Perspectivas

Diciembre, 23 y 25

Yuri Kadobnov / AFP

24/12/2018

Estos dos cuentos autobiográficos apenas logran sobrevivir en el lindero de los sueños y el olvido. Necesitan de la ficción para hilarlos y dar algo de luz a los tramos perdidos que intento atesorar. Suceden en dos momentos estelares para un niño, el 23 y el 25 de diciembre.

Altavoces navideños

23 de diciembre

Mis abuelos se van a Europa a pasar la Navidad. Entre el grupo que ha ido a despedirlos al aeropuerto, se encuentra la mejor amiga de la abuela, quien tuvo un hijo a los cincuenta años. Se llama Tomás y tiene un año menos que yo. Mientras los abuelos están en lo de los boletos, la madre del fenómeno me llama aparte con una sonrisa de complicidad y me pide un favor:

—Tomacito es muy inocente y no sabe lo del Niño Jesús. Ten mucho cuidado con lo que le dices.

No entiendo qué debo hacer, o dejar de hacer, y la vieja continúa, forzando algo más su expresión de picardía:

—Y no me pongas esa cara de gafo… tú sabes bien de qué te estoy hablando.

La vieja huele a leña de chimenea. No logro quitarme de encima aquella omnipotente mirada mientras empiezo a comprender la ambigua tarea que me han impuesto. Se trata de algo que entonces presentía y no quería aceptar, pues hay misterios a los que no quiero ni asomarme. Aún me aferro a la más consistente y productiva ilusión de mi vida, al menos en diciembre. Estoy en esa emocionante edad, o instante, en que se duda sobre lo que deseamos, frágil e infinitamente, que sea cierto. Mi cuerpo no resiste el impacto de la revelación y empiezo a correr, y cada una de mis zancadas confirma que se ha cometido una injusticia. Sé que Tomas ha ido al baño del aeropuerto. Entro en aquel templo apestoso, y le digo entre jadeos por la carrera e indiferente a los adultos que orinan en silencio:

—El niño Jesús no existe. Son tu papá y tu mamá.

Tomás no se inmuta y contesta con desgano mientras se cierra la bragueta con profesionalismo:

—¿Tú crees que yo soy gafo?

La injusticia se ha multiplicado y decido regresar, también corriendo, a donde la vieja:

—Ya le dije a Tomás lo que me dijo que le dijera.

La vieja me mira con espanto:

—¡Qué le dijiste!

—Le expliqué con mucho cuidado que el Niño Jesús no existe.

La vieja llama a Tomás y le pregunta exaltada:

—¿Qué fue lo que te dijo este loquito?

—Que el Niño Jesús no existe —contesta Tomás, con el tono de quien está a punto de llorar.

—Pobrecito —dice la vieja mirándome con lástima—, eso será en su casa que no hay Niño Jesús.

En ese momento llega mi abuela. Ya todo está listo para la partida. La abuela me abraza:

—¿Qué quieres que te traiga de regalo, mi amor?

—Lo que tú quieras, abuelita.

—Dime algo que quieras y no le hayas pedido al Niño Jesús.

Su amorosa sonrisa transmite una bondad relajante, pero no logra calmar mis ansias de venganza:

—Lo que sea, abuela, lo que sea, pues tu amiga dice que en mi casa no hay Niño Jesús.

—¡Cómo!

Su reacción retumba mientras anuncian el vuelo en los altavoces, una llamada que evita la larga explicación que ha podido acabar con una amistad de medio siglo y complicar seriamente mis regalos de esa Navidad, los últimos que llegaron con un origen tan incierto.

Desde entonces, cada vez que parte un avión, siento que un viajero huye feliz de un problema, mientras alguien se queda en la retaguardia, más triste y más sabio.

 

El caballero andante

25 de diciembre

Un 25 de diciembre estaba yo frente a mi casa con una bicicleta que había aparecido junto a los regalos de mis hermanas. Esa mañana toda la ciudad parecía dormir hasta tarde mientras el día no lograba avanzar. El cielo estaba invadido por una gigantesca nube de rizos tan extendida y quieta que me sentía sobre una alfombra, más que bajo la cubierta del cielo. Usaba anteojos de sol. Deben haber sido parte de un algún regalo futurista o simplemente pertenecían a mi padre, pues tenían peso y me quedaban grandes. A través de aquellos lentes no tenía más deseos que estar sentado y observar un mundo sumergido en los apacibles tintes del ámbar y el bermellón. Estaba feliz.

Entonces vi a un niño que venía por la calle Glorieta de Chuao. Aparece bastante calvo en las pocas imágenes que he logrado guardar de esa mañana, como si hubiera ido perdiendo pelo en mi fatigada memoria a lo largo de cuarenta años.

