Fotografía de Lluis Gene / AFP
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El 18 de febrero de 2016, desperté en mi cuarto de tripulación en la Estación Espacial Internacional en el día número 328 de una misión de un año, la más larga para un astronauta de la NASA.
Después del desayuno y una conferencia telefónica con la base, me puse a hacer mi trabajo del día: realizar un experimento de física, tomar una muestra de mi sangre para un estudio de la NASA, llevar a cabo una rutina de mantenimiento para el equipo de soporte vital y responder preguntas de una escuela primaria en Arizona a través de un video en vivo.
Cuando por fin tuve un momento para mí, abrí una laptop y redacté un correo electrónico. Pasé más tiempo escribiendo ese correo y lo revisé con más cuidado que cualquier otra cosa que haya escrito en mucho tiempo.
Había decidido comunicarme con el autor de un libro que significaba mucho para mí, algo que jamás había hecho. Le estaba escribiendo a Tom Wolfe, y quería decirle que la razón por la que estaba pasando un año en el espacio, la razón por la que había tenido tres misiones previas al espacio y había sido piloto de una aeronave de alto rendimiento en la Marina era porque me había topado con el libro Lo que hay que tenercuando tenía 18 años y era estudiante de primer año en la universidad.
En 1982, estaba a punto de abandonar la carrera sin otra ambición que salir de fiesta con mis amigos. Un día estaba formado en la tienda del campus cuando me llamó la atención la portada de un libro; lo tomé mientras estaba en la fila y para cuando llegué a la caja registradora estaba tan atrapado en la lectura que compré el libro y me lo llevé al dormitorio.
Lo terminé al día siguiente y encontré mi vocación de vida: iba a volar jets militares de un portaviones, me convertiría en piloto de pruebas y quizá sería astronauta.
Claro que ya sabía que todo eso existía, pero la prosa de Tom Wolfe hizo que esas actividades cobraran vida de una manera que se clavó en mi mente como nada lo había hecho antes. Puesto que era un muy mal estudiante con severos problemas de atención, no era buen candidato para lograr ninguno de esos objetivos.
Sin embargo, los logré y quería agradecerle a Tom Wolfe, que murió el lunes a sus 88 años, por el papel que desempeñó en mi vida; le envié una fotografía en la que sostenía su libro en la estación espacial.
Ese mismo día, recibí una respuesta por correo.
Estimado comandante Kelly:
::::::::::::::::::::::::::: ¡Santo cielo! ¡No puedo creerlo! ¡Lo que hay que tener llegó al espacio! ¡Ahora tengo evidencia fotográfica para demostrarlo!
Lo más emocionante es tu relato de lo que significó en tu ascenso adonde estás hoy… es decir, en la cima del mundo. Elijo creer todo eso. Finalmente, puedo señalar con orgullo extravagante lo que he hecho por Estados Unidos.
Principalmente, debo agradecerte por tomarte la molestia —considerando todas tus responsabilidades— de escribirle a este terrícola que mira desde abajo. Cuando hayas regresado, me encantaría hablar contigo de tus aventuras.
:::::::::::::::::::::::::::Mientras tanto, ¡sigue en órbita!
:::::::::::::::::::::::::::Tom Wolfe
Me emocionó haber recibido una respuesta, pero lo que más me gustó fue que lo hubiera escrito con su estilo clásico. Era evidente que Tom Wolfe había redactado esta carta con su estilo inconfundible.
Nos organizamos para hablar por teléfono algunos días después (la tripulación de la estación espacial puede llamar a la gente en la Tierra utilizando un software de protocolo de voz por internet). En cuanto me comuniqué con él y le expliqué el extraño desfase de voz que hace que parezca que hay una pausa incómoda después de cada frase, hablamos durante más de una hora mientras la estación espacial completó dos tercios de una órbita alrededor de la Tierra.
Le conté sobre mi viaje a la estación espacial en una nave rusa Soyuz, una colaboración que habría sido impensable durante la época en que se escribió Lo que hay que tener. Me preguntó qué había estado haciendo ese día, qué alimentos podía comer y con cuánta frecuencia podía hablar con mi familia.
