Fotografía de DOUGLAS MAGNO | AFP
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Cuando apenas se iniciaba esta pandemia, comencé a hacer videos con la euforia de una etapa de mi vida que suponía irrecuperable. Me refiero a ese momento en que el niño se asoma por vez primera a las herramientas de un hombre para hacer realidad sus sueños y, como nada lo fatiga ni lo aparta de su obsesión, se zambulle en fantasías que parecen ser reales, asomándose a lo que significa ser un artista o un constructor o un líder político que gana adeptos en los recreos del colegio. No importa si luego los resultados no se sostienen o se desvanecen; lo cierto, lo importante, es que ha sentido el sabor del asombro, el resplandor de la creatividad, el placer de ser sorprendido por su propio potencial.
En aquellos días preparanoicos de marzo no había mucho que hacer en la ciudad, salvo recorrer unas calles vacías semejantes a desfiladeros en la geografía de una obsesiva retícula. Al principio fueron visiones genuinamente pasajeras, pues las iniciamos viajando en la cubierta de un ferry que avanzaba por el East River a una velocidad propicia para grabar videos. Si narrar tiene que ver con “poner al corriente”, navegábamos en una corriente y resultaba sencillo, deleitable, ofrecer un testimonio del paisaje.
Sucede que ahora todos venimos equipados con un instrumento prodigioso capaz de grabar desde simples expresiones de fastidio hasta crímenes que antes pasaban desapercibidos. De intentar amarnos unos a los otros hemos pasado a filmarnos con una profusión ecuménica, compulsiva, indetenible.
Han transcurrido ya casi seis meses y presiento que los videos comienzan a robarme el alma, o buena parte de la que creía tener. Me refiero al alma literaria de cuando me juraba escritor. Desde el 11 de marzo, cuando supe que estábamos varados en Nueva York, he sido infiel a la literatura de manera creciente. Al principio, hacer videos era una novedad, un romance tan inesperado como fervoroso, pero voy entrando en un adulterio sostenido y sometido a un mismo patrón de seducción.
Las imágenes en movimiento me están robando las palabras escritas, esos pensamientos atrapados en letras negras y confinados a papeles blancos de pulpa seca, a los que presumimos tan naturales que los llamamos “hojas”. Ya no leo ni siquiera antes de dormir. Transito del iPhone al iMovie, luego al Instagram y remato el día con una tanda de videos en YouTube. Ayer me aposenté en el baño con un celular en las manos y sentí que estaba cometiendo una profanación. Era como llevar un radio a misa.
Pretendo ser un videólogo, pero este vicio se está haciendo tan fuerte que debería acudir a “videóticos anónimos”, o fundar una agrupación semejante, si es que aún no existe. En un solo semestre he pasado de la Galaxia Gutenberg a la Galaxia Zuckerberg. Culpar a la pandemia de esta metamorfosis sería ver solo el dedo que señala. Con su tendencia a estirarse (como una versión inversa de La piel de zapa), esta pandemia ha hecho evidente la tenaz atmósfera en la que hemos estado sumidos y tan perdidos como inconscientes de sus implicaciones. Vamos siendo dominados por imperios más ricos que Italia y quizás Francia. Al hablar de fuerzas imperiales no me refiero a ejércitos que nos invaden sino a sistemas que rigen nuestras vidas. Pensemos, para dar un ejemplo de hace casi un siglo, cómo y cuánto cambiaron las ciudades con la aparición del automóvil, un medio que el crítico de arquitectura, Kenneth Frampton, considera tan peligroso como la bomba atómica. Más influyente y determinante que el automóvil es el celular junto a todo lo que en su interior se cocina y se confabula.
Los escritores somos seres muy frágiles para aguantar semejantes andanadas. Un amigo muy culto se ufana de vivir entre libros como un monje medieval. Lee mucho y come sabroso, dos actividades que se dan bien en Galicia. No sé si por razones religiosas o sensuales ha decidido apartarse del mundo audiovisual, medio fundamental de la nueva galaxia, pero lo tenté con un documental en Netflix sobre Miles Davis y sucumbió. “Miles es mi héroe desde que dejé de ser un niño”, argumentó para justificar su recaída. Espero que se haya recuperado y logre retornar a sus obsesiones. Siempre es bueno que exista y sobreviva al menos una excepción.
Yo soy algo menos radical y quisiera reencontrar un equilibrio que se ha roto. Intento dilucidar por qué me han subyugado tanto los videos y encuentro varias respuestas que, de paso, me ayudan por contraposición a entender mi devoción atávica a los libros, esos objetos palpables, desplegables, aromáticos, propicios a las caricias y bien dispuestos a convivir en estantes y formar bibliotecas, la manera más noble y acústica de adornar una pared y último recurso para recrear la idea de un “hogar”, ya que no contamos con la pequeña hoguera que usaban los romanos al cocinar en casa.