El niño se me queda viendo con una expresión amable, segura. Yo creo ser parte de una composición tan llena de bienes sorprendentes que no tiene sentido moverse. Al lado de la nueva bicicleta y tras aquellos anteojos de caramelo, ya todo está dicho.

El niño se acerca y exclama con alegría:

—¡Quiero ser tu amigo!

Sé que la amistad no puede decretarse con una sola frase, pero la invitación es un reconocimiento tan sincero a mis posesiones terrenales, que respondo sin ningún recelo:

—Está bien.

A partir de ese arranque el nuevo amigo hablará sin cesar. Propone que juguemos a los caballeros andantes y empieza a dar instrucciones mientras buscamos armas y armaduras en los alrededores de la casa. Yo vivía en una de esas quintas cuadradas de dos pisos rodeadas de jardín en una urbanización llena de lotes aún vacíos. En el patio del lavadero encontramos un traje de caballero. La tapa del basurero será el escudo; el palo de un haragán, la lanza; un coleto algo húmedo, la capa; un tobo de aluminio, el casco; la rejilla oxidada de una parrilla se convierte en un peto amarrado al pecho con una cuerda de guindar ropa. Sólo tengo objeciones con el casco:

—Esto no deja ver.

—No te preocupes, será sólo para el encontronazo final —me explica el nuevo amigo y añade una última sugerencia:

—Esos anteojos con vidrio son peligrosos, mejor dámelos mientras tanto.

Al quitarme los anteojos y asomarme a la verdadera luz de la mañana, siento un escalofrío en los labios, pero la palabra encontronazo continua vibrando en mis oídos. No quiero que mis dudas se tomen por cobardía y, mientras le entrego los anteojos, le doy una orden:

—Espera aquí un momento.

Corro a la cocina y cambio el tobo, que huele a creolina, por un grueso colador de pasta que cubre mi cabeza con su malla metálica. El mango de madera tiene algo de visera y elegante unicornio, pero es la tapa del basurero lo que me hace sentir realmente invencible. Es un escudo circular y liviano, de asa firme y unos círculos concéntricos en el latón que le dan ornamento y rigidez. Destila un penetrante olor a ajo y repollo, que evocaba milenarias batallas.

Planeamos la estrategia que nos convertirá en enemigos furibundos. El patio del fondo tenía salidas por ambos lados de la casa hasta la calle. Mi contrincante agarrara por un extremo y yo por el otro. El duelo será en el jardín del frente.

Cuando estamos por partir le pregunto al nuevo amigo:

—¿Y tu disfraz?

Pone cara de asombro y mira a su alrededor con frustración. La palabra disfraz amenaza con destruir la magia del juego. Además, hay sólo una tapa de basura, una sola parrilla, un solo colador. Mi contrincante define su plebeya condición con desdicha:

—Ya no queda nada de nada. Iré sólo y a caballo —y se monta con desgano en la bicicleta reluciente.

Cuando está por comenzar a pedalear le grito por segunda vez:

—¡Detente!

Descuelgo una blusa roja de mi madre que guinda de una cuerda y se la amarro al cuello mientras le doy una última instrucción:

—Esta será tu capa. ¡Adelante!

En los retiros laterales de aquellas casas solía haber mangueras resecas, cortadoras de grama, bombonas de gas, cagadas de perro, cauchos lisos, trinitarias y otras enramadas hostiles. Salto y esquivo los obstáculos y llego blandiendo la lanza al frente de la casa. El enemigo aún no llega. Me acerco al extremo por el que ha de salir el jinete e hinco una rodilla en tierra para aguantar su embestida.

Conozco bien los sonidos de la cadena nueva al pedalear y escucho con atención. Me pongo en pie e intento unos pasos sigilosos que la emoción transforma en pequeños brincos. Doy vueltas con espasmos imaginando al contrincante siempre a mis espaldas. Otro giro y me invade un nuevo temor que no conocía. Corro y llego a mitad de la calle. En el punto de fuga de un gran cono de desdicha se aleja el caballero con su montura y su capa roja. Grito:

—¡Amigo! ¡Es por aquí!

O quizás no fue un grito, sino el susurro de quien sabe que ha sido derrotado y pierde toda esperanza. Mi traje de caballero andante se transforma en una carga humillante. Pongo todo en su lugar y me refugio en mi cama. Debo planificar cuál será mi enfermedad mientras descubren que alguien se ha robado la bicicleta, los anteojos de mi padre y la blusa roja con pequeños trineos bordados que a mi madre le gusta usar durante la Navidad.

 


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