las ideas religiosas, morales y políticas sobre los intereses materiales, cuando buscaba el fundamento de la buena gobernación de las naciones en los elementos que constituyen la esencia necesaria y perpetua de las sociedades humanas; cuando prefería el deber y la abnegación a la licencia y a la grosera satisfacción de los apetitos sensuales; cuando defendía la fe contra la incredulidad y condenaba la indiferencia; cuando decía que toda verdadera civilización procede del cristianismo y debe contar con él para subsistir y mejorarse; cuando señalaba como eficaz remedio para los males de la enferma sociedad la regeneración moral y religiosa de los pueblos, ¿cómo no aplicar el oído al acento armonioso y varonil que proclamaba semejantes verdades en un lenguaje digno de ellas y con la autoridad que comunica al espíritu un convencimiento incontrastable?
Aplicamos, en efecto, señores, y debemos aplicar todo el oído y el alma a aquel acento, porque él hería en nuestros corazones la fibra siempre sonora de las creencias religiosas, una de las pocas que correspondiendo a la trama de nuestro carácter nacional subsiste, sin notable deterioro, no gastada aún por las estériles luchas en que casi todos los elementos de nuestra vida interior se han consumido. Así que, descartando de la doctrina teológica y política de los discursos lo que hay extremado y contrario a nuestro instinto, lo demás es español por lo que tiene de católico; europeo, universal, porque afianza los intereses vitales y más caros de la sociedad humana sobre el terreno pedestal del cristianismo.
Esta es la única religión conservadora al par que progresiva; y sin embargo la fe huida de las almas, el materialismo triunfante y la execrable profanación de las cosas sacrosantas, forman el grave mal que hoy pesa sobre todo; hombres, pueblos, sociedad, gobernación, costumbres, artes y literatura. De donde infiero que habría ingratitud en no reconocer y estimar lo que, siguiendo rumbos más ortodoxos que Chateaubriand, ha tentado D. Juan Donoso Cortés para rehabilitar la religión de nuestros padres, menos en el concepto de bella que en el de verdadera, antes que bajo el punto de vista del arte, bajo el de la moral y el dogma, y lo mucho que por consecuencia ha hecho para restituir al cristianismo su austero carácter, y la divina autoridad que pone límites morales a toda autoridad humana, coto a los desmanes del poder, freno y correctivo a las tiranías y liviandades de pueblos y monarcas.
Y he aquí explicados los vítores que dieron en España a los discursos gentes de varias y aun opuestas opiniones. ¿Diré también del alborozo con que salieron al encuentro así las cortes de Europa como el clero ultramontano en todas partes? Debemos convenir en que no podía ser ni más natural ni más oportuno ese alborozo.
Porque era D. Juan Donoso Cortés, si no el primero ni el mejor, el más elocuente publicista de la escuela neocatólica que rige, y que cada vez más avigora, la reacción política que hoy se nota en los Estados. Al modo que en 1790 condenaba el irlandés Burke la primera revolución democrática francesa; al modo que el saboyano De Maistre escarnecía esa misma revolución con el epíteto injurioso de satánica; así condenó él la revolución de 1848 y así la escarneció y así también, midiendo la profundidad del abismo que ella ha abierto a nuestras plantas, le lanzó deliberadamente en son de reto el anatema provocador de sus doctrinas y el dardo acerado de sus atrevidas cuanto originales conjeturas.
Tan austero como el dogmatista saboyano y tan enérgico como el orador irlandés, nuestro apasionado defensor de la tradición de la Edad Media abomina cuanto conduzca alterarla. Ni se contenta con reprobar las demasías de los hombres, la natural ceguedad de los bandos, la confusión inevitable de los hechos, sino que, negando toda legitimidad a los hechos, todo derecho a los bandos, toda autoridad a los hombres, recusa el principio regenerador de los movimientos populares y afirman que están destinados por las inexorables leyes de la lógica a agitarse, sin provecho ni descanso, en un círculo inflexible de contradicciones y catástrofes.
Y no se detiene aquí; pues convencido de que nos hallamos en los tiempos apocalípticos y de que el fin del mundo está cercano, anuncia que la libertad ha muerto sin esperanza de resurrección, ni al tercer día como Cristo, ni al tercer año, ni al tercer siglo; que el tremendo problema de la gobernación humana está en pie, sin que sepan ni puedan resolverle las naciones ni los sabios; que la pavorosa esfinge revolucionaria está delante de nuestros ojos esperando en vano un Edipo descifrador de su enigma; que la civilización y el mundo retroceden; que todos los caminos, hasta los más opuestos, conducen a la perdición; y que la humanidad camina con pasos rapidísimos a constituir el despotismo más gigantesco y asolador de que hay memoria. Que el mundo se halla colocado entre el socialismo y el catolicismo y por lo tanto, según él, entre la negación y la afirmación, entre la muerte y la vida, entre el infierno y el cielo; esto protesta. Y sostiene, por conclusión, que en semejante estado de cosas el único refugio de la sociedad amenazada es la teocracia católica, como la sola institución que da escudo a los súbditos contra la tiranía de los reyes y a los reyes contra la rebelión de los súbditos.
¡No lo extrañemos! Procedía en parte todo ello del hondo terror que la revolución de 1848 había producido en el ánimo, harto sensible, del marqués de Valdegamas, y en parte del terror general que, a modo de epidemia, cundió entonces por Europa. Cierto, cuanto mayor había sido el peligro pasado, tanto era mayor la urgencia de aparejarle remedio para lo presente y lo futuro; y pues todo estaba amenazado, todo debía, a la ley divina y humana, defenderse. Y ¡oh, cuán terrible en ocasiones la necesidad de la propia defensa! Y ¡qué elocuente el terror cuando deja expedito el uso del entendimiento y de la lengua! Provocada la fe por la incredulidad absoluta se irrita y opone la tiranía a la anarquía, esto es, un abismo a otro abismo. Los gobiernos, al exceso de la libertad contraponen el de la fuerza; y la fuerza, como de costumbre, siembra agravios y recoge sangre, sin poder nunca establecer otra paz sino la transitoria del miedo, ni más silencio que el del rencor que guarda sus iras. La razón libre amontona teorías y en realidad sólo atesora quimeras; pero, feliz e inocente sobre todos, la imaginación se exalta, siéntase en la trípode sagrada, y profetiza.
