Literatura

Desde las dos orillas o mi pasión americana

29/11/2022

Manuel Borrás es la cabeza visible de la Editorial Pre-Textos, uno de los más prestigiosos sellos literarios españoles, que fundara en 1976 junto a Silvia Pratdesaba y Manuel Ramírez. Con ocasión de la presentación en Venezuela del segundo tomo de la Obra Completa de Eugenio Montejo, publicamos este valioso texto del laureado editor, en el cual deja constancia de su fervor por la literatura en español de América.

Manuel Borrás

Todo editor que se precie está irremisiblemente abocado a ser un lector gustoso. Leer nos enseña a aprender a estar solos, a saber sacar partido a nuestra soledad. Nos ayuda a ver, a escuchar quizá lo que no se oye sumidos en la algarabía que nos impone el mundo, la sociedad. Leer es, entre otras cosas, saber que el mundo exterior existe, al contrario de lo que se nos ha querido vender. Leer no nos enajena de los otros. Cuando estamos en soledad frente a un libro salimos siempre al encuentro de algo para regresar distintos siendo a la vez los mismos. “El hombre”, como nos recordaba Goethe, “tiene que vivir de dentro afuera, y el artista ha de crear de dentro afuera, pues haga lo que haga, sólo logrará dar a luz su propia individualidad.” Leer como editar, en fin, es también comprender que hay un más allá de toda soledad.

Tanto el autor como el lector y el editor son unos solitarios solidarios. Nosotros los solitarios, como dijo Nietzsche. La experiencia de la soledad, además, por extraño que suene, nos protege de nosotros mismos, nos ayuda a conformarnos y por ende nos conforta y reconforta. Los editores tendemos puentes entre soledades, hacemos posible que un solitario en un extremo del mundo sepa de la existencia de un igual en el otro extremo, de alguien además que le espera. Pues con toda razón, volviendo a Nietzsche, el valor de cada individuo se mide por la cantidad de soledad que pueda soportar, esto es, por la distancia que separa su espíritu de la muchedumbre.

En el editor hay algo de jardinero, dijo Jünger, y a un jardinero siempre se nos figura verlo desplazarse en soledad entre los arriates, setos y macizos de su jardín. A un editor siempre lo sorprenderemos moviéndose en soledad, aunque dicha soledad no será nada si no sabemos imprimirle la serenidad que suele inspirarnos la figura de un jardinero. Éste, en su actividad gozosa, parece estar diciéndonos que nada verdaderamente importante en la vida requiere urgencia. Jardineros y editores somos los que por lo habitual cedemos el paso. Y no deberíamos ignorar que la soledad es una estación de paso, está poblada de personajes, de seres vivos o, como diría María Zambrano, de conatos de ser dentro, de un individuo, de una persona que necesita a los otros y al que los otros desconocen hasta que no somete a su intemperie el producto de su escrutinio, de su búsqueda sutil.

El editor es un solitario que debe saber dar la mejor de las compañías a ese otro solitario, que es siempre el escritor, en uno de los momentos más terribles, el de someter al juicio de sus cercanos lo que es producto estricto de su intimidad. Autor y editor, en consecuencia, están hermanados a través de su soledad y siempre serán los más vulnerables en esta historia, pero también los más solidarios. Nosotros tenemos que saber hacer visible aquello que antes nadie echaba de menos.

La soledad del editor en principio es absoluta. Los autores nos contemplan por regla general como una figura de poder. La editorial es además la instancia a la que se ven obligados a elevar lo que, como dije hace un instante, es producto de su estricta intimidad; y cuyas expectativas, nobles expectativas, los editores podemos desbaratar de un solo plumazo al aplicar simplemente nuestro criterio de excelencia. Si se nos observa desde esa perspectiva es fácil colegir que toda relación distendida entre dos en esas condiciones se hace difícil, por no decir imposible en términos relajados. El editor, pues, está solo cuando juzga y también cuando es juzgado. Y lo que es más grave: a menudo es más condenado que juzgado por aquellos que él ya sancionó, de ahí que la crítica no pueda ni sea de hecho siempre imparcial con nosotros. Ellos, los críticos, los que juzgan algo que conocen, pero en el fondo no comprenden, son quienes emiten su implacable fallo, quienes nos necesitan y a su vez quienes necesitan conjurar a través de esos juicios a menudo sumarísimos su frustración en la mayoría de los casos.

