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Columba Arria Ruiz se convirtió en la Madre Catalina

15/04/2018

Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

¿Quién tañe las campañas por doña Cristina? ¿Puede ser tan pequeño el fraile? No, no es un fraile. ¡Es un niño! ¿Quién le ha dado permiso a ese muchachito para tocar las campanas en fecha luctuosa y por dama tan distinguida?

Es una mañana brumosa en Mérida. Antes de salir hacia la catedral de la Ciudad de los Caballeros, los miembros de la familia Arria Ruiz seguramente han tomado una taza extra de café bien caliente o de espeso chocolate. Deben prepararse para una jornada larga y fría, mucho más entre los agrietados muros de la catedral, que por esta época se encuentra en un estado calamitoso y no es de descartar que por todas partes se cuelen ráfagas de viento helado proveniente de las montañas.

Es febrero de 1948. Aunque ha transcurrido medio siglo desde que el terremoto de 1894 destruyera la ciudad, el templo todavía no se ha recuperado del estropicio. La catedral exhibe un aspecto ruinoso, la bóveda prácticamente en el suelo y el techo amenaza con desplomarse. En 1945, el arzobispo Acacio Chacón contrató al arquitecto Manuel Mujica Millán, quien había remodelado el Panteón Nacional, para que proyectara una nueva edificación, que, de hecho, va a ser inaugurada, antes de estar concluida, en 1958 (por los cuatrocientos años de Mérida). Pero para el momento de nuestro relato, los trabajos no han comenzado, de manera que la familia habrá de congregarse en una catedral que pareciera no serlo y que no por nada en unos meses va a ser demolida para ceder el solar a la nueva construcción.

Los Arria Ruiz comienzan a ubicarse en los bancos de la iglesia. Probablemente se escucha música fúnebre. Las mujeres lucen pálidas en sus vestidos de luto. De la tierra sale un hálito gélido, han removido algunas losas para enterrar a doña Cristina del Carmen Ruíz Paredes de Arria, quien había nacido en Mérida, en 1853, hija de Juan de Dios Ruíz Fajardo y de María de la Paz Paredes Fernández, quien a su vez era hija del prócer general Juan Antonio Blas Paredes y Angulo, hombre de vida novelesca.

La difunta ha vivido hasta edad provecta, casi llegó a los 95 años; y disfrutó siempre de un lugar de reconocimiento en su sociedad por ser descendiente directa –nieta, ya vimos– de un prócer de la Independencia, filiación que, según el historiador Tomás Straka, constituía “una especie de aristocracia que hubo de mantenerse por varias generaciones”. Tal linaje otorgaba no solo una categoría principal, también acarreaba unos centavitos por vía de las pensiones que el Estado asignaba a los hijos, nietos y ya vemos que también bisnietos de los próceres. No a todos los hijos ni nietos. Solo a algunos. Tenemos indicios para pensar que las mesadas se destinaban sobre a todo a mujeres.

Es el caso que el Oficio Nº 856 de la Memoria y Cuenta que el Ministerio de la Defensa Nacional presentó al Congreso, en febrero de 1948, da cuenta de que “Se suspendió en Mérida, la pensión militar de Bs. 60,00 quincenales, por fallecimiento de la ciudadana Cristina Ruiz de Arria, como causahabiente del Ilustre Prócer Juan Antonio Paredes”. Y a renglón seguido se deja constancia de que “Se acordó pensión especial, en Mérida a favor de la ciudadana Columba Arria Ruiz de Bs. 60,00 quincenales, como causahabiente del Prócer Juan Antonio Paredes”.

La ciudadana sobre quien recayeron los 120 bolívares mensuales, que hasta entonces había disfrutado la recién fallecida, es la religiosa que vemos en esta foto de autor desconocido.

Catalina de las Santas Llamas

Se llamaba María Columba Arria Ruiz. Nació en Mérida el 31 de diciembre de 1885. Al morir su madre, tenía 62 años y casi tres décadas de monja. Ya para entonces se había afianzado su talante severo. Su sobrina María Cristina Arria González la conoció cuando era una niña pequeña, pero aún así recuerda que la monja tenía acento andino y era una persona muy seria. “No la recuerdo en absoluto juguetona. Claro que cuando los familiares la visitábamos en el convento, aquello era una ceremonia. El encuentro no tenía el ambiente relajado de las casas. Los niños teníamos que estarnos muy quietos, nada de encaramarnos encima de nuestra tía. Ella era un personaje importante y uno no iba a participar ni a interrumpir. Si te medio movías, tu mamá te miraba y con eso era suficiente. Era la época en que los padres te hablaban con los ojos y te inmovilizaban”.