Mas sea lo que fuere del concepto que entonces se formase, y hoy se forme, de semejantes profecías, es lo cierto que debían conmover vivamente al auditorio; lo uno, porque descubrían la agitación del orador y ponían de manifiesto el hondo surco que habían trazado en su ánimo los grandes sucesos coetáneos; lo otro, porque esos mismos sucesos daban extendido campo y ancha salida a las efusiones y conjeturas del espíritu con los pavorosos espectáculos de tronos caídos; de pueblos conjurados, domados por el pronto a hierro y fuego, indóciles al yugo, siempre dispuestos a romperle; de guerras sangrientas, ya civiles, ya sociales; de desolaciones terribles; de furores que, haciendo desesperar de la salud del género humano, movían cuando no a dudar de la providencia, a tener por seguro el fin del mundo.
Y ahora, señores, para dejar enumeradas las causas principales del gusto con que fueron escuchados y hoy producen leídos los discursos del marqués de Valdegamas, sólo me resta hablar de su estilo y de la índole de su oratoria; dos cosas éstas que, en puridad, no son más que una; pues, como ya he dicho, en nada difería su manera de orar de la de hablar y eran ambas idénticas a la que tenía de escribir en todo género de asuntos.
Por mucho entran en sus obras las ideas, pero por mucho también el estilo; y uno y otras fueron de gran novedad en nuestra España. Más que todo el estilo, o mejor dicho, la lengua de nuestro insigne compatriota; lengua que, con ser la general, tomaba en sus escritos y oraciones caracteres no conocidos antes, y venía a ser como instrumento peregrino cuyas vibraciones resonaban agradablemente en oídos por extremo sensibles a la pompa de la dicción y al ritmo y cadencia de la frase. Fondo y forma le salvarán, pues, de la común suerte reservada a improvisadores y controversistas, casi siempre sepultados en el polvo de los tiempos que animaron con su espíritu y llenaron estrepitosa aunque pasajeramente con su nombre.
Tanto como sus doctrinas teológicas y políticas de las ideas corrientes en España tocante a las relaciones de la Iglesia con el Estado, se apartan su lenguaje y estilo de la alocución de los autores nacionales de más nota, antiguos y modernos. Y no porque en lo más mínimo desestimase los eternos modelos de nuestra lengua, ni porque no estuviese repastado en la lectura y asidua contemplación de todos ellos, sino porque su manera de pensar requería una manera análoga de expresarse y ambas tenían por fuerza que ser profundamente originales.
En su elocuencia más bien dialéctica que retórica, imperativa que insinuante, dogmática que persuasiva. Destinada a la controversia de cuestiones intrincadas y espinosas, tiene por precisión la inflexible cuanto ingrata rigidez del método, el despotismo severo del axioma, las ventajas al par que los inconvenientes de las conclusiones absolutas; por manera que tanto sus escritos como sus discursos tienen forma, estructura y sabor de disertación o tesis académicas.
Acaso se note en alguno de ellos más ergotismo que verdadera lógica, más escolasticismo que verdadera dialéctica, menos propiedad en los pensamientos que aparato artificiosamente científico de la forma; pero en cambio sobresale en el juicio y paralelo de los hombres, en el cotejo de los sistemas, en la contra posición de los objetos y sobre todo en el arte maravilloso de reducir a una sola palabra profunda, exacta, expresiva todo un mundo de ideas, todo un orden de hechos y conceptos.
Visto a la luz de las reglas más generales, su estilo, en cuanto parlamentario, es harto sutil; en cuanto polémico, demasiado abundante y florido; lleno de metáforas, antítesis y toda clase de tropos y figuras; pero, ¿por ventura no es la imaginación una facultad indispensable en los hombres destinados a formar juicio de los grandes espectáculos y acaecimientos del mundo y a deducir de ellos reglas de conducta para lo presente y documentos de útil enseñanza para lo futuro? ¿Podrían, careciendo de imaginativa, recibir las vivas impresiones físicas y morales que son el origen y fundamento del vigor de sus análisis, de la ingeniosidad de sus interpretaciones, de la trascendencia de sus miradas, de su elocución pintoresca, ardiente y animada?
Preponderan en el marqués de Valdegamas la audacia del espíritu sobre la del ánimo, la fuerza de argumentación sobre la de raciocinio, la sensibilidad de la fantasía sobre la sensibilidad del corazón; y es más sistemático que político, filósofo de abstracción más que de observación y hombre de generalidades teóricas antes que versado y práctico en negocios de gobierno.
No hay que buscar, pues, en sus escritos ni en sus discursos asuntos concretos de hacienda, razón de Estado o economía política; porque o no existen, o están encadenados a una cuestión abstracta tocante a los principios de la ciencia respectiva. Por donde se ve que el instinto y el gusto le mueven de común acuerdo a correr tras la significación universal de las cosas y las leyes generales de los hechos.
No hay tampoco variedad en sus entonaciones, esto es, el gracioso modo que alterna entre lo sencillo y familiar y lo ataviado y pomposo; que pasa sin esfuerzo de un objeto a otro; que esmalta el discurso, como la naturaleza el campo, de luces y colores diferentes.