Con todo, se debe tener cuidado con ese sentimiento de soledad, diría que inevitable. Hay que saber contrarrestarlo y otorgarle el sitio que le corresponde en nuestro fuero interno, pues en caso contrario intervendría la gran enemiga de la sustancia que podemos extraer los solitarios a la experiencia de nuestras soledades, la desconfianza. Desconfiar le lleva a uno a creer que puede decidir, pensar, juzgar solo. Nos induce a persuadirnos de que estamos condenados por siempre a permanecer solos. La desconfianza nos obliga a humillarnos, a suprimir la frontera entre lo que ha sucedido y lo que puede suceder haciéndonos además perder el carácter de proximidad que tan esencial resulta en nuestra tarea de acercar, de acercarnos a los otros. Hay que saber que nada, por muy jerarquizado que esté en materia literaria, excluye a lo todavía desconocido.

Ser consecuentes con nuestra soledad nos fortalece a la hora de tender puentes a los otros, de ayudarles a estar menos solos. Fija, en suma, los lazos sobre los que debe edificarse la amistad que significa la literatura. Leer, a contrario de lo que ha sido un lugar común, no es en absoluto, repito, enajenarse del mundo; leer es, aun críticamente, incorporarse como uno más al mundo de los otros, que es también el de uno mismo. Leer refuerza siempre nuestros lazos de estima, debería en definitiva reconfortarnos. Ésa es la más ennoblecedora de las tareas a la que puede aspirar un hombre, un editor, por más que, como dijo el poeta, la soledad sólo puede llenarse consigo misma. No temamos, pues, a la soledad, temámonos únicamente cuando creamos estar radicalmente solos, nosotros, los solitarios solidarios.

Nadie ignora América, pero bastantes de nosotros no hemos sabido de la existencia de mucho y de lo mejor que se escribía por esas latitudes. Como editor me pareció que todo estaba demasiado entomologado, demasiado unánime y canónicamente concluido, cuando sin cesar se me estaban descubriendo nuevos continentes literarios inexplorados en un continente donde parecía ya todo peinado, editorialmente hablando. En la edición española había olvidos injustificados de mucha de la mejor poesía que se había escrito en español en la otra orilla. Sí Borges, sí Octavio Paz, también, si queréis, Mario Benedetti, pero asimismo otros que quedaban fuera del objetivo ya no sólo de los editores españoles, sino también de numerosos poetas, que sólo eran capaces de hablar de oídas y a veces en voz baja y a hurtadillas de sus preferencias no consensuadas.

Como lector en español no pude pasar por alto nunca a América y sus literaturas nacionales; no pude, en suma, sustraerme, como editor que lee, al influjo, a la simple existencia de sus escritores, nuestros iguales. Aquellos con quienes deberíamos estar gustosamente interrelacionados y en constante y dinámica relación más allá de las vacuas retóricas que imponen, por motivos espurios, nuestros cambiantes y las más de las veces muy poco atractivos políticos y gobernantes.

Mi vocación americana arraiga en mi infancia, diría que en mi más tierna infancia. Mi madre tenía el feliz vicio de leernos, sobre todo poesía. Cuando no era el Romancero, era Juan Ramón Jiménez, y cuando no era Antonio Machado, era Rubén Darío. Tras mi fascinación por Juan Ramón, no sólo por sus poesías, sino también por sus traducciones con Zenobia de Rabindranath Tagore, vino sin lugar a dudas la de Rubén. Los versos del nicaragüense calaron muy hondo en el niño que fui, al extremo de que quise conocer de inmediato su lugar de nacimiento, su biografía. Ya a tan temprana edad descollaba en mi carácter la sana curiosidad por la persona que podía haber tras la obra escrita que admiraba. Tengo para mí que si me interesó la literatura fue porque me interesaron antes que nada los hombres que se translucían tras ella. Ante mi contumaz insistencia entonces por saber, se me dijo que Darío había nacido en un pequeño país llamado Nicaragua que estaba ubicado en el centro del continente americano. Ni-ca-ra-gua, repetía yo una y otra vez, fascinado por su sonido. Una vez revelado ese nombre, me faltó tiempo para correr a consultar, como solía ser habitual en mí en aquel período de aprendizaje infantil, la enciclopedia Espasa-Calpe de mi padre. Él fue quien indujo en mí ese recurso, en una época en que no existían wikipedias de consulta. Recuerdo perfectamente cómo desplegué el mapa de esa parte del continente americano y pude por fin ubicar el país nicaragüense.

