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(Capítulo de la novela Los años sin juicio)
En las cárceles militares existen códigos escritos, tradiciones y jerarquías que limitan el nivel de despelote. Este afán de orden y control es solo un intento formal, pues genera otro tipo de desequilibrio más difícil de advertir.
Estaremos bajo la vigilancia de la DIM, «Dirección de Inteligencia Militar». Es tentador invertir las siglas y pensar en una MID: «militares de inteligencia dirigida». No los considero brutos sino escindidos entre cerrar los ojos y pensar, o abrirlos cual lechuzas y obedecer. ¿Cómo pueden gobernar con justicia quienes han sido educados para cercar, tomar, dominar, eliminar? En algún momento sofisticaron el título y ahora se venden como una «Dirección General de Contrainteligencia Militar». Habría que preguntarles qué tienen contra la inteligencia.
Al principio agradecemos haber dejado atrás la sofocante descomposición de San Agustín y el acecho de los peligros. Allí había que pagar un dineral por nuestra seguridad. En Boleíta estaremos más seguros (entre otras cosas, de lo que no podemos hacer). Es el clásico bandazo que suele dar la conciencia de nuestro país cuando huye de las instituciones civiles y busca refugio en la cachucha de un militar. A la semana comenzamos a comprender que hemos caído en otro tipo de desorden más inhumano, más hipócrita. En la prisión, como en el arte, «parecer es ser», y estas apariencias son tan efectistas y efectivas entre los militares que subyugan nuestra capacidad de ser, de sentir, de creer.
Juan Carlos me cuenta que en algunas religiones orientales la creación del mundo parte de un denso caos del cual se va eliminando lo innecesario. El milagro no consiste en partir de un vacío e ir creando nubes y mares, árboles y animales, un hombre y una mujer. Nada de soplar barro y entresacar costillas; todo estaba ya presente desde siempre y era cuestión de darle orden y legibilidad. Crear, más que agregar, es abstraer.
La Corte de San Agustín del Sur pertenece a la corriente bíblica de la agregación, de la saturación, y nos ofrecía un mayor rango de emociones y suficiente libertad para dejarlas aflorar hasta podrirse No teníamos horarios para acostarnos o despertar, desayunar, almorzar o cenar. Estar encerrado y a la vez de tu cuenta es desconcertante, y esa falta de sujeción nos hacía indolentes y temerosos.
Si en San Agustín del Sur vivíamos bajo un hiperrealismo folklórico y desbordante, en Boleíta Norte conoceremos un minimalismo depredador que nos irá anulando. En nuestra nueva residencia predomina la sustracción y va a disminuir la oferta de episodios y personajes. Ya no viviremos las saturadas escenas que enfrentaron aquellos patidifusos novatos que se asomaban a los salvajes bordes de la civilización. El mundo militar es muy poco creativo, a menos que haya guerra, y entonces predomina la absoluta imbecilidad.
La nueva disminución del ruido y la hediondez ha bajado las señales animales a un nivel que poco ayuda a percibir las diferencias entre lo real y lo irreal. Aquí la vida tiende a contraerse, a uniformizarse mediante unas leyes tan previsibles que nos secarán el cerebro. Estamos sumergidos en unas ondas peligrosas por lo imperceptibles. Hay más tiempo para estar con uno mismo. La condición que más busco, que más temo. Se ha reducido la matraca, las negociaciones incesantes, el trueque de emociones. Vivimos bajo estrictas reglas militares que nos contienen como animales en sus corrales, haciéndonos sumisos y rumiantes, sin fuerzas para temer lo inesperado.
Dicen que el aburrimiento es una enfermedad del alma peor que la angustia. Puedo jurar que sí lo es. La única cura será hacernos reflexivos, estudiosos. No hay otra manera de llenar las horas, de soportar gestos y sonidos que se repiten como una película que hemos visto demasiadas veces y jamás nos gustó.
Ya sé cómo será mi vida cuando cumpla trescientos años.