Puesta siempre la mirada en un fin, grandioso, sí, pero demasiado rígido por una parte, y por otro harto superior a nuestra pobre condición humana, parece que no tiene ojos para ver el mundo. Desdeña humanar su alta razón acomodándola al modo común de sentir y al gusto de las gentes ingenuas y sencillas; y no parece sino que tiene a menos persuadir impresionando el ánimo, excitando la sensibilidad y moviendo las pasiones. Pocas veces habla al corazón como amigo, siempre al espíritu como déspota; a la razón con los preceptos, a la imaginación con el brillo de las figuras oratorias; no quiere insinuarse, sino imperar; más veces se indigna que se enternece; nunca se sonríe; nunca llora.
Ni le pidáis ímpetus del corazón, desahogos del alma henchida de dulces emociones, arranques de entrañables afectos, inopinadas y vehementes explosiones de entusiasmo; ni los felices raptos que, sacando fuera de sí al escritor o al orador, estrechan la distancia que media entre su corazón y los corazones de sus oyentes o de sus lectores y a todos los junta en uno para hacerles palpitar bajo el peso de unas mismas emociones.
Él no se distrae, ni se abandona a los azares y aventuras de la improvisación, ni se olvida un instante de sí mismo. Armado de punta en blanco, firme en los estribos y sentado a plomo sobre su buen corcel de batalla, parte derecho como un dardo y sólo presenta a la vista y a los golpes de sus enemigos, hierro en la lanza, hierro en la armadura.
Y está siempre encerrado en su idea y su principio como lo estaban en sus castillos feudales los antiguos señores, sin que nada les faltase ni estorbase; ni el aire, ni el terreno, ni las armas, ni la confianza en su brazo, ni la malquerencia de sus iguales, ni los derechos del rey, ni la rebelión de sus vasallos.
Muchas son las veces en que discurre como doctor y habla como sofista; la verdad está en la idea, y la expresión es falsa; nunca esclavo del concepto, lo es muchas veces del aparato ostentoso con que se le ofrecía la forma. Esto dice de D. Juan Donoso Cortés uno de sus más hábiles panegiristas, y prueba que en las producciones del orador y escritor español el estilo daña en ocasiones al pensamiento, y el artista literario al sabio y al filósofo. ¡Ojalá no se viese también en ellas sacrificado con frecuencia el buen gusto a cierta dialéctica prolija que apura hasta las heces los asuntos! ¡Ojalá que menos impaciente y arrebatado tuviese siempre el buen acuerdo de esperar el numen, sin conjurarle a deshora con violencia!
Aunque, a decir verdad, muchos defectos de método y estilo son en él obra, antes que de malos instintos literarios, de las circunstancias del tiempo en que escribió y del objeto que al escribir se proponía. Motéjanle, por ejemplo, de haber querido dar a la religión aparato filosófico y no se tiene en cuenta que nuestro siglo, razonador y polémico por excelencia, pide a toda obra especulativa semblanza y forma de sistema. ¡Que no habla al corazón! Pero ciertamente no es fácil en la época que atravesamos hablar a corazones corroídos por la lepra de la sensualidad y que no se mueve sino a impulsos de la avaricia o del miedo, ruines y viles una y otro.
Hablaba y escribía D, Juan Donoso Cortés, no para levantar figuras, sino para cumplir una obligación; y si bien pudo equivocarse acerca de la naturaleza de semejante obligación, la forma de ella (que es de lo que aquí se trata) es adecuada a su propósito. Un hombre de su carácter público no podía ser ascético sin dar que reír; y con las ideas que tenía sobre la dignidad de la religión no debía tratar de ésta bajo el punto de vista poético que ha convertido el cristianismo en una especie de mitología profana para el uso de cierta literatura empalagosa y llorona de estos tiempos. Con que, para ser original en el camino, ya trillado, de la filosofía teológica, tenía que poseerse enteramente del espíritu dogmático y sentar plaza entre los campeones rigorosos e inflexibles de la iglesia militante.
Y he aquí por qué en el tumulto que forman las pasiones y la oscilante anarquía de las ideas coetáneas, emplea con preferencia al del halago el resorte del terror; por qué su elocuencia no adula las pasiones, ni se anima con súbitos destellos de encendida ternura; por qué, cuando quiere anunciar al mundo desventuras y catástrofes, prefiere su voz, a los tonos humanos del lenguaje, el acento sobrenatural de los profetas.
Por lo demás, el estilo de su declamación o de su escritura, si no es llano, corriente, ni sencillo, tiene en cambio gravedad, solemnidad y grandeza. La frase es simétrica y monótona, rígida y de inflexible estructura; pero también amplia, cadenciosa y de rico y variado colorido. Medita sin esfuerzo, narra con claridad y redarguye con lucidez. Tiene definiciones admirables e ilumina frecuentemente las oscuras abstracciones de la metafísica con ráfagas de luz maravillosa. Todo crece y se desenvuelve en su elocución de un modo pintoresco: una simple palabra hasta convertirse en premisa, la premisa en postulado, el postulado en axioma; y nada es más curioso que ver esto, fecundo por su ingenio, transformarse al fin en un sistema de infinitas partes, a manera de como se transforma en árbol ramoso y corpulento la semilla confiada a la buena tierra.
Hay notas falsas y duras en su armonía, carencia de amenidad y dulce modo, sobrada ostentación de pedagogía dogmatizante, algún hipo por causar sorpresa y admiración, prodigalidad de epítetos fastuosos, exceso de adorno y colorido; pero abunda en locuciones felices, en máximas notables por el sentido y la novedad de la expresión, en períodos valientes y pomposos, profundos pensamientos, dichos breves y agudos, ímpetus de ingenio rapidísimos, sublimes.