Sin duda ese gesto constituyó mi primer gran viaje a América. Ahora tengo la certeza de que en aquel modesto descubrimiento del niño que fui se fundamentó, aun con precocidad, mi pasión por el gran continente americano, por sus gentes, por su literatura. De entonces a hoy ha transcurrido mucho y ese transitado trecho, en cambio, se me antoja bien poco. Uno sabe que no va a haber el tiempo suficiente para colmar toda la curiosidad que ese mundo sigue despertándome día a día.

Desde aquel instante, diversas estrellas, diversos ocasos, señales, comprensiones de profundidad de aquellas tierras me acechan. Muchas atenciones minuciosas, muchos fríos, muchos calores, muchos aromas, muchos rostros, mucho amor, mucho deseo, muchas luces dominantes se han sucedido en mi interior y han ido conformando la persona que soy. Han contribuido, en suma, a mi progreso sutil interior y han hecho de mí, para bien o para mal, el hombre que soy. A América, en suma, le debo en buena parte ser quien soy.

Mi primer encuentro, pues, con la literatura en español de América fue, como señalé hace un momento, con el gran Rubén Darío. En concreto con sus Cantos de vida y esperanza, cuyo ejemplar en edición de Austral atesoraba mi madre en la biblioteca familiar. El poeta nicaragüense constituyó mi puerta de acceso a ese continente tan plural como fascinante. Mi vocación “americanista” en lo que a la literatura respecta desde entonces no ha dejado de crecer y crecer. Esa seducción se ha visto reforzada a lo largo del tiempo con mis frecuentes viajes por aquellas latitudes. Seducción que se ha operado a través de los paisajes, pero sobre todo de las gentes, todo hay que decirlo, por las que siento, siempre que regreso a mi país, gran nostalgia. América fue para mí su literatura y son hoy mis amigos, literatos o no, de la otra orilla. Su conocimiento sin duda ha contribuido, insisto, de un modo sustantivo a hacerme más persona y a conformar y ampliar mi concepción del mundo, de la vida.

América constituye en mi caso una pasión, y sólo tendría que remitir al lector al catálogo de la editorial Pre-Textos, que da buena fe de lo que digo. En él se puede escuchar el eco de poetas como Olga Orozco, César Vallejo, Alberto Girri, Roberto Juarroz, Cintio Vitier, Blanca Varela, Eugenio Montejo, José Watanabe, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Fernando Charry Lara, entre los que ya se han ido; pero también el de Ida Vitale, Darío Jaramillo Agudelo, Hugo Mujica, María Negroni, Jaime Jaramillo Escobar, Arturo Carrera, Guillermo Saavedra, Antonio Cisneros, José Emilio Pacheco, Coral Bracho, Eduardo Milán, Jorge Esquinca, Julio Trujillo, Eduardo Chirinos, Marcelo Uribe; el eco de narradores como Antón Arrufat, Javier Ponce Gambirazio, César Aira; de músicos como Natalio Galán y Salvador Moreno; de aforistas como el gran Antonio Porchia o el eco de estudiosos de la literatura de ese gran continente como José Olivio Jiménez…; y en el futuro podrán escucharse los ecos de Juan Sánchez Peláez, Luis Felipe Fabre, Hernán Bravo Varela, Jorge Galán, Fina García Marruz, Catalina González…y, espero, muchos otros más.

Se puede colegir de lo antedicho que ya en los momentos inaugurales de nuestra aventura editorial se tomó en consideración a América. Tengo para mí que debería encontrarse entre los objetivos primordiales de todo editor literario e independiente que se precie y que no sea obviamente indiferente a nuestra lengua, la necesaria difusión, en la medida de las posibilidades de cada uno, del vasto panorama de la literatura escrita en el español de América. Un panorama en gran parte, insisto, desconocido, al contrario de lo que creemos, en España. Sería oportuno decir, para refrescar la memoria de quien no quiera recordarlo, que al que se les está dirigiendo le cupo el asombro de escuchar de boca de gentes, que hoy lo negarían, tanto en foros públicos como privados, que la poesía que se hacía en el continente hermano era palabrera, ininteligible, de espaldas a la “línea clara que debía distinguir toda buena literatura” y, en consecuencia, falta de interés. Como si América no hubiera dado a un Borges, a un López Velarde, a un Eguren, a un Mastronardi, a un Banchs… Vamos, como si los sempiternos españolitos malhumorados con el mundo de turno tuviéramos la patente de corso de la autenticidad en materia literaria. Dichos disparates, siento decirlo, no han puesto sino en evidencia una vez más la profunda ignorancia de una parte importante de nuestra república de las letras, el grado de provincianismo e ignorancia que siempre ha parecido querer presidir el debate literario en España. Para mayor abundancia, sólo debería tomarse la molestia quien lo dude de asomarse a las hemerotecas y comprobar el caso que se le hizo a la literatura latinoamericana –al margen de booms y otros marbetes encaminados sólo a vender el producto en boga– en comparación con el que se le prestaba, por poner sólo un ejemplo, a la anglosajona, francesa o centroeuropea. A Dios gracias, las cosas hoy han variado sobremanera. Opino que los jóvenes poetas han contribuido muy mucho a rectificar esa, digamos, anomalía.

