Fotografía de Efraín Hernández
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Caracas, cansada de la oscuridad, añora la noche. En cualquier resquicio de la ciudad, salones, bares y hoteles, hay un piano de cola esperando.
Como una ballena mojada, el Steinway gran cola, serie D, buque insignia de la Steinway and Sons, el más grande de la celebérrima casa —y el favorito de Elton John: mide 2,74 metros de largo— está a punto de estremecer a los privilegiados presentes en la Sala José Félix Ribas en esta convulsa tarde del 8 de agosto de 2013: un día antes de que comience el primer festival del piano con que se celebrará el arribo de este monumento curvilíneo a los predios del Teresa.
El piano podría rugir o gemir ahora mismo, cuando ya todo está a punto; dependerá de la interpretación de Clara Rodríguez. La laureada ejecutante fue la encomendada para conseguir aquel cetáceo majestuoso que parece contener la respiración aun cuando tiene la boca abierta. Se lo trajo de Londres. Gozará manando joropo.
Antes de que suceda lo esperado, Peter Salisbury, uno de los dos mejores afinadores del mundo, echa un último vistazo al piano intervenido. A los 15 años desistió de ser intérprete y estudió con la Steinway las intimidades del instrumento, al punto de que aprendería no solo a entonar cada pulsión con exactitud de relojero, sino a armarlo pieza por pieza.
Vino a Caracas con Clara tras hacer un alto en su agenda planetaria —escoltar a Lang Lang en sus recitales por medio mundo, cuando no lo requiere Martha Argerich en Buenos Aires— para cerciorarse de que ni el viaje ni el cambio de clima afectarían la nitidez del sonido de aquella belleza que hace pocas horas salió directo del Royal College para el Complejo Cultural Teresa Carreño: que la aerolínea mandara por error a España su caja de herramientas es un añadido de adrenalina.
“Bien cuidado podría durar 200 años”, desliza Salisbury viendo aquella curvilínea preciosura. Ha calibrado todas las piezas y calculado el volumen de sus sonoridades con relación a la acústica y la distancia de la escena al último asiento. Luisa Elena Cabrelles, intérprete y afinadora caraqueña a cargo de tantos pianos, es quien recibe el testigo: en sus manos quedará el cuido de este ejemplar y la máquina de repuesto que diseñó especialmente Salisbury.
Felizmente pasa por fin lo que tiene que suceder. La memoria trastea entre partituras, los dedos se arquean, dentro de la cuenca de las manos una fruta invisible es exprimida sobre aquella dentadura de marfil. Primer acorde, segundo, tercero, Clara Rodríguez toca El diablo suelto con precisión, pasión, dulzura repentina. Aplausos. Se le ha dado así la bienvenida no oficial en su nueva casa al piano que ha costado un precio justo, dicen: 92 mil libras. Una dicha para la Filarmónica de Caracas y para los caraqueños. (¿Cómo es que ahora resulta cuesta arriba suministrarle la atención debida? ¿Cómo es que temen que alguien coloque una bomba dentro? ¿Por qué los uniformados lo jurungan así como si fuera un guacal y dentro tuviera papas?).
Como esta, hay muchas historias en la ciudad de épicos arribos de pianos que son un sueño, y tantísimos instrumentos en todo el valle, ahora mismo boqueando en salones olvidados, entumecidos en contraindicados sótanos húmedos, silenciados en teatros de vida menguada.
Caracas no es un cementerio de pianos, no aun, ojalá nunca, es más bien un bosque, pero el cierre de tantos telones y la crisis en tantos bolsillos hace cuesta arriba su cuidado. Parece un lujo tan solo pulirlos; los instrumentos se lamentan adoloridos, desdentados, apolillados, enfermos los tantos que pueden salvarse, los pocos a medio empacar en bóvedas de instituciones y restaurantes. Resisten íngrimos los que una vez fueron protagonistas de conciertos y festivales o peñas dominicales.
El cizañero mientras tanto que desatornilla el andamiaje de la cultura democrática pieza por pieza, afecta a estos elegantes señorones, sean verticales, o de cuarto, media y cola completa.
Referencia en el siglo XIX de las casas caraqueñas, en estadística paritaria o incluso superior, las jovencitas lo interpretaban en las reuniones familiares, una gracia que se añadía al catálogo de cualidades ideales de las casaderas: coser, bordar, poner la mesa en su santo lugar y tocar el piano.