Otra diferencia crucial es la luminosidad. En San Agustín existía un egoísta patio por donde nos llegaba un remolón rayo de sol con algunas pistas de qué estaba ocurriendo en la inmensidad del cielo. Esta menguada ofrenda nos invitaba a disfrutar con avidez los residuos de luz, su fugacidad y temperatura. Esa misma voracidad nos convertía en sabuesos atentos a otras señales de vida. El deseo de luz puede ser aún más bello que la propia luz.
En Boleíta no existen rastros de iluminación natural. Su completa ausencia hace que los bombillos (la mayoría de neón y con fallas tan continuas que su parpadeo parece nuestro) nos sumerjan en la ilusión de una luz mentirosa, frígida. Falta algo que nos dé consistencia y toma tiempo comprender lo que ocurre: carecemos de sombra, o estas son débiles, confusas, al depender del ángulo de las diversas lámparas. No son las sombras definidas y ecuménicas del sol, todas inclinadas en un mismo sentido y uniéndonos en un fenómeno universal que nos convierte en relojes andantes y sincronizados. Dicen los chinos que nadie puede huir de su propia sombra; aquí son las sombras las que huyen de nosotros.
Desesperado, me le quedo viendo a un foco fijamente hasta encandilarme. Acto seguido, hundo mi rostro en una almohada y contemplo los rastros que aún permanecen en mi interior hasta sentirme dueño de una luminosidad que viene de adentro y llego a creer que es natural.
Esta total ausencia de sol les impide a nuestros pensamientos retoñar con la frescura de las plantas y se van tornando iguales a los hongos que nacen entre los dedos de los pies.
La mayor diferencia es geográfica. En San Agustín del Sur estábamos metidos en un submarino adherido a una veloz cloaca llamada Guaire que cruza Caracas de punta a punta. Es banal decir que el Guaire fue una vez un río limpio, bucólico. Todos los ríos han tenido una infancia feliz.
No vivíamos sobre un puente que contempla nuestro único río, sino en un túnel que acompaña su ruta envilecida. A veces creíamos escuchar en el suelo y las paredes el paso de torrenciales excrementos, un rumor que era un vano consuelo para una pandilla de estancados.
La sede de la DIM en Boleíta Norte tiene en cambio una situación inmejorable. Ocupa un terreno en los límites al noreste de la ciudad, justo al borde de una cordillera magnífica y de proporciones inviolables. Aunque no existan ventanas y estemos aislados de esa vertical majestuosidad, siempre tenemos presente su magnetismo y creemos respirar un aire mejor. Muchas veces pensamos con orgullo, como si fuera una oferta del establecimiento, en las gratas vistas a El Ávila que han disfrutado nuestros visitantes antes de bajar a los sótanos. Queremos saber qué vieron, pero no nos atrevemos a preguntar: «¿La montaña aquella… sigue en su sitio?».
Miguel bromea sobre este exceso de belleza y comenta:
—¿No creen que Caracas sería mejor sin esa montaña tan grande al norte? Se podrían ver las islas del Caribe desde una gigantesca atalaya a novecientos metros sobre el mar.
Aquí en Boleíta leo los poemas de Alexis Romero. Uno me hace sentir como los niños cuando los mecen en un columpio por primera vez y conocen el vértigo:
A diferencia de las aves
tengo escasas técnicas para vivir.
Verbigracia:
no puedo emigrar en manada.
Apenas me mudo.
Y esto es asfixia,
no consagración.
Emigrar a esta cárcel ha sido un viaje muy cruel por lo cerca que está de la patria, de la familia, de la infancia. Boleíta Norte se encuentra a unos diez minutos de mi casa en Caurimare, y esa mezcla de exilio y proximidad es, como dice Alexis, asfixiante.
Anoche soñé que tenía unas endebles alas de papelillo. Con grandes esfuerzos de concentración y apretando los músculos del estómago, lograba revolotear sobre la avenida Francisco de Miranda y el río Guaire, hasta agotarme y caer de platanazo sobre el jardín de mi hogar.
Federico Vegas
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