Pese a este esfuerzo aunado de jóvenes poetas y editores sensibles a lo americano, creemos que ya adentrada la primera década del siglo XXI aún sigue perdurando si no tanto desconocimiento, sí idéntica desconfianza y en consecuencia falta de fluidez en la información entre ambas orillas. Una falta de fluidez a estas alturas poco disculpable, pues hoy la lejanía geográfica no puede ser ya excusa para la indiferencia. Podríamos añadir además que los españoles hemos evaluado lo americano con cierto aire de superioridad, salvo cuando se ha querido vender una literatura foránea por el cansancio impuesto a los lectores patrios a causa de la proliferación indiscriminada de autores nacionales de muy dudosa solvencia literaria. Es decir, América no puede ser sólo el recurso fácil para equilibrar nuestras cuentas de resultados. América no debe solamente existir para nosotros cuando las cosas empiezan a irnos mal. En todo caso debe constituir un ejemplo de la alta cuota que está alcanzando la literatura en nuestro idioma. No deberíamos tampoco pasar por alto que los autores latinoamericanos pusieron sus libros, en muchas ocasiones obligados por las profundas crisis que aquejaban a sus países y en consecuencia a su industria editorial, en nuestras manos sin encontrar, en numerosos casos, tristemente, la menor reciprocidad.

El que es capaz de contemplar sin ideas preconcebidas ni resabios de supremacía el panorama de las letras americanas del pasado y el presente de habla española siente, a la vez, con la más viva agudeza, la variedad en la unidad, y acaso ésta de con mayor hondura todavía. Quien lo observe desde un país concreto americano verá, ante todo, la diversidad; no ya porque se sienta distante de España, sino porque se sentirá, al mismo tiempo, distinto de los demás en su propio continente. Me ha sorprendido siempre comprobar cómo países vecinos se han ignorado recíprocamente, hasta qué punto desconocen unos la literatura que escriben otros, incluso siendo vecinos y disfrutando de la misma lengua. Este hecho me ha inquietado y movido a tratar de diluir esas divisorias tan maniqueas como reales. Si de algo puedo sentirme satisfecho en estos maravillosos casi treinta y cinco años de labor editorial es de haber contribuido a romper dichas barreras. Pre-Textos se propuso cierta meta ecuménica en ese aspecto, superada con éxito y que espero que sea muestra palpable para otros de que se pueden sortear determinados arrequives.

Nosotros jamás editamos a un escritor cubano, por poner un ejemplo, por el hecho de ser cubano y Cuba estar de moda, del mismo modo que no lo hemos hecho con las escritoras de nuestro catálogo para cubrir un cupo femenino, sino simplemente porque aquello que habían escrito nos pareció lo bastante importante como para ponerlo al alcance del lector. No hemos dejado de insistir en la importancia capital que tiene para América y España, situándonos a resguardo de la vacua retórica oficialista, el tratar de acercar las dos orillas, aun por modestos que sean los medios de que dispongamos en cada momento. España debería ser el portal cultural de América en Europa y no sólo contemplar a aquélla como un posible cliente.