Revertido el requisito en apasionada vocación por no pocas mujeres geniales, verbigracia Teresa Carreño o María Luisa Escobar, interpretarlo es pasión ahora mismo para los dedos de uñas cortas de las venezolanas Clara Rodríguez, Luisa Elena Cabrelles, Elizabeth Guerrero, Mariantonia Palacios, Gabriela Montero, Prisca Dávila, Edith Peña, Vanessa Pérez, Elena Riu, Judith Jaimes, y las perfectamente adaptadas a esta urbe tropical Monique Duphil, Harriet Serr o Gerty Hass.
No quiere el piano que se le tome por instrumento machista, aun cuando el celebérrimo Franz Liszt, el rompecorazones que en sus últimos años terció hacia los ejercicios espirituales, piropeó a Carreño diciéndole la conocida frase: “Eres uno de los nuestros”.
En los sótanos del Teresa está uno embalado desde hace 12 años. Alguien buscaba un piano que había sido encargado y nunca apareció: nadie sospechó que estuviera dentro del inmenso cajón, acaso ahora sarcófago. Está otro Steinway igual de precioso en los sótanos de la UCV, encofrado en el papel plástico de burbujas, ay, y no se diga de los hallados carcomidos y convertidos en mesa servida para hambrientos comejenes.
“Hay muchas casas caraqueñas en las que encuentras que hay no uno, ni dos, sino tres y ¡hasta cinco pianos!”, desliza Cabrelles. Muchas instituciones se hicieron de uno para recitales en sus salas de exposiciones, todos los hoteles de la ciudad compraron cuando menos ¡uno de cola! para sus festejos. Y ni se diga nuestros bares, que superaban con aquellos pianos impecables la escenografía de Casablanca.
Ninguno tan histórico y con tanto mérito para la reverencia como el que usó Teresa Carreño, ahora mismo mudo en un entrepiso del complejo cultural que lleva su nombre, la gente pasándole por el lado. La mujer que fue aplaudida en salones y teatros del mundo, empezando por la Casa Blanca (otra película) donde fue invitada cuando tenía 11, no tiene en el Teatro una sala para hospedarse ella con sus pertenencias; bueno, la tuvo. Pero los vestidos, zapatos y carteras de la exposición permanente fueron retirados de la sala principal el día en que Chávez se antojó de aquella antecámara/vitrina del hall principal como epicentro de sus reuniones.
Entonces toda la ropa fue arrumada en un cuartico húmedo, cundido de cucarachas, y Teresa Carreño dejó de tener su altar a la vista. Años después, por iniciativa de amadores impenitentes y costureros tristes, se recomponen los trajes raídos: al parecer se han reparado tres de la veintena. El piano que está en un entrepiso, en cambio, permanece orillado, como si no fuera una joya.
En La Pastora se da por cierto que está el piano que perteneció a una prima hermana de Teresa Carreño, algo desportillado y en uso aún: es un Charles Atlas envejecido —un Beschtein alemán— que aún se jacta de su musculatura. En una barriada cimera de El Cementerio hay otro asombro, cuyo formato de cuarto de cola ocupa la totalidad de los espacios de la modesta casita. “¿Cómo lo subiste?”, le preguntaría Luisa Cabrelles a la estudiante de música que pidió su colaboración. “Lo remolcamos con una camioneta, lo atamos con mecates, dio sus tumbos”. Por lo cuesta arriba del acceso, lo que se le ocurrió a la maestra fue proponerle a la dueña del piano que cursara con ella un taller de afinación, cosa que luego, por sí misma, lograra ponerlo a tono allá donde lo encumbró; donde el Valle se ve con binoculares. Hay más. En sitios tan recónditos e inesperados, el piano tiene palestra.
Otro piano para el pasmo y dejarnos boquiabiertos, el del Humboldt: una belleza que se recuperó gracias a la veteranía de Cabrelles, que le devolvió el alma, y Efraín Hernández, que rescató su empaque. De nuevo con la sonoridad maravillosa, exhibe su seductor tono vinotinto que parecía olvidado, tan orgánico, tan sensual, tan de lápiz labial. Comprado en 1956 para la inauguración del hotel avileño que es símbolo de la ciudad, el piano que había permanecido enmudecido en aquel cilindro hermoso y arrogante encargado por el dictador Pérez Jiménez y trazado por el icónico Tomás Sanabria, volvió en sí. Quiso el poder de homólogas botas que aquella ocurrencia arquitectónica congelada como imagen de la modernidad se desembarazara de la pátina sepia. En aquel espacio mítico el piano dejó de ser reliquia para convertirse en viva caja de música. La madera se volvió belleza. La banqueta restaurada y rematada con un cojín de cuero del mismo tono caoba se hizo invitación. Hasta que pocos días después alguien quiso abrir su tapa por donde no es y presionó tanto la línea trazada por bisagras que la partió. Ay. “Tuvimos que repararlo de nuevo”, suspira Cabrelles mirando al cielo.
