Perspectivas

De “Pablo Pueblo” a “La Perla”

19/11/2022

Fotografía cortesía de la autora

‒¡Mataron a Pancho! ¡Lo mataron!

‒¡Dios mío, mi hijo!

‒¿A Pancho? ¿Pancho Tovar?

‒¡Pero si acabo de verlo allá abajo en la escalera!

‒¡Mi hijo, mi hijo!

*

1980. Caracas, San José del Ávila, Bloque 1, Diego de Losada

Desde los seis años acompañé a mamá cada sábado a hacer el mercado en Quinta Crespo. Amaba despertar con el frío en las mejillas y la picardía de saber que ninguno de mis compañeros en el colegio hacía lo que yo: desayunar queso fresco y un cambur amarillito, oler de tú a tú el cilantro, aprender a escoger cebollas, papas y ajíes y convencerme de que un muchacho redondo no era Carlitos y sus cachetes asomados en la nevera del frigorífico de las portuguesas.

Bajábamos de madrugada. Guisseppe, el novio de mamá, en su Maverick azul celeste, nos pasaba buscando para dejarnos en el gran mercado libre al final de la avenida Baralt. Yo era tan feliz de ver a mami vestida de amor y esa sonrisa tan hermosa que nos recibía detrás del “¡Buongiorno, mie principesse!. Pepe me cargaba y yo lo abrazaba fuerte al cuello, lo besaba y olía delicioso. Aún siento su beso en la frente.

En el camino, en el asiento trasero, asomada a la ventana, iba leyendo en voz alta todos los letreros: «Adrenalina Caribe», «Pico y pala», «Panadería El Guanábano», «Peluquería Carmen». Pepe y mamá reirían, imagino, tomados de la mano, cómplices traviesos matutinos y destellantes en las miradas.

Al regreso, mamá y yo tomábamos una camioneta por puesto de la ruta San Agustín-San José. “Las que van a Cotiza no, hija. Esa nos deja muy lejos. Cuando veas que dice «Los Mecedores», a esa sí le sacas la mano”, indicaba mamá.

Era cierto. Nos dejaba en la primera escalera frente al quiosco de Rubén. Los sábados no circulaba el vespertino, así que los fines de semana Rubén recibía los cuadros sellados del 5 y 6. Ese mismo año mamá había prometido dejar de fumar si se ganaba un cuadro. Cumplió para siempre.

Faltaba más de media hora para que marcaran las nueve de la mañana de ese sábado y pocos escalones para llegar a la planta baja del Bloque 1, donde viví hasta los catorce años.

En el rellano, sentado, amanecido y risueño, me recibía con su dentadura blanca y amplia el gran Pancho Tovar, mi segundo gran abrazo de esa mañana.

‒¡Mi niña! ¡Mi niña bonita! ¡Mi Sifontica! [de pequeña me solían llamar “Sifontica” porque era la menor de los hermanos Sifontes, aunque mi apellido paterno siempre ha sido Rondón. ¡Vainas de mi familia!] ¿Cómo está, Doña Margot? ¿Cómo se porta mi niña?

‒¡Pancho, muchacho, andas amanecido, anda a dormir pa’ tu casa!

Pancho reía como si no escuchara mientras me depositaba otra vez a ras de piso y decía que me portara bien, que no cargara muchas bolsas para que no me quedara chiquita y que la semana siguiente me llevaría una sorpresa.

Pancho era de piel oscura. Negro, negrísimo, con una frente amplia y brillante, de manos gruesas y afro prominente. Esa mañana reía más que de costumbre. Luego entendí que Pancho había estado fumando marihuana, bebiendo y no había dormido. Sus padres, el señor Ángel, funcionario del Seguro Social, y la señora Teresa, maga de dulces en conserva, hechicera de las hallacas, hada del majarete, se preguntaban: “¿Qué no habremos hecho, Dios mío?”.

Pancho, el único varón de los Tovar, el mismo que me cargaba y al que yo abrazaba, tenía cuentas pendientes con la policía. Y esa mañana fueron a cobrarle.

Pablo Pueblo
su alimento es la esperanza
su paso no lleva prisa
su sombra nunca lo alcanza.

‒Como un saco de papas, Margot. Lo metieron así delante de mamá. No tuvieron piedad con mi hermano.

‒Hija querida, Lucía, mija, tómate este tilo, mi amor. Si él hubiese corrido por mi escalera, hubiera entrado porque la puerta estaba abierta.

Yo estaba acostumbrada a no ser percibida en un mundo de tantos adultos y fue allí cuando supe de ese silencio interior que me ocupa cuando la tragedia me alcanza.

Toma sus sueños raídos
los parcha con esperanzas
hace del hambre una almohada
y se acuesta triste de alma.

*

17 de diciembre, 1985. Mudanza

No lo sabía, pero aquella fue mi última vez. Nunca más regresé. Ni siquiera para mostrarle a mis hijos el lugar donde nací. Ese día llevé conmigo la rabia de los catorce años y la pretensión de un derecho no ejercido: “Nadie me preguntó si yo quería. Yo no existo, no decido nada”. En mis ojos quedaron grabados las copas de los árboles, el quiosco de Rubén, la plaza, la redoma de los autobuses, mi casa. Los Tovar, los Aponte, los Sanz, los Sotillo, los Muñoz, los Seijas. Mi familia negra. Mis amigos. Mi familia murió con Pancho.

2017. Culebra, Puerto Rico

Yo no lucho por un terreno pavimentado
Ni por metros cuadrados, ni por un sueño dorado
Yo lucho por un paisaje bien perfumado
Y por un buen plato de bistec encebollado
Por la sonrisa de mi madre que vale un millón
Lucho por mi abuela meciéndose en su sillón
Lucho por unos pinchos al carbón
Y por lo bonito que se ve La Perla desde un avión
¡Oye, dile!

Lo he tenido todo. Me ha faltado también. Sé de guantes blancos y de vender huevos en una redoma de Maracay. He tenido miedo, mucho, muchísimo. Me han sangrado las rodillas y he sabido curar heridas ajenas. Y me he levantado, respirando a gatas, con gritos silenciosos.

Cobarde, nunca. Eso sí no.

Pancho va conmigo siempre. Me sigue cargando y sobándome la cabeza. Su piel oscura y la mía tan pálida se cruzan como un Jungle Fever neoyorquino, o como esta arena y este mar Caribe a donde te he traído, para que celebremos al gran Maelo Rivera.

Pancho, mi «Pablo Pueblo» que descansa en La Perla.

Creo en barrios con madres que vivieron iguales de razone’
Y al final se murieron sin tener vacacione’
Como decía mi abuela: “Así fue la baraja, en casa ‘el pobre
Hasta el que es feto, trabaja”
Por ese barrio eterno, también universal
Y el que se mete con mi barrio, me cae mal.

Soundtrack:

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena]


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