Y no estaría de más añadir que nosotros, la editorial Pre-Textos, jamás hemos contado, en la tarea de incorporar a nuestro catálogo según nuestro criterio de excelencia la mejor literatura hispanoamericana, con un mínimo apoyo institucional. Tal “orfandad” nos ha permitido, por otro lado, movernos con total y absoluta libertad sin tener que pagar “peajes” de ningún tipo a nadie, es decir, a instituciones, modas, tendencias, partidos políticos en el gobierno, etcétera. Todo lo hecho hasta hoy en Pre-Textos ha sido realizado con nuestro exclusivo esfuerzo y con la pignoración de nuestros propios recursos económicos. Y es muy posible que esa, nuestra actitud de independencia, haya contrariado al stablishment cultural, que vive muy a gusto apoltronado en la retórica “hispanística” o de la falsa hispanidad, sin en el fondo haberse comprometido a nada, salvo a cobrar y acaparar ayudas oficiales.

Editar a autores latinoamericanos no santificados ni crítica o políticamente consensuados conlleva y siempre conllevará un grave riesgo mercantil, pero dicho riesgo, si la importancia de sus obras lo merece, no sólo se impondrá como una obligación moral en el editor literario, sino a larga también como un placer que no tiene por qué no dar sus réditos. Créanme si les digo que nada puede despertar en nosotros más satisfacción que contemplar, desde la perspectiva adecuada a los años transcurridos, cómo muchos de los autores por quienes apostó en su día la editorial Pre-Textos, sin gozar del predicamento de los medios ni de los críticos, constituyen hoy valores indiscutibles de la literatura en español, y estoy pensando ni más ni menos que en Roberto Juarroz, Olga Orozco, Eugenio Montejo, José Watanabe, Darío Jaramillo Agudelo, Blanca Varela o Eduardo Mitre entre otros. A veces, todo hay que decirlo, tuvimos que esperar tanto que, por desgracia, el reconocimiento alcanzó a algunos de ellos, muy a nuestro pesar, con carácter póstumo.

Creo que Pre-Textos cuenta en su acervo editorial con parte de la mejor literatura escrita en español de los últimos treinta años en América, lo que nos estimula para seguir nuestra labor en el futuro incorporando a nuevos autores, a las generaciones más jóvenes, como reto ineludible de todo editor literario que se precie. Hay que saber apostar por valores todavía no sancionados, el editor debe ser un buen sabueso, el mejor de los ojeadores en esa tan ardua como gratificante búsqueda de lo mejor entre lo nuevo. Tarea que como se ha estado realizando hasta la fecha también ha encontrado su prolongación natural en el terreno de lo estético –insisto, jamás nos hemos atenido a las modas o coyunturas político-estéticamente oportunas–, desde la más radical independencia. En fin, que hemos hecho lo que nos ha venido en gana, algo con lo que en un país como el nuestro se transige más bien poco. Tan digno de editarse resulta un Vargas Llosa como un Luis Loayza, a pesar de que éste no haya contado hasta la fecha con el mismo apoyo mediático ni crítico.

Tengo para mí que hemos tratado de cultivar una memoria cultural entre los lectores gustosos y libres al margen de los prejuicios que las editoriales industriales y ciertos políticos intentan por todos los medios imponerles. Si, como he repetido hasta la saciedad, el mejor libro que puede escribir un editor literario es su catálogo, su verdadera biografía, ésta compromete esa memoria con una lengua, el español, que sobrepasa los estados y que no es propiedad de nadie, sino sólo y exclusivamente de los que la usan.

Porque el idioma español lo constituyen tanto las cadencias exóticas que se pueden oír en la selva amazónica como el dulce castellano del Caribe o el refinado de los criollos andinos. Nuestro idioma nos conecta a un recuerdo exquisito, pero el idioma español del Nuevo Mundo, como diría un amigo colombiano, es una forma que predice una inteligencia áspera en sus sabores y vital, desafiante, incluso. De ahí que la editorial Pre-Textos, como ya en su día hiciera el Fondo de Cultura Económica, no sólo se haya venido esforzando por integrar en su catálogo la labor creadora de los escritores americanos, sino también su tarea traductora. A pesar de los obstáculos que a este respecto se nos interponen por esa suerte de presunción, reflejo de la más crasa ignorancia, de creernos poseedores y garantes únicos de nuestra lengua. Quizá sólo seamos deudores, en todo caso, de un antiguo amor o de un no menos antiguo empeño, a lo peor no tan amoroso, pero sí de proporciones descomunales, como supuso nuestra necesidad de prolongarnos vital y culturalmente más allá de esta otra orilla nuestra.