El de Radio Nacional en cambio está preso. Dicen que una institución lo tomó prestado en algún momento. Tras devolverlo, a la gente de la emisora se le ocurrió, para que no volviera a ocurrir “que el piano se fuera”, encofrarlo entre cuatro paredes en un espacio que lo ajusta y por cuya estrecha puerta jamás saldría. García Márquez lo hubiera metido en un cuento.
En la Simón Bolívar, dos preciosos pianos —uno de ellos un Bosendorfer— dan la talla, mimados por la directora de Cultura, la compositora y directora ejecutiva del Festival Latinoamericano de Música: Diana Arismendi. Otro enorme está en la sede de Velvet, el estudio de grabación vecino de RCTV, donde los socios Edgar Espinosa, genio de la consola, y Edepson González, genio que compone, arregla y dirige la orquesta, convierten sueños en discos o cargas musicales para las nubes.
Entretanto, Luisa Elena Cabrelles —cuidadora también del piano del Museo de Arte Colonial Quinta de Anauco— se enamora cada día más de la idea de un censo de esos pianos caraqueños que pueblan universidades, bancos y centros comerciales. “Porque además de los tantos de cola, no hay un edificio o una calle de la ciudad del que no manen las notas de un ejercicio o el primer vals estudiado por un aprendiz que se inicia en un piano vertical”.
Junto a la crisis y pese a la hora menguada, no deja la música de ser convocada, producida, compuesta, interpretada, aplaudida. “Es un distintivo histórico de Venezuela, una de sus mayores fortalezas”, dice, admirada por las victorias conquistadas por sus cofrades, autores e intérpretes, no importa el género, encumbrados y premiados en medio mundo; encantada asimismo con el récord de las pianistas venezolanas: dos han sido invitadas a tocar ante dos presidentes estadounidenses: Teresa Carreño ante Abraham Lincoln y Gabriela Montero en la toma de posesión de Barak Obama.
No llegan pianos a La Guaira como antes, cuando arribaban, como whisky, los vieneses. Pero es que los pianos siempre serán amados: “Steinway no dejó de producir ni en tiempos de guerra”, acota su más fiel amadora. O de doblar esquinas inesperadas por disputas. Luego que el conservatorio fundado por José Antonio Calcaño en Altamira fuera convertido en conservatorio municipal, un desacuerdo con el alcalde de Sucre Enrique Mendoza —antes Sucre llegaba hasta allá: el municipio Chacao fue creado en 1989— derivó en la poco salomónica solución del intendente de cerrar la academia. Entonces el piano de Calcaño fue trasladado a la fundación que se creó en su nombre; los demás, a Fundalamas. Un Steinway, al parecer de Juan Carlos Núñez, echó raíces en la sede de de la Fundación, frente a la Plaza Sucre del Centro Histórico de Petare, donde ha respondido a la altura, en las manos de notables concertistas: de ello da fe Carmen Sofía Leoni, dama de la cultura del patio. Otro está en Teatro César Rengifo, a una cuadra. Y dos aterrizaron en el Concejo Municipal: sobrevive uno, al otro le cayó encima, cual bomba nuclear, una lámpara descomunal que lo desportilló con saña, no ha sido reparado.
Cabrelles ha encontrado algunos firmados, caja adentro, por alguna pareja que los ha rayado, sus nombres dentro de un corazón. No le encanta, por supuesto; pero si el que firma es uno de los más importantes pianistas del siglo XX, si es el artista de origen polaco y residenciado en los Estados Unidos, Arthur Rubinstein (1987-1982) el que deja este mensaje en el Steinway del Teatro Municipal: “Este piano es divino”, entonces Luisa Elena Cabrelles —contenta porque el piano del Teresa tiene de nuevo la boca abierta—, sonreirá.
Faitha Nahmens Larrazábal
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