Ante la página escrita, nuestros ojos transitan incansables de idea y de vuelta repitiendo el mismo cambio de ángulo, mínimo pero constante, línea tras línea y página tras página. Ante los videos, la mirada acompaña sumisa las imágenes. Así ocurre con el celular: la vista se posa en la pantalla y el dedo hace el resto. Cuando veía a algún amigo mover el dedo sobre la pantalla de arriba hacia abajo pasando frenético imágenes de Instagram, me pareció poseído por una locura del tipo más inconducente, el de la histeria, esa pasión que se queda rebotando sin penetrar en lo amado o lo odiado mientras bordea un feroz aburrimiento. Ahora resulta que me he contagiado.
En una época el reloj fue ese objeto que los individuos miraban con insistencia para corroborar que existían. Era tan elegante sacarlo del bolsillo y mirar la hora de reojo. En 1902, Robert Walser escribe sobre la vida de los oficinistas sentados en ristras de escritorios y sometidos a rígidos horarios:
Helbling saca su reloj para comparar su cara con la del enorme reloj de la oficina. Suspira, apenas han transcurrido diez pequeños, diminutos, escuálidos, delicados, escasos minutos, y aún lo esperan horas gordas y corpulentas… Helbling ama los minutos que se han ido, pero odia los que están por llegar, pues opina que se niegan a avanzar… Vuelve a sacar su reloj de bolsillo y marca las nueve. “En realidad no debería mirar tanto el reloj, eso no puede ser sano”, piensa mientras se acaricia el bigote.
El celular puede resultar tan enfermizo y reiterativo como ese reloj privado, diferente al cósmico y colectivo reloj de sol, bien capaz de descansar durante las noches y tan sano que, como señalaba una inscripción latina que celebra Jacqueline Goldberg, solo enumera las horas claras. El celular, en cambio, está presente hasta en los momentos más oscuros. Para muchos es el primer refugio al despertar de una pesadilla y la última visión antes de conciliar el sueño.
Debemos ser comprensivos. ¿Cómo no revisar ese aparato compulsivamente si allí parece condensarse nuestra relación con el universo? Es capaz de ofrecer el pronóstico del tiempo, el estado de la economía, la ruta a seguir, la última noticia apocalíptica, insólitas secuencias que envían amigos, desde pronósticos políticos hasta pornos estrambóticos, y, tal como les contaba, nos incita a hacer videos sobre lo sublime y lo banal.
Los cambios tecnológicos entran en su apogeo cuando el mundo anterior nos resulta inconcebible, y así luce hoy un planeta con pandemia y sin celular. Estamos ya rebasando la vuelta a lo tribal que anunciaba Marshall McLuhan.
En los años sesenta, McLuhan explicaba cómo pasamos de una cultura auditiva y colectiva a un estado más visual e independiente gracias a la imprenta y la aparición masiva del libro. Es fácil entender que una historia contada congrega a la audiencia mientras una historia escrita separa a sus silenciosos lectores.
Siglos más tarde regresaríamos a una suerte de aldea global y audiovisual unidos principalmente por la televisión. McLuhan llama a esta etapa la Galaxia de Marconi. Si esa era su visión en los años sesenta, imagino que hoy el perspicaz Marshall estaría tan orgulloso de su pronóstico como aterrado por las dimensiones que iba a adquirir la ola que vio venir.
Releyendo sus textos caigo en cuenta de mi desubicación histórica y renuevo mis esfuerzos por permanecer en la Galaxia de Gutenberg. Las técnicas (como el tipo móvil) que implementó Johannes Gutenberg no fueron claves en el triunfo de la escritura, que ya estaba ungida como una actividad superior y casi divina, sino en la propagación del libro como medio para trasmitir el conocimiento. No es casualidad que el experimento definitivo y triunfante fuera un libro sagrado. 150 biblias fueron puestas a la venta por Johann Fust, quien le había prestado dinero a Gutenberg para imprimirlas. Fust se quedaría con el negocio mientras Johannes Gutenberg terminaba arruinado y mantenido por el obispo de Maguncia.
Después de recordar a Gutenberg y lamentar su suerte, no es de buen gusto hablar mal de Zuckerberg y envidiar su fortuna. ¿Cómo criticar a Instagram, un brazo del imperio, si lo he utilizado para compartir 125 videos durante un semestre de pandemia? No sé si los videos lleguen a ser mi condena, pero hasta ahora han sido mi salvación. Dos extremos que suelen ir de la mano. Haciendo videos me siento como un carajito con un juguete nuevo y, al mismo tiempo, estoy tan desolado como un artesano que apartan de su oficio. Supongo que nos hacemos creativos cuando borramos la frontera entre lo que tenemos de niño y de adulto. El problema, como les decía, es esta sensación de ser un adúltero.