Como acabo de señalar, la formidable riqueza de nuestro idioma se refleja de dos maneras en nuestro catálogo. La primera, incorporando escritores de todos los países y, la segunda, contratando traducciones a nuestra lengua llevadas a cabo no sólo por españoles, sino por americanos hispanohablantes. Entre los escritores, son autores de la casa los mexicanos, Josefa Murillo, José Emilio Pacheco, Francisco Hernández, Vicente Quirarte, Salvador Moreno, Coral Bracho, Roger Bartra, Jorge Esquinca, Marcelo Uribe, Jeannette Clariond y Julio Trujillo; los centroamericanos Eduardo Halfon y en breve Jorge Galán; los cubanos Cintio Vitier, Gaston Baquero, Fina García Marruz, Octavio Armand, Orlando González Esteva, Antón Arrufat; los venezolanos Vicente Gerbasi, Eugenio Montejo, Rafael Cadenas, Gustavo Guerrero y Luis Pérez Oramas; los colombianos Darío Jaramillo Agudelo, Rafael Baena, Jaime Jaramillo Escobar, Pedro Juan Valencia, Fernando Charry Lara y Raúl Gómez Jattin; los peruanos Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, José Watanabe, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Antonio Cisneros, Luis Loayza, Eduardo Chirinos, entre otros; el boliviano Eduardo Mitre; los uruguayos Ida Vitale y Rafael Courtoise y los argentinos Roberto Juarroz, Olga Orozco, Mirta Rosenberg, Alejandro Bekes, Arturo Carrera, Perla Rotzait, Alejandro Saavedra y Hugo Mujica. Muchos de estos autores se han dado a conocer fuera de sus países y en la propia España gracias a Pre-Textos.

Igualmente puedo mencionar a algunos traductores americanos, como Mirta Rosenberg, César Aira, Jeannette Clariond, Eduardo Chirinos, Alberto Silva, Mariano Peyrou, Luis Loayza o Rafael Cadenas, que han vertido a su idioma, que es el nuestro, textos procedentes del francés, del inglés, incluso del ruso, como es el caso del traductor colombiano de Pushkin, Rubén Darío Flórez o, para mayor abundancia de datos, del japonés. Así, el español en que se leen autores de otras lenguas está lejos de ser un acento único: también en este caso el idioma es un territorio abierto, y si no lo fuera habría que recapacitar mucho sobre ello; un idioma polifónico y polisémico, pleno de matices y posibilidades, abarcador de una realidad más amplia, más matizada; en fin, una realidad más real.

Me gustaría contar una anécdota que creo que es bastante ilustrativa de esa arrogancia a la que acabo de aludir. En 1964, una compañía petrolera norteamericana, la Standard Oil, organizó un premio de novela en Colombia. La narración ganadora llevaba en principio el escatológico título de Este pueblo de mierda y su edición fue contratada en España. Ocurrió entonces que los correctores de estilo del contratista peninsular consideraron incorrecto el idioma del narrador colombiano y se tomaron la libertad de introducir su idea única del castellano en el texto del novelista de Colombia. Cuando éste vio las pruebas que le mandaron, montó en cólera y advirtió que si introducían esos cambios en su prosa él no autorizaba que la edición saliera con su firma. La amenaza surtió efecto y la novela, que en el intervalo había cambiado de nombre por decisión del autor, se publicó con su nuevo título, La mala hora, sin ninguna corrección en el español que se usaba desde el principio en la narración y que firmaba Gabriel García Márquez.

Han pasado casi cincuenta años, pero las cosas han cambiado poco. Muchos españoles, aun editores y correctores, siguen convencidos de que el idioma español es el que se habla en la Península y que las formas del habla de allí, de mi/nuestro país, son preceptivas de lo correcto, mientras que el habla de América corresponde a una forma degenerada, o primitiva, en todo caso, no adecuada. Según esta curiosa, por decir lo menos, opinión, el español de cuatrocientos millones de americanos es una especie de desviación de la verdad del idioma, que es la que usan cuarenta millones de ibéricos. De este modo un localismo americano es un “argentinismo” o un “mexicanismo”, mientras que un localismo ibérico no es un “españolismo” sino el más ortodoxo y límpido español.