En fin, su estilo no es científico ni didascálico como el espíritu del siglo; ni tiene la tersura y precisión que requiere la filosofía; ni posee la deleitosa naturalidad que avalora la grande y genuina prosa española; pero es un estilo propio y original; y cuando acaece que se acomoda y ajusta bien a la materia que discute o al pensamiento que desea inculcar, a ninguno es dado ser más elocuente. Entonces conceptos y voces, frases e ideas se desenvuelven en perfecta armonía, y se ligan y suceden unas a otras como las olas de un majestuoso río de hondo cauce y levantadas riberas, con rumor al oído, con movimiento grato a la vista, transparentes, sosegadas, luminosas.
Razón tenía yo, pues, cuando al principio de este discurso decía que las obras de D. Juan Donoso Cortés no deben, en mi sentir a lo menos, ser propuestas por dechado a los que deseen cultivar con provecho nuestro idioma. Desatinado sería, en efecto, aconsejar el estudio de un lenguaje y estilo que, sobre apartarse gran trecho de las formas características de la lengua española, son de tal manera espontáneos y propios suyos, que repugnan toda plausible imitación. Así, lo que en el autor del Ensayo merece disculpa y hasta elogio, porque es natural, en cualquiera otro que no posea sus relevantes facultades parecerá y será siempre insustancial palabrería, lucubración artificiosa, retórica vana y pedantesca. No puede ser que se reduzcan a reglas las excepciones, y el marqués de Valdegamas es ejemplar señero en nuestra historia literaria; lo cual conviene inculcar tanto más cuanto que no son pocos los que, teniendo gran concepto de sí mismos, creen reproducir las bellezas de forma en que abunda aquel escritor, cuando en realidad no hacen más que copiar sin tino ni discernimiento los lunares que le afean.
Y el mal es grave, porque los pretensos imitadores de D. Juan Donoso Cortés pertenecen a la escuela, no insignificante, de los que, so color de ilustrar y enriquecer el habla, miserablemente la profanan y empobrecen. ¡Cosa rara! Para autorizar tamaño desafuero invocan la filosofía, ¡como si de ella pudiese carecer la lengua formada con tan alta razón como peregrino ingenio de las más bellas lenguas de la Tierra! ¡Y se arrogan el título de reformadores y de originales porque, envileciendo y descoyuntando el idioma, truecan de buen grado su inimitable soltura, gracia y lozanía por la pobre sintaxis y pueriles afeites de idiomas extranjeros!
Permitidme, señores, que entre con tal motivo en algunas consideraciones que acaso no carezcan de oportunidad. Prometo no separarme gran cosa del asunto principal de este discurso.
Del nuevo culteranismo que la escuela a que aludo intenta popularizar, dirase lo menos aplicándole lo que escribió el docto Capmany del estilo empleado por Quevedo en el Marco Bruto. «Usa, dice, de oraciones demasiadamente concisas y dislocadas, sembradas de frases simétricas o por correlación de voces, o por contraste de su significado, en que descubre con un género de empeño su artificio y esmero, con lo cual viene a formar un estilo emblemático, preñado de máximas y advertimientos redundantes, que era el decir grave y oculto de los escritores de aquel tiempo cuando querían filosofar o politiquear».
Los caracteres principales de semejante estilo son, efectivamente, la antítesis, la copia excesiva de figuras retóricas, la intemperancia de conceptos explicativos de la idea fundamental, la verbosidad disertante propia tan sólo del sofisma y la molesta descripción de toda cosa en tierra, en mar y cielo. En una palabra, es el estilo exuberante, amplificador y parafrástico por excelencia.
Nadie espere de él ningún género de sobriedad ni templanza. Unas veces, esclavo de la frase, dará palabras por ideas, ruido por armonía, y se le verá, artífice de la dicción, cincelarla y pulirla como un lapidario los diamantes. Otras por el contrario, sacrificando la forma al pensamiento, violará la gramática y en lenguaje exótico e inaudito hará proezas contraponiendo y adelgazando necedades para ver de dar cuerpo al vacío.
Cuando no deslumbra con el perpetuo centelleo de antítesis peinadas y galanas, que así cansan al oído como fatigan la inteligencia haciéndola caminar, sin posible descanso, de sorpresa en sorpresa y de estallido en estallido; cuando esto, digo, no sucede, acontece estar, mientras leemos o escuchamos, con el alma anhelante, pensando si, de un momento a otro, el que vemos andar y voltear por los aires en la maroma de aquel estilo temerario, dará consigo en tierra.
Anatómico y naturalista implacable, todo lo ha de describir, o, mejor dicho, todo lo ha de disecar por fibras y partículas; lo que vemos, lo que no vemos, lo que imagina, lo que no se puede imaginar. Diríase que no tiene alma, según es de frío y seco; y no conmueve, porque todo en él viene a ser artificial ficticio y presuntuoso. Fascínale el brillo y el colorido, y no cuida si por acaso el brillo es oropel, y mezcla abigarrada el colorido. Puede ser rico y sublime en ocasiones; pero la insensata comezón de ser grande a todas horas le obliga a sacar de quicio el temple y tono de la expresión, que se descubre siempre puesta en alto, calzado el coturno, retumbante, fastidiosa.
Tal es la afectación, tal el compasamiento que hay en todo; tan de mal se le hace a este malhadado estilo ser corriente, claro y llano; y tanto codicia lo sutil y conceptuoso, que dudamos muchas veces si está el vicio en la dicción, o si en el hombre que la emplea; esto es, en el corazón, que no siente; en el entendimiento, que no profundiza; en el espíritu, que no cree; en la fantasía que para hacerse admirar a toda costa aparenta la fe, juega con las creencias, inventa prestigios, imagina (que no siente) los afectos; con lo cual nada más consiguen prosistas y poetas que ser afirmativos y dogmáticos sin autoridad, razonadores sin lógica, religioso sin devoción, sensibles sin ternura, abundantes y huecos sin precisión ni profundidad, facundos sin elocuencia.