Cuando fue mi turno de hacer preguntas, le pregunté a Tom cómo escribe sus libros. Comenzó explicándome que se impone una meta de palabras por hora a la que intenta llegar durante los días que escribe y que usa un esquema para saber cuál es la estructura y hacia dónde debe dirigirse.
Cuando de nuevo fue mi turno de hablar, le dije: “En realidad quise decir, ¿cómo escribes físicamente? ¿Usas una laptop?”. “Ah”, dijo. “Uso un lápiz”. “Un lápiz”, repetí. No podía imaginar escribir todo un libro a mano.
Cuando pasé al tema de Lo que hay que tener, le pregunté por el título. Es difícil pensar en otro título que se haya usado tanto, no solo cuando hablamos de astronautas, sino también de todo lo demás. Todos saben qué significa, aunque no hayan leído el libro ni visto la película, y como astronauta durante los últimos veinte años, me han hecho muchas preguntas, bromas y burlas acerca de si lo tengo.
“El título no se me ocurrió sino después de haber escrito gran parte del libro”, me dijo Tom. Había estado trabajando durante años y había comenzado a temer que jamás lo terminaría. Un día cuando estaba hablando con un amigo que trabajaba en las fuerzas policiales, mencionó que siempre había sentido mucho respeto por los policías, quienes arriesgan su vida para ayudar a otros.
“¿Sabes qué?”, dijo el amigo. “Se requiere de agallas para ser policía, pero ¿sabes quiénes de verdad deben ser valientes? Los pilotos de prueba. Esos hombres de verdad tienen lo que hay que tener”.
Tom dijo que en cuanto escuchó esa frase había encontrado el título de su libro. Poco después, su esposa sugirió que —aunque su plan original había sido escribir sobre Mercury, Gemini y Apollo— ya había hecho lo suficiente contando la historia de Mercury. Había documentado los primeros pasos de Estados Unidos fuera de nuestro planeta de una manera extraordinaria. Y había encontrado el título. Tiempo después le envió el manuscrito a un editor y el libro se publicó en 1979. Desde entonces, no ha estado fuera de circulación.
“Siempre que le cuento a la gente lo mucho que me inspiró Lo que hay que tener“, le dije, “asumen que me inspiró la idea del viaje espacial, pero la verdad es que me cautivaron tus descripciones de los pilotos de pruebas antes de que fueran elegidos astronautas. La idea de que su trabajo era entrar a una aeronave experimental y luchar para permanecer con vida solo con su ingenio… yo quería hacer eso”.
“¿Incluso con la manera en que comienza el libro?”, preguntó Tom.
El libro inicia con un piloto de prueba que se hace pedazos cuando su aeronave falla; unas cuantas páginas después, otro muere cuando falla una catapulta en un portaviones y “su nave salió de la cubierta con el motor, que rugía inútilmente: cayó y se adentró 18 metros en el océano y se hundió como un ladrillo”.
Un piloto “cae en picada como un sacacorchos a una altura de 243 metros y se estrella”; otro se desmaya cuando falla su sistema de oxígeno; otro deja que su velocidad aerodinámica desacelere demasiado antes de extender sus alerones y pierde el control de su aeronave.
Tom tenía razón al mostrarse incrédulo: esa parte del libro no era exactamente un anuncio publicitario para hacerse piloto de pruebas. Un piloto de la Marina enfrentaba una probabilidad del 23 por ciento de morir en un accidente, y esa estadística no incluía las muertes en combate, puesto que no se podían clasificar como “accidentales”.
Todo eso tenía como propósito generar una idea del tipo de valentía que esos hombres debían tener para hacer su trabajo todos los días. Antes de que los lectores de Tom pudieran entender el concepto de “lo que hay que tener”, debían entender los riesgos que enfrentaban estos pilotos (los mismos que todavía enfrentan).
Sin embargo, intenté explicarle a Tom que, como estudiante de primer año en la universidad, vi algo en esas primeras páginas que se clavó en mi mente. Le dije que ver el riesgo de la muerte plasmado en el libro me afectó de una manera en que ninguna otra cosa lo había hecho.