Hace poco, un autor de nuestra editorial, un autor, debo aclararlo, bastante abierto a los cambios propuestos por nuestros correctores de estilo y editores de mesa, acotó las posibilidades de maniobra de éstos con dos limitaciones tajantes: una referida a los pronombres, pues argumentaba que en América nadie utiliza el pronombre “vosotros” en las conversaciones; que esa palabra parece sacada de los rezos cuando no de las parodias cómicas que imitan el idioma propiamente peninsular. La segunda, que en el español americano se utiliza el pretérito perfecto simple o indefinido en vez de la forma habitual de los peninsulares, que prefieren el pretérito perfecto compuesto; por ejemplo, ‘gané’, ‘viví’, ‘estuve’ en lugar del hábito castellano, ‘he ganado’, ‘he vivido’, ‘he gozado’, ‘he estado’. Es más, afirmaba, y no sin razón que “mientras la conjugación simple es inequívoca, la compuesta no lo es, ya que puede ser equívoca y abarcar también el presente además del tiempo pasado”.

Todas estas desavenencias no tienen sino una forma de ser resueltas con sentido común, sensatez e inteligencia, es decir, abandonando el pensamiento único. Es tan correcto el español de los españoles como el de los americanos. En un libro escrito por un americano tienen que respetarse las peculiaridades propias de su habla y sólo la claridad puede imponer un vocablo más universal en vez del localismo, sobre todo cuando se trata de localismos a ultranza, que necesitarían diccionario para el lector de otra latitud. Pero esto también vale para el localismo peninsular.

Muchas veces se menciona la riqueza del castellano, sin pensar que dicha riqueza consiste precisamente en eso, en esa polifonía de acentos y palabras que se habla y escribe desde río Grande hasta la Patagonia y, también, en una península europea de quinientos kilómetros cuadrados, es decir, casi nada en comparación con los varios millones de hectáreas que comprende el territorio hispanohablante del continente americano. Ésa es la riqueza: millones de personas expresándose en un idioma, reflejando su espíritu en una lengua, construyendo su pensamiento a partir de los condicionantes y las posibilidades del castellano, haciéndole progresar de cara a nuevas realidades que nombrar.

Para nosotros, escuchar los distintos españoles, que a la vez son sólo uno, es como regresar a nosotros mismos. El ideal que perseguimos y que de alguna manera cumplimos en nuestra editorial tiene que ver en gran medida con una labor ecuménica de los españoles de ambas orillas, es un puente y una puerta para distendernos y contribuir así a la comprensión de cuantos hablamos el idioma de Cervantes, que es la misma lengua de Rubén Darío, de Sor Juana, de Borges y de Juan Ramón Jiménez. Babel reencontrada y redimida por un idioma dinámico, vital, pleno, vivo gracias a todos, a ambas orillas.

Permítanme regresar a mis tiempos de aprendizaje, cuando en aquel niño que se quedaba ensimismado mirando los mapas de la enciclopedia paterna, y los muy variados colores que acotaban las siempre frágiles fronteras de los países, despertó un inusitado entusiasmo, que perdura aún hoy, por saber de los otros, de los próximos y lejanos. En fin, por saber lo que está más allá de uno, por lo Otro con mayúscula.

La conformación de dicho mapa interior exigía la salida externa. Mis padres estimularon en mí, en el marco de una educación laica, paisajes, el aprendizaje de otras lenguas y de matute la pasión por el viaje, tanto espiritual como físico. De tal modo que, con rara precocidad para el momento histórico que me tocó vivir, lo extraño empezó en mi fuero interno a adquirir visos de proximidad. Fue maravilloso, créanme, que con prontitud pudiera percatarme de que en la diferencia hibernaba también parte de lo que yo era, de que el otro estaba también en uno, del mismo modo que una parte de mí vivía en los demás. Con tamaños mimbres puede deducirse que mi vocación, digamos, americanista estaba maravillosamente aviada. Vocación que ha insuflado a nuestro trabajo una inusitada dimensión en el plano internacional.

Si hoy nuestra labor de difusión cultural es apreciada más allá del ámbito de nuestra lengua se debe, no les quepa el menor asomo de duda, a haber sabido trabar en una equilibrada combinación –dentro de nuestras posibilidades y de las que ha permitido el mercado– la literatura escrita en nuestra lengua, y muy especialmente la poesía, desde ambas orillas con la literatura europea o mundial.

Siempre he pensado que hemos venido a esta vida para dar las gracias. Por ello, han de saber que quien les habla y da las gracias sigue de algún modo siendo el niño que descubrió emocionado en su primera lectura de Darío que existía América. Y han de saber también que esa emoción de lo que creía que era mi particular descubrimiento de aquel gran continente no ha menguado un ápice todavía, y que sin duda fue el fundamento de mi inmenso amor por lo que nuestros antepasados dieron en llamar de manera tan hermosa como prometedora Nuevo Mundo.