Sería proceder en infinito analizar gramaticalmente el lenguaje que corresponde al estilo de la nueva escuela. Sentencioso éste, tiene por necesidad que ser aquel clausulado y compuesto de frases simétricas que se proporcionan unas a otras con exactitud cuasi matemática; lenguaje de ecuaciones y fórmulas, no tan fecundo, que digamos, como álgebra, pero de cierto tan áspero y desapacible como ella. Añadamos a estos defectos el de desechar por embarazosos o superfluos muchos giros, locuciones y modo de decir castizos, y comprenderemos cómo logra semejante lenguaje privar al idioma de la libre construcción que es una de sus preciosas galas y excelencias, por cuanto le hace el menos tímido y uniforme de todos los vulgares.
Ahora bien, una alteración sensible en el habla proviene siempre de una alteración correspondiente y análoga en las fuerzas, condiciones y demás elementos del pueblo cuya es; porque el habla no sólo es el espejo donde se reflejan todos los movimientos exteriores e interiores de la sociedad, sino también uno como cuerpo vivo y orgánico que desde luego se los apropia y en seguida los reproduce dándoles la forma y conformación especial de la palabra.
Y como ley invariable que liga al individuo con la comunidad, unas con otras las naciones, y a éstas con el género humano en cuanto principio y centro supremo de unidad, ningún grande impulso desaparece del teatro del mundo sin dejar huella, ora visible, ora latente, de su acción; hoy experimentamos nosotros en todas las esferas de la vida nacional la influencia de revoluciones que en un principio rompieron en oposición y lucha abierta únicamente con los antiguos elementos religiosos y políticos de Europa, pero que después conmovieron en su raíz la base común de la lengua y literatura alterando de varios modos el sentido de las voces, introduciendo otras nuevas y relegando al olvido gran caudal de las antiguas.
Hay, a no dudarlo, sentido y legitimidad, pero también mezcla de males y de bienes en la influencia que ejerce sobre la lengua y la literatura el espíritu del siglo.
Objeto propio, y por cierto interesantísimo, de una disertación académica, sería apreciar con rigorosa exactitud la índole, manera y extensión de semejante influencia, para conocer la ley que sigue y hasta qué punto debemos o ladearnos a su imperio o rechazarle. Yo habré de contentarme con decir, en términos generales, que la revolución moderna obra sobre la frase, estimando mucho más la relación lógica de ésta con el pensamiento, que su estructura y corte artístico y galano; sobre el discurso , prefiriendo el fondo a la forma; sobre la lengua ensanchándola para hacerla capaz de expresar el mayor número posible de relaciones y conceptos; sobre el arte, libertándole de los andadores de la rutina y abriéndole de par en par todas las puertas de la naturaleza, del mundo y de las ciencias; en fin, sobre la universalidad de las cosas, proclamando la libertad de examen, el predominio de la razón y la conveniencia del espíritu inquisitivo y analítico.
Tal es el derecho de la revolución; pero al modo que toda una sombra, y todo efecto una causa, presupone todo derecho un deber correlativo; y deberes y derechos envuelven en sí una ley que ordena y hace fructuoso su ejercicio.
Esta ley, o digámosla pacto de concordia y alianza entre lo antiguo y lo moderno, debería estar reducida (por autoridad competente) a fórmulas precisas en obras elementales que desgraciadamente no existen; por ejemplo, una historia de la lengua y la literatura comparadas; un tratado del arte de escribir, en que se cotejase el lenguaje actual con el de otros siglos; un diccionario general del idioma desde los tiempos de su formación hasta el presente; una gramática analítica; y por último, un diccionario de sinónimos, sin cuyo auxilio es tan imposible conocer los primores y modificaciones del lenguaje, como dar principios fijos a la propiedad y corrección de idioma alguno.
Y mientras los elementos que dejo enumerados no concurran, de acuerdo con la crítica, a hacer fecunda la reforma literaria y filológica, entregada ésta a sí misma, sin freno que la contenga, sin autoridad que la ilustre, sin regla que la guíe, nos llevará respecto de la lengua al caos; respecto de la literatura a la desordenada imitación de todas las formas extranjeras, menospreciadas y olvidadas las indígenas; y respecto del arte, en general, a la inmolación de la fantasía por la dialéctica y por cierto espíritu de análisis, útil sin duda, pero demasiadamente mezquino y sutilizador en ocasiones.
Y así vemos que la transformación a que propende la lengua, en vez de maduro y sazonado fruto de un sistema, va pareciendo aborto de un desorden; y más que con los pacíficos caracteres del plan y la regla, se nos presenta con los signos alarmantes de la confusión y la anarquía; indefectible dolencia ésta, y grave pesadumbre de las épocas de transición, en que la sociedad oscila sin punto de apoyo visible, movida a todos vientos por corrientes irregulares de hechos y de ideas peregrinas, de ensayos fallidos, de sistemas, doctrinas y opiniones que buscan la norma general del equilibrio y del reposo caminando, a tiento y con angustia, entre la sombra de lo pasado, el enigma de lo presente, y el misterio, insondable al parecer, de lo futuro.
Porque no puede ser último y provechoso fin de la reforma literaria que notamos, la mezcla absurda de los tonos, colores y barbarismos más discordantes entre sí y más opuestos al buen gusto, que es el supremo conocedor y juzgador de la belleza; ni que hablemos en privado el lenguaje de la sencillez y la moderación, cuando en público nos entregamos sin reparo a todo género de profanaciones del corazón y del espíritu; ni que escribamos para no ser entendidos; ni que, en tortuosa y desmañada frase, a fuerza de rebuscar la novedad en el concepto y la expresión, sólo lleguemos a la falsedad del pensamiento y del estilo.