Es precisamente María Cristina Arria González quien puntualiza que el nombre religioso no era Catalina, como nos habían dicho. O no solamente. “Creo recordar”, dice, “que el nombre completo era Sor Catalina de la Santas Llamas…”. La corona de flores sobre el velo negro indica que la congregación a la que pertenecía María Columba es la de las Hermanas Dominicas de Santa Rosa de Lima, que en Venezuela fue fundada en Mérida, el 5 de julio de 1900, por las religiosas Georgina Febres Cordero Troconis y Julia Picón Febres.

La elección del nombre pudo derivar de la santa italiana Catalina de Siena (1347 – 1380), cuya figura inspiró a Rosa la de Lima a tomar los hábitos. De la vida de María Columba –seguimos con su nombre del siglo– sabemos muy poco. Quizá si hubiera sido hombre, los anales de la iglesia tuvieran un poco más de información. No es el caso. Sabemos, por ejemplo, que llegó a ser Madre Superiora de la orden; y por ciertos datos pescados aquí y allá deducimos que su gobierno debió extenderse entre 1939 y 1946. No más allá (puesto que en 1946 fue nombrada en Capítulo General la Madre Emilia Baptista).

Esto significa que, en 1948, cuando murió su madre y los familiares se reunieron para enterrar a la matrona en la catedral, honor reservado a la alcurnia, ya Columba / Madre Catalina no era superiora de la orden. Su sobrina María Cristina dice que después de eso, la monja fue trasladada “a Ureña o a algún lugar cerca de San Cristóbal. A una residencia, en un sitio muy bonito”.

A su abuela Cristina la recuerda en silla de ruedas. “Era una señora muy viejita y muy blanca. Tengo una imagen muy borrosa de ella… medio dormida en su silla y en una casa inmensa”.

Familia muy normal

El padre de Columba era el general José Trinidad Arria Cubillán, nacido en Maracaibo y fallecido en la misma ciudad en 1903. Cristina, con quien se casó en la catedral de Mérida, en abril de 1874, lo sobrevivió 45 años. Para 1876, apunta el historiador y genealogista Juan Carlos Morales Manzur, el general Arria Cubillán era dueño del periódico ‘La Regeneración’, de Mérida. En 1903 fue ministro en lo Social y poco después ministro de Desarrollo.

La muerte del marido no fue ni de lejos el único golpe que hubo de recibir Cristina en su larga vida. En 1915 ó 16, su hija Mercedes, ya casada, murió dejando a sus dos hijos muy pequeños. En 1933, uno de los varones murió en un lance muy extraño. “A principios de año, Enrique Arria Ruiz fue asesinado en Mérida por un desconocido, dejando a Luz viuda y con seis hijos”, dice Julieta Salas de Carbonell, en su libro ‘Caminos y fogones de una familia merideña’. Y otro de sus hijos, el general Ricardo Arria Ruiz (padre de nuestra testimoniante, María Cristina Arria González) tenía una bala incrustada en el pulmón desde el 31 de enero de 1921, cuando a las órdenes del general Emilio Arévalo Pacheco redujo a Tomás Funes, quien se había erigido en gobernador del Territorio Federal Amazonas, después de asaltar la casa de gobierno y asesinar al gobernador, a la primera dama y a casi quinientas personas más. El nombre del general Arria Ruiz consta entre los firmantes del acta de fusilamiento de Funes, descrito por José Eustasio Rivera, en su novela ‘La vorágine’, como un «bandido que debe más de seiscientas muertes. Puros racionales, porque a los indios no se les lleva el número».

Estas muertes y la grave herida de un tercer hijo han debido ser causa de gran consternación para doña Cristina, quien al parecer también tuvo quebraderos de cabeza con su hija Paz Arria Ruiz, quien firma la nota inscrita en el envés de esta foto. Allí dice: “Para mi querida Obdulia, este recuerdo del 31 de mayo día en que hizo mi amada Columba sus primeros votos”. Su afectísima, Paz. De la cariñosa Paz sabemos muy poquito, pero datos entrañables. Sabemos que para 1914 era maestra de labores en la Escuela Rivas Dávila, de Mérida; y tenemos noticia, por María Cristina Arria González, de que era poeta. “Paz escribía poemas y parece que eran muy bellos. Sin Tenía fama de ser una persona muy inteligente y de carácter muy fuerte. Cuando mi madre me reprendía, solía decirme que yo era terca y difícil como mi tía Paz.

Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

Creo que nunca se casó. Quizá tuvo algún admirador que no cumplía con los requisitos de clase de los Arria…”.

La querida Obdulia agregó, de su puño y letra: “Columba Arria Ruiz mi prima hermana”. Años después, en un periódico añadieron que la monja era tía de Diego Arria Salicetti. Probablemente, esta imagen fue usada para un reportaje sobre quien sería candidato a la Presidencia de la República, en 1978; tras haberse desempeñado como gobernador del Distrito Federal, entre marzo de 1974 y de enero de 1977, ministro de Información y Turismo, entre enero de 1977 y marzo de 1978, ambos cargos durante el Gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, a quien Arria Salicetti quiso sustituir.

Por cierto, el genealogista Morales Manzur observa que la Madre Catalina “no solo era pariente del conocido político y embajador Diego Arria Salicetti, sino también de la actriz Lupita Ferrer, quien es hija de Atilio Ferrer Arria”.

Lo más dulce del mundo

Mercedes Arria Ruiz, hermana de María Columba y de la poeta Paz, de quien dijimos antes que murió en plena juventud, sí encontró un pretendiente a tono con las ínfulas de la familia. Merideño, faltaba más. Fue así como contrajo matrimonio con don Diego Arria Valbuena y tuvo a José Trinidad Arria Arria, quien llegaría a ser farmacéutico y propietario de la farmacia El Sol, en la esquina de Dos Pilitas, Caracas, y a Humberto Arria Arria, quien nació en diciembre de 1909. Este se casaría con Yolanda Salicetti, nacida en Ciudad Bolívar, el 20 de agosto de 1920. La pareja Arria Salicetti tuvo cuatro hijos: Diego, nacido 8 de octubre de 1938, Yolanda, Humberto José y Oscar José Arria Salicetti.

En 1948, cuando el féretro de Cristina Ruiz de Arria aguarda bajo un techo que cruje de precariedad a ser sepultado en suelo catedralicio, el niño Diego Arria Salicetti, que entonces tiene poco más de nueve años, se encuentra con su tía abuela María Columba, a quien los extraños llaman Madre Catalina. No hay que extrañarse de que Humberto, el padre del muchachito, lo haya llevado al funeral. Al fin y al cabo, la anciana muerta es para él ‘Mamaíta Cristina’, puesto que fue la única madre que conoció, debido a la muerte prematura de Mercedes. Y así mismo van a llamarla los Arria Salicetti.

Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

En el funeral de su Mamaíta Cristina, el pequeño Diego va a dar muestras de la capacidad de seducción que ha bordado su leyenda. Esta monja cerrera de la que nos ha hablado la sobrina, esta religiosa de mano aferrada con rictus de garra en la imagen de Cristo, esta mujer de labios apretados (como hurtados al beso, diría el bolero) y bigote de zagaletón, esta gran señora andina, que ha sido gobernante de su congregación y ahora pasa de 60 años, cae en el hechizo del carajito, ¡y le permite ir al campanario a armar una bullaranga!

–Mi tía Columba –dice quien fue presidente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas– me dejó doblar las campanas. Fue una experiencia extraordinaria, estar allí, con aquel sonido incomparable. Una cosa que jamás he vuelto a hacer, naturalmente. Ella era lo más dulce del mundo.

Si Diego Arria hubiera desplegado esos encantos con el electorado de 1978, de seguro hubiera recabado mucho más 1,69 %, que lo relegó al cuarto lugar (con 90.060 votos); y ya no digamos el desastroso papel de las primarias de la oposición, en noviembre de 2011, cuando volvió a llegar de cuarto… solo por encima de Pablo Medina.

El sobrino nieto volvería a ver a la pariente coronada de flores. Algunas veces acompañó a su padre a visitarla. “La última vez que la vi debió ser el año 1974 o 75. Ya ella estaba muy mayor. Vivía en la residencia de religiosas donde pasó sus últimos años, una casa que estaba entre el Country Club y La Castellana, en Caracas. Ya muy mayor. Estaba en su cama, rodeada por las monjas. Era queridísima por ellas. No hay duda de que era una santa”.


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