Si podía arriesgar mi vida de la misma forma, dependiendo de mi ingenio para regresar a tierra firme completo, ese sería un gran logro. Arriesgar mi vida le daría un significado a mi existencia con el que antes no parecía contar.
Seguí el destino de los personajes tan de cerca como pude: me uní a la Marina, me volví aviador naval, califiqué para volar jets desde un portaviones, me aceptaron en la escuela de pilotos de prueba de la Marina en la estación aérea Patuxent River, donde comienza Lo que hay que tener. Fui piloto de aeronaves experimentales y probé sus capacidades de vuelo.
A diferencia de muchos de los personajes que aparecen en las primeras páginas del libro, siempre regresé vivo. Solo después de haber sobrevivido a todo eso podía hacer mi solicitud para la NASA como astronauta; después fui piloto de otra nave experimental, el transbordador espacial.
Cuando era adolescente y leí Lo que hay que tener no entendí que, en cierta forma, Tom había inventado la idea del astronauta al escribir del Mercury 7. Nos enseñó cómo leer sus cortes de cabello idénticos y sus enormes relojes de pulsera, sus sonrisas desenfadadas y su energía indomable, su forma de “volar y beber y beber y conducir”, sus interminables fiestas de piscina en cabo Cañaveral, su forma de conducir Corvettes en la autopista probando su suerte y creyéndose (incorrectamente) “igual de dotados en la conducción de toda forma de locomoción”.
Para cuando me convertí en astronauta, la cultura había cambiado: los cuerpos de los astronautas eran más diversos y menos disolutos, pero parte de su estilo se había conservado.
Mientras terminábamos nuestra conversación, Tom sugirió que pensara en escribir un libro sobre mis experiencias. No le confesé que no estaba seguro de poder escribir un libro —a pesar de todo lo que había hecho en mi vida para superar mis problemas de atención, aún tenía problemas concentrándome en la lectura y la escritura durante largos periodos—.
A pesar de lo extraordinaria que era la misión en la que me encontraba, escribir un libro me parecía un viaje inalcanzable. Aun así, con su ánimo, escribí ese libro. Lo titulé Endurance y se publicó en octubre. Unos meses más tarde recibí un correo de una mujer cuyo nieto estaba en la cárcel. Quería que supiera que su nieto había leído y disfrutado tanto Lo que hay que tener como mi libro.
“El tiempo pasa muy lento en la cárcel”, escribió y me contó que su nieto se identificó con mis descripciones de vivir sin aire fresco, libertad ni estar en contacto con tu familia, puesto que un prisionero vive en las mismas condiciones. “Esperamos que esta experiencia sea un parteaguas para él”, escribió. “Creo que su forma de escribir será influyente en su vida, así como Tom Wolfe lo inspiró a usted”.
Ahora que había luchado para plasmar mis propias oraciones en papel, intentando encontrar las palabras correctas para expresar un significado preciso —así como un sentimiento, un tono y un ritmo que debe fluir hasta la siguiente oración, y la siguiente después de esa—, ahora comenzaba a entender la complejidad de lo que Tom había logrado con su libro. Y ahora entiendo solo un poco de lo que Tom sintió cuando le envié ese primer correo desde la estación espacial.
Cuando recibí su respuesta, ese correo con todos los puntos y signos de admiración, supuse que era en parte por amabilidad que estaba mostrando tal entusiasmo por haber escuchado sobre mí. Pero recibir el correo de esa mujer sobre su nieto ha significado muchísimo para mí, ha hecho que valgan la pena cada noche larga y cada mañana de desvelo que pasé trabajando en mi libro.
Ahora soy un astronauta retirado, como los astronautas del Mercury lo eran cuando los conocí en la década de los noventa. Paso mi tiempo viajando y contándole a la gente sobre mi época en el espacio.
Quiero que los jóvenes se sientan inspirados a hacer su mejor esfuerzo e ir más allá de lo que creen que son sus límites; quiero que las cosas que he aprendido sirvan para ayudar a alguien más.
Estoy agradecido por haber llegado en el momento correcto para formar parte de las misiones que realicé y también me siento agradecido por haber leído una gran obra literaria que me mostró el camino.
***
Scott Kelly
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