Nunca apetecemos más libertad que cuando hay mayor desorden; ni más hablamos de teorías y de originalidad que cuando toda pauta reguladora desaparece y las fuentes de la invención se van secando; que así como el corazón gastado busca una pasajera sensibilidad en las más violentas emociones, del mismo modo el entendimiento pervertido pide una remisa luz de inspiración a la licencia.
Y en la literatura la licencia es perversión, porque propaga como mal simiente las vocaciones facticias, y arma el brazo de los ingenios de segundo orden que las profesan con el hacha de cierto estilo mecánico, a cuyos traidores golpes muere el arte.
En vano se dirá que cada época literaria, como distinta de las anteriores, ha menester una manera también distinta de expresarse. Porque cuando, dócil instrumento de la inteligencia, puede una lengua manifestar en modo bello y formas adecuadas las más finas y abstrusas operaciones de la mente, los más eficaces y variados afectos del ánimo y las infinitas impresiones del cuerpo y del espíritu, semejante lengua ha llegado a toda la perfección de que son susceptibles las cosas humanas, y nada más necesita en la sucesión de los tiempos sino aumentar su caudal siguiendo los progresos de la civilización y rejuvenecerse en las fuentes vivas de su propia historia.
Es el arte un compuesto de forma y fondo, o si decimos, de cuerpo y alma, al cual no es menos necesaria la inteligencia que piensa, que la voz que dice lo pasado. Ni pura materia, ni puro afecto ni espíritu, sino muestra y símbolo de nuestra triple naturaleza corporal, moral e intelectual, es el resultado de la concordancia de todas las facultades humanas y tiene por órgano indispensable la palabra hablada o escrita, esto es, la lengua.
Háblase de preferir el fondo a la forma y no se advierte que, de cualquier manera que se separen estas dos cosas, enlazadas por la naturaleza con indisoluble parentesco, se llega por diferente camino, pero siempre con toda seguridad, a la barbarie. Si las ideas se hallan forzosamente encarnadas en la forma y es ésta lo primero que, al modo de los objetos materiales, hiere los sentidos, ¿cómo degradando la una elevaréis la otra?, ¿cómo separaréis el signo del pensamiento, o el pensamiento del signo? Por cierto en su perfecta armonía estriban la belleza de las artes, el triunfo del ingenio y los verdaderos goces literarios.
En cuanto adorno del espíritu, requiere, sin duda, la elocuencia una correlativa y común madurez en las demás artes; y como medio de acción y persuasión, necesita de la violencia de las pasiones, de la influencia de grandes intereses, ora populares, ora individuales; pero ni en estos aspectos, ni en ningún otro bajo el cual se la quiera considerar, puede ni debe jamás eximirse de la obediencia a los principios y reglas literarias; porque ellas no han venido a ser tales por la sola autoridad de Aristóteles ni Horacio, sino por la autoridad soberana de la naturaleza, que es el tipo invariable y eterno de lo bello.
Libres somos para elegir las formas que nos plazcan; pero cuanto mayor sea la libertad, tanto así conviene más que el escritor y el orador se penetren de la idea estricta y rigorosa de las propiedades técnicas del arte, bien como de sus condiciones de dignidad y fines útiles. No hay estilo absoluto y determinado, es verdad; atento que cada prosista y cada poeta tiene el suyo, que le distingue entre todos y es como el emblema de su personalidad y su carácter; pero si el estilo libre distingue y caracteriza al escritor y al orador, la frase caracteriza y distingue al idioma; por manera que, para ser a un mismo tiempo original y nacional, es preciso hablar o escribir, con estilo propio, sí, pero, en el lenguaje de la patria.
Y ni ahora ni nunca, ha venido él estrecho a los ingenios; que antes bien ningún ingenio, por grande que haya sido, le ha agotado. No hay más rico venero; no hay terreno más fértil y abundoso. Lejos de servir de rémora al entendimiento, él se sostiene e ilumina, le fortifica y colora. Pródigo de sus tesoros, para todos tiene sonidos, matices, luces y armonías infinitas. A todos los tamaños se ordena y proporciona flexibilidad maravillosa: fuerte en lo grande, templado en lo mediano, gracioso en lo pequeño. Órgano de numerosos registros, pulsado por mano ejercitada y docta, imita todas las voces del cielo y de la tierra. Atleta y gimnástico consumado, es apto para toda lucha y puede hacer sin romperse toda suerte de pruebas de habilidad y fortaleza. Con él hablaron dignamente a Dios y de Dios los maestros de nuestra elocuencia sagrada; con él tocaron y conmovieron todas las fibras humanas los escritores del siglo de oro de la literatura nacional.
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Cuando posteriormente perdió ésta mucho de su índole nativa para convertirse, de original y libre, en imitadora servil de una literatura exótica, todavía fue bella la lengua española en manos de los que repudiaban el espíritu español; y hoy que, abierta como plaza desmantelada a las invasiones de fuera, está turbia con la mezcla de giros y palabras extrañas, todavía adquiere singular encanto en la pluma de los que saben fundir juntas las nuevas y las antiguas riquezas en el crisol del talento y del buen gusto.
Cobrado han las naciones nuevo carácter, y aun aspecto nuevo, con el desenvolvimiento sucesivo de las ciencias y artes útiles; hanse complicado los intereses públicos y privados; el dominio de las almas ha pasado a ideas de extraña novedad, modificadas o destronadas las antiguas; y un ruido insólito e inaudito, compuesto de todos los ruidos humanos, llena hoy en el mundo hasta los ámbitos de pueblos que antes ni siquiera oían el rumor de sus propios pasos en la tierra que pisaban dormidos o medrosos. Así España; y sin embargo, tal es la pasmosa riqueza de su lengua que, sin salir de sí misma, puede ésta dar cuenta y razón de esas ideas, intereses, artes y ciencias no conocidas de nuestros padres y también ese ruido temeroso a cuyo solo anuncio habrían sin duda temblado sus entorpecidos aunque grandes corazones.