Han de saber asimismo que quien se les dirige sigue siendo en parte aquella criatura afortunada, que no sólo gozó de una infancia dichosa –ese paraíso del que siempre se nos expulsa prematuramente– habitada por la literatura por inducción de unos padres que siempre creyeron en el carácter ecuménico que nos otorga la cultura, en la medida que ha logrado mantener viva su pasión por los libros y por América, sino también porque ha tenido la clara conciencia de que la amistad era uno de los más altos valores de los que esta vida nos podía proveer. Para los tres amigos que crearon la editorial Pre-Textos a finales de los años setenta y que han seguido unidos como una piña en su tarea en común a lo largo de ya casi treinta y cinco años nada hay más importante que la amistad, y es por ello por lo que han tratado de establecer un vínculo amistoso también con la literatura, con la mejor literatura universal y desde luego con la mejor que se escribe desde la dos orillas.

Han de saber que quien les habla es una persona profundamente enamorada de su trabajo y que profesa una honda admiración por todos aquellos que de una manera limpia y ética han hecho posible que nuestra gustosa labor pueda ser uno de los más ennoblecedores medios de vincular a los hombres buenos de ambas orillas, de favorecer una relación ideal entre ellos y, por qué no decirlo, a veces constructivamente crítica entre desconocidos y sólo geográficamente distantes. Muchos de mis amigos me habrán oído decir que nadie echa de menos a un desconocido. Convendrán pues conmigo en que nada puede haber más estimulante y gratificante que colaborar en hacer de un desconocido un amigo. Ése ha sido nuestro más firme empeño: acortar distancias, proveer a los lectores de aquello que les competía saber y a lo que no podían acceder por el imperio del maniqueísmo, ese vicio tan hispano tras el que tratamos de travestir nuestras fobias, mutado muchas veces en un muy empobrecedor nacionalismo. En fin, romper con las fantasmales fronteras que se trazan en paralelo a las geográficas, cuando no por ignorancia sí por codicia de los de siempre, de los que no quieren dejarnos en paz para así someternos mejor.

Querría rendir aquí y ahora público homenaje a todos esos hombres y mujeres que hicieron, hacen y harán posible que el espacio de la cultura, de nuestra peculiarísima cultura común, sea quizá todavía uno de los pocos espacios que nos queden para dirimir todo tipo de conflicto cuando por desgracia se han agotado las posibilidades de entendimiento en tantos otros ámbitos, en los de las iglesias, la política, las ideologías.

Han de saber que quien les habla sigue imbuido del mismo entusiasmo por todo lo que pueda acontecer en América en el campo del Espíritu. Y que en Pre-Textos hemos procurado realizar nuestro trabajo a lo largo de estos treinta y cinco maravillosos y cortos años de práctica profesional con honestidad y alegría; que hemos, en fin, tratado de dar siempre lo mejor de nosotros a los demás, de sentir en todo momento la cercanía de nuestros próximos, de nuestros vecinos. Un editor de verdad publica siempre aquello que no logra olvidar y si en su camino tropieza con algo que no consigue olvidar y es útil a su vida, ¿por qué no va poder compartirlo con los otros? ¿Por qué los otros no van a poder ser susceptibles de amar eso que previamente hemos aprendido a amar nosotros?

En fin, que quien les habla no puede estar más henchido de esperanza respecto al futuro de nuestra cultura común, tanto de España como de América, y que no piensa apearse de ella en el gustoso ejercicio de su labor, y que quiere rendir asimismo público homenaje, como broche final a esta ya larga perorata, a aquellos que nos precedieron en nuestra tarea y que con su recta y honesta práctica profesional animaron a un grupo de jóvenes (del mismo modo que ahora nosotros tratamos de hacer con respecto a editores jóvenes de América, estableciendo alianzas de coedición) a iniciar lo que constituyó la más hermosa de sus aventuras, y dignificaron esta pasión en la que estamos inmersos. Esos profesionales tienen muchos nombres, pero hoy se resumen en uno: el que ha hecho sentir la proximidad de lo otro como parte constitutiva de lo que somos cada uno más allá de nuestras propias ambiciones personales y tentaciones egotistas. Yo sé que ya no puedo vivir sino es desde las dos orillas. Gracias, pues, a América una vez más por su generosidad y por lo mucho que los españoles le debemos. Muchas gracias a todos.


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