Lo más desconcertante de este nuevo medio, que ha pasado a dominar mi vida, es su capacidad de ofrecernos una recompensa inmediata, aunque sea banal. En la literatura existe una medida que se ha mantenido desde Miguel de Cervantes. Me refiero al lapso entre el inicio de una novela y el día de su publicación. Suele tomar un mínimo de dos años; al menos esa es la cifra que tienden a dar los escritores para no extenderse a los primeros intentos fallidos y las anotaciones dispersas. Cuando por fin está listo el manuscrito, la espera puede hacerse más dolorosa e imprecisa, al no estar ya en manos del escritor.
Los videos en Instagram pueden tomar una hora concebirlos, otra más montarlos y pocos segundos el conectar con los espectadores. El procedimiento de apretar un corazón para mostrar nuestra complacencia, interés o elemental solidaridad es entre cursi y patético. La faena se torna un ejercicio cada vez más veloz e incluyente y superficial.
Lo más notable de la nueva galaxia que estamos viviendo es la relación entre transmisor, creador y espectador.
En la de Gutenberg la proporción sería, por decir algo, de un impresor para cien escritores y cien mil lectores.
En la Galaxia de Marconi la relación aumenta a un agente transmisor por millones de espectadores que están viendo al mismo tiempo el mismo mensaje. Imaginemos un libro gigantesco que todos leen al mismo tiempo.
En la de Zuckerberg son centenares de millones los creadores de contenido interconectados con una cantidad similar de espectadores. Todos podemos ser protagonistas y a la vez receptores, casi a un mismo tiempo origen y destino de la información. Es una interesante paradoja que en una era que parece democratizar la creación es cuando los dueños de la plataforma de transmisión se hacen, proporcionalmente, más poderosos.
Otra elocuente señal de cómo funciona y qué modelo promueve esta nueva galaxia, al menos en su faceta Instagram, es observar cuál es el personaje con más seguidores (para no hablar de acólitos). La figura que reina en un medio puede darnos una idea de los valores que allí se manejan. En el caso que nos ocupa tenemos a Cristiano Rolando y a Lionel Messi. Ellos vienen a ser los nuevos dioses de esta nueva galaxia. ¿Tiene sentido? Creo que sí. Basta con preguntarnos de dónde salían los modelos para las estatuas de mármol de los dioses griegos: ¿del templo o del estadio?
Detesto a Cristiano, por excesivamente bello, tanto como adoro en Messi su rostro de alelado antihéroe, más ahora que flota en un limbo. Ahora que lo pienso, son seres muy alejados de Gutenberg y sus consecuencias. Representan tan bien esta nueva galaxia que llamarlos galácticos no suena exagerado.
Supongo que una Era no borra a la anterior, más bien le da un nuevo sentido. Quiero creer que las galaxias coexisten y podemos elegir la que mejor se ajusta a nuestra manera de ser. Quizás haciendo un esfuerzo, algo de ayuno y mucha abstinencia, algún día podré retornar a la novela que tengo empezada. ¿Cómo será pasar 24 horas sin pisar corazoncitos? ¿Lograré otra vez trabajar durante días, meses y años de asilamiento mientras va brotando un texto con pocas posibilidades de llegar a más de mil lectores? Ya me he asomado en Instagram a esa sensación de vacío y soledad, pues basta dejar de publicar videos por tres días para que cese el torrente de likes que fluye como una marea de ida y de vuelta.
El proceso de retorno a la escritura no será fácil Siempre había querido ser cineasta, pero no imaginé que terminaría haciendo hasta cine, así tal cual, como un hobby de última hora, como un pasatiempo de cuarentena.
Creo que la solución será ponerme un límite de 150 videos (la misma cantidad de las biblias impresas por Gutenberg antes de quebrar). Entre ellos, uno sobre Crostata Fiora de mi hija Alejandra, las mejores galletas de guayaba del mundo. Quizás en el fondo siempre he querido ser un “influencer” (persona increíble que vive de ser creíble). Recuerdo que de niño alguna vez soñé con hacer comerciales. Algunos, muy pocos, me parecían divertidos y repetía sus estribillos. Cuentan de un primo mío cuyas primeras palabras fueron: “¡Frescolízate, papá!”. No sé cómo le fue en la vida.
Si logro superar esta crisis, volveré a Jorge Luis Borges antes de dormir. Sus palabras siempre me han fortalecido e inspirado. Alguna vez he abierto las hojas de alguno de sus libros buscando solución a un problema, como esos pioneros del Lejano Oeste que tomaban decisiones sobre la siembra abriendo las sagradas escrituras al azar. Con la ayuda de Borges volveré a la página en blanco con letras negras, una limitación tan radical que es casi un acto de ceguera, o de visión a la oscuridad de nuestras almas, que es donde está todo lo que realmente poseemos.
Federico Vegas
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