Y en prueba de ello ¡haced memoria, entre otros nombres afamados, de uno y otro Moratín, uno y otro Iriarte, Meléndez, Cienfuegos, Jovellanos y Capmany! No están ni pueden ser olvidados los de Clemencín y Navarrete, Reinoso y Lista, Larra y Toreno. Condición que recuerda la de Rioja, y nervio igual al de Herrera, cantó Gallego la hazaña de Madrid en versos tan grandes como ella; héroe de la poesía que inmortalizaba a los héroes de guerra, nada más hizo, sin embargo, que ser fiel a la lengua al modo que fueron ellos fieles a la patria. Frías, tan sencillo como culto, dechado de nobles y patricios, si bien menos correcto y enérgico que aquel modelo insuperable de buen gusto, fue, siguiéndole de cerca, un gran poeta. Heredia, Plácido y Olmedo, astros del cielo americano, supieron ser vates indígenas con el acento de la metrópoli. Y nunca ha servido de embarazo ni estorbo el idioma de los Argensolas, de Luis de León, Calderón y Lope de Vega al príncipe de nuestros líricos modernos; que en efecto Quintana, no siempre esmerado, aunque español siempre, sabe dar, con no igualada maestría en ese idioma laureles a la libertad, castigo a la tiranía, gloria a la virtud, corona a la belleza.
Demás de que, en el seno de esta benemérita corporación y, fuera de ella, en la capital y en las provincias, veo notables ingenios, ya justamente gloriosos muchos de ellos, que, cultivando con piadoso respeto el habla genuina de nuestros mayores, logran hacerlo digno intérprete de la musa cómica, trágica y dramática en el teatro; de las santas leyes e instituciones nacionales en el foro y en las Cortes; de los hechos pasados en la historia; de la antigua sabiduría en las colecciones bibliográficas; de los fueros del arte en la tribuna de la crítica; de la política en la prensa periódica; y, en suma, de los altísimos fines de la religión en el púlpito. ¡Mágico poder y augusta consagración de la palabra! ¡Empleo propio de las más noble, rica y armoniosa de las lenguas vivas! ¡Feliz augurio de una próxima y fecunda regeneración de nuestras letras!
Por fortuna el medio de acelerarla es asequible, pues consiste en estudiar la antigüedad pagana para todo lo relativo a la expresión de los pensamientos y a la sobriedad en el lenguaje; en poseer la literatura de las naciones modernas, no para imitarla en lo que es propio y característico de ellas, sino para aumentar nuestro caudal de instrucción y de doctrina; en conservar la pureza de las formas naturales del idioma patrio y las tradiciones del gusto en el estilo, hábitos y modos de ser y existir del ingenio nacional y en la meditación incesante de los buenos modelos; porque éstos a la ventaja de nutrirnos con su savia, reúnen la de encender la inteligencia y darle alas para que se remonte al tipo ideal de gracia y de belleza que constituye la divina verdad y perfección del arte.
Con esto, y reservando la invención y las reformas para los asuntos, las ideas principales y las infinitas aplicaciones coetáneas de las humanidades en sus relaciones con la vida actual de la nación, tendremos una literatura nueva sin necesidad de formar una nueva lengua; y lengua y literatura se renovarían sin cambiar de naturaleza, se perfeccionarán sin corromperse, tendrán originalidad sin ser extravagantes. Fuera de que no existe ningún otro medio de cortar eficazmente los vuelos al flamante gongorismo que nos invade; el cual, hijo de la extrema licencia, como el otro lo fue de la extrema sujeción del entendimiento, concuerda con él en los vicios capitales de prodigar las palabras bárbaras espurias, de adulterar los conceptos para variar los modos de expresarlos y de singularizar las cosas más comunes dándoles un aire de falsa grandeza, y cierta engañosa apariencia de juventud y bizarría.
Si el espíritu moderno tiene, como creo, un sentido exacto y susceptible de aplicación a la vida real, el problema, que cada pueblo de por sí debe resolver, consiste en apropiarse la civilización universal sin salir de su propio carácter y límites morales; más claro, en ser cosmopolita sin dejar de ser indígena y patriota. Una lengua artificial aplicada a la literatura de todos los pueblos es, en efecto, una ilusión tan absurda y desvariada como la de una poesía general de convención. Poesía y lengua de tal especie contradicen la eterna ley que, sin menoscabo de la unidad del género humano, une con lazo indisoluble los idiomas y las razas a los climas y a la configuración de los lugares; ni, a ser posibles, darían otro resultado que el de destruir por siempre la energía intelectual de las naciones.
De aquí la necesidad de contar con lo pasado para las reformas de lo presente; porque en política como en religión, en religión como en costumbres, en costumbres como en artes y literatura, la sociedad que se despoja de las antiguas formas pierde su natural fisonomía, renuncia a su carácter, se priva de la más sólida garantía de independencia y dificulta todo progreso fecundo y estable en la carrera de su civilización y vida nacional. Familia sin memorias ni recuerdos, borra sus fastos, mancilla sus blasones y se entrega sin previsión ni recaudo a las azarosas experiencias de lo desconocido y contingente. La tradición, por el contrario, es nervio al par que nobleza de las naciones, porque, al modo de una fortaleza murada y guarnecida, mantiene el orden interior, conserva el legítimo dominio e impide que poderes extraños, violentos e invasores penetren de sobresalto y mano poderosa en el país.
ser útil, entiendo yo que debe la tradición acoger en su seno de buen grado los verdaderos y sanos adelantamientos de la civilización humana; que el culto intolerante y fanático de lo pasado, encerrado en el espíritu y la acción del pueblo en un círculo de ideas y de movimientos estrechísimos, termina siempre por envilecer y degradarle. Lo pasado es la semilla, no el fruto del árbol de la ciencia; y como hasta ahora ninguna generación ha poseído la verdad, el trabajo del hombre es inquirirla con el sudor de su frente y bajo la dirección de la providencia, en el transcurso de los siglos. Detenerse en el camino tanto vale como negarse a llevar la carga impuesta por Dios a nuestra vida, en la cual nada se alcanza sin dolor, esfuerzo ni pelea.
La sensata tradición que nada legítimo excluye, la tradición liberal y generosa que únicamente rechaza lo que perturba y desconcierta; la tradición que liga con cadenas de oro y flores lo pasado a lo presente y lo presente a lo porvenir; en suma, la tradición civilizadora y expansiva, y por lo tanto cristiana, es la sola que este docto cuerpo está encargado de conservar. ¡Objeto nobilísimo de su instituto que satisface una necesidad real y durable de la nación; y explica cómo, de cada vez más amada y respetada, ha podido subsistir y prosperar la Academia Española en medio de las ruinas con que, desde su creación hasta el día, han sembrado la tierra en derredor de su recinto venerando la injuria de los tiempos y la venenosa acritud de las pasiones.
Y aquí se nos ofrece un nuevo motivo de lamentar la pérdida del señor marqués de Valdegamas; porque hacia los últimos años de su vida, decaída la arrogancia de los primeros, se proponía hacer una reforma fundamental en su elocución, tomando por modelos a nuestros grandes escritores místicos; y él era hombre capaz, como pocos, de llevar a cabo la difícil empresa de fijar en la revuelta edad presente el lenguaje y estilo, por medio de la estrecha concordia del espíritu moderno con el de nuestras antiguas tradiciones literarias. Deplorable, pues, en todos los conceptos, lo es con especialidad su muerte por haber privado a la Academia de un poderoso auxiliar, y al noble idioma castellano de un cultivador inteligente.
Y aun por eso, señores, ahora que ya toco el término de este discurso, sobrecógeme más vivo que nunca un temor que desde el principio de él me ha acompañado. ¿Habré sido completa y absolutamente justo así en la censura como en el elogio de las obras y cualidades del señor marqués de Valdegamas? ¿Habré rasgado fuera de sazón y tiempo el velo misterioso con que no cubre por lo común la poesía sino las imágenes brillantes de los que han bajado hace mucho al sepulcro?
¿No habré profanado las dos cosas más respetables de la tierra: la muerte y la gloria? Juzgar a D. Juan Donoso Cortés es empresa muy superior a mis fuerzas; lo reconozco y lo confieso. Tampoco tengo reparo en declarar que he vacilado mucho antes de acometerla, que he temblado muchas veces al ejecutarla y que no creo haberla concluido felizmente; pero también aseguro que desde el principio hasta el fin de este empeño, a que imprescindibles deberes me han sometido, el norte de mis pasos ha sido la verdad y mi único móvil la conciencia.
Y, ¿quién, por otra parte, se habría atrevido a ser impío en presencia de una tumba a la que ni amigos ni enemigos, ni pecadores ni justos pueden acercarse sin profundísimo respeto?
Vosotros habéis oído hablar de la muerte del señor marqués de Valdegamas y acaso hayáis meditado en ella alguna vez. Yo la tengo constantemente delante de los ojos del espíritu como un espectáculo maravilloso y lleno de superiores enseñanzas.
Convertido a la fe por un misterio de ternura, como él mismo dice, hallábase nuestro insigne español próximo a retirarse del mundo para hablar a solas con Dios y con su conciencia y preparándose a las obras y pruebas que debían abrirle ancho camino a la mansión serena de la gloria y la inmortalidad.
El cristiano especulativo se había transformado en cristiano práctico, no para adorarse a sí mismo en el orgullo insensato de una devoción farisaica, sino para desasirse de lo criado, y poder libremente entender en lo divino.
Reconcentrose entonces toda su vida en lo interior con grande intensidad y murió devorado por el espíritu, como Pascal, como Balmes, como otros muchos hombres de alma enérgica a quienes han consumido prematuramente el fuego de la meditación y los trabajos del estudio.
Murió dejándonos un admirable documento en la historia de sus últimos instantes, sencilla y tierna historia que parece una página arrancada de algún antiguo libro de los mártires y santos.
Incienso, pues, de buenas obras, y no estériles gemidos, es lo que debemos llevar en homenaje a su gloriosa tumba; pues mientras nosotros continuamos abrasados en hambre y sed inextinguible de mezquinas vanidades, está él en paraje donde se gozan los bienes verdaderos para siempre, sin límites ni fin.
Él sabe hoy en qué consiste la sabiduría; conoce sus errores y los nuestros; y despojado de todo humano orgullo, nos perdonará que no hayamos acertado a comprender sus doctrinas, o que, comprendiéndolas, no hayamos tenido voluntad ni suficiente vocación para seguirlas.
Mas de mí sé deciros, señores, que, mientras el cielo me conserve la facultad de admirar y amar íntima y pura alegría del alma el talento y la virtud de mis semejantes, a todos, y a mí mismo el primero, propondré el ejemplo de D. Juan Donoso Cortés como digno de imitarse en la vida y en la muerte; y a todos, y a mí mismo el primero, diré siempre: «Dichoso quien así viva; infinitamente más dichoso aun quien así muera».
Rafael María Baralt
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