Bolitas para adivinar

06/06/2020

Imagen de The Classy Cat | Flickr

El primer chiste que me asomó al mundo de los adultos comienza con un hombre que está en una esquina de La Candelaria vendiendo su mercancía a todo gañote:

—¡Bolitas para adivinar! ¡Lleve su bolita para adivinar por solo cinco bolívares! 

Un peatón se acerca y ve la bandeja de hermosas bolitas forradas en papel de aluminio amarrado con hilos dorados. No le parece cara la oferta y se compra un par de bolitas. Apenas empieza a caminar, abre el envoltorio de la primera y regresa furioso donde el vendedor con un vehemente reclamo:

—¡Oiga, oiga! ¡Aquí lo que hay es pura mierda!

El vendedor lo mira complacido y grita emocionado:

—¡Otro que adivinó! ¡Bolitas para adivinar! ¡Lleven su bolita para adivinar!

Los adultos reían mientras yo estaba tristísimo. La oferta me había parecido emocionante, llena de suspenso, y me sentí más engañado que quien se gastó los diez bolívares (en aquel entonces más de dos dólares). Resultaban tan enigmáticas aquellas bolitas que hubiesen podido asomarme a un mundo desconocido. Mi vida estaba entonces volcada en esa única dirección. Recuerdo que solo me interesaba el futuro, saber en qué me iba a convertir; una oferta tan desmedida en nuestra infancia y tan acotada en la vejez. Es como si vivir consistiera en una disminución de lo posible y un aumento insoportable del peso de lo imposible.

Mientras escribo la historia de este chiste narrado por mi padre, me río muchísimo. Son tan extrañas y escasas las carcajadas en soledad que les doy la bienvenida, hasta comprender que mis estremecimientos, al borde de una convulsión, se van convirtiendo en llanto y perplejidad. Cómo podía imaginar que aquel cuento de adultos, parrilla y cervezas, iba a ser un presagio y una condena.

La explicación de mi creciente melancolía es sencilla. Si agarramos los caramelos que nos vendieron como un mundo nuevo y jalamos el hilito, abrimos el papel plateado y el celofán, sacamos las instrucciones y la garantía, leemos las contraindicaciones y efectos secundarios, y hacemos conjeturas sobre el pasado y el presente, al final lo que tenemos en las manos es una soberana mierda. Aun así continuamos adivinando una y otra vez, cada vez más embarrados, tratando de predecir nuestro futuro. 

Antonin Artaud dijo en uno de sus poemas: “Allí donde huele a mierda huele a ser”. Si la fórmula es cierta me pregunto qué significará ese ser en exceso. Quizás somos un puro querer ser que en nada se convierte. La frase también sugiere que la vida continúa, pero le he agarrado tanta fobia a la palabra futuro. Mi aprensión se explica en un breve poema de Wislawa Szymborska

Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.

Nos estamos sumergiendo en ese pasado que emerge apenas creemos vislumbrar un nuevo destino, en ese silencio, en esa nada, en esa no-existencia.

Por otro lado, en la alquimia occidental siempre se ha celebrado una cierta materia negra  y excrementicia llamada nigredo como el inicio de una transformación capaz de generar oro. Quizás estamos en esa primera fase llamada «putrefacción», un estado que alguna asociación tendrá con aquella sustancia (petróleo) que Juan Pablo Pérez Alfonso llamó una vez el “excremento del diablo”.

Según James Hillman, Plutón, el dios del inframundo, es también el dios de una riqueza (de donde proviene «plutocracia») que incluye fundamentalmente al excremento, a lo desechado. El español unifica en una sola palabra, “escatológico”, lo que tiene que ver por un extremo con la defecación y la suciedad, y por el otro con los mundos ulteriores. La salvación y la penitencia, el cielo y el inframundo, la luz y las sombras, lo sublime y lo asqueroso, ciertamente están relacionados, lo que nos señala la necesidad de hacernos conscientes y responsables de nuestra propia mierda. 

Doy como ejemplo el chiste del campesino andaluz que está implorando en el banco de una iglesia y el cura al pasar le escucha decir:

—Jesús, Jesús, mándame un camión lleno de mierda.

El cura se acerca y le pregunta:

—Hijo mío, ¿para qué quieres semejante cosa?

—Padre, boto la mierda y me quedo con el camión.

España, nuestra madre patria convertida en madrastra, está llena de este tipo de referencias cruzadas, desde la terrible expresión “me cago en la hostia”, hasta la figura del caganer en Cataluña, un campesino ataviado con la clásica indumentaria de faja y barretina que carga los pantalones por las rodillas y en los nacimientos navideños lo colocan detrás de un árbol. Se cree que el caganer fertiliza con sus heces la tierra y es considerado un símbolo de prosperidad y buena suerte para el año siguiente. 

Si analizamos nuestros actuales ritos, las bolitas toman las proporciones de un alud. La frase de Churchill, Never was so much owed by so many to so few, dedicada a la Royal Air Force en 1940, podemos hoy traducirla como “Nunca antes en nuestra historia, tantos le han debido tanto a tan pocos”. En el primer caso se trataba de una victoria contra un poderoso enemigo, en el segundo de una derrota contra nosotros mismos.

Al evaluar lo que sucedido en Venezuela, y considerar el tamaño de la pandilla que lo orquestó, y los inmensos recursos con que contábamos, y la magnitud de la destrucción, y la permanencia de sus efectos, chocamos de frente con un pensamiento aterrador. Al comparar lo que éramos, lo que pudimos ser, lo que somos y en lo que nos estamos convirtiendo, obtenemos como resultado uno de las más trágicos e innecesarios dramas en la historia de la humanidad. 

Algún factor habrá que cambiar en esta larga ecuación. Considerar que no fue solo una pandilla; todos hemos participado. Comprender que no será para siempre; podemos ser el abono de algún inesperado renacer, si asumimos la insólita degradación espiritual que hemos alcanzado. 

Días más tarde de aquel doloroso chiste le pregunté a mi padre por qué el hombre de La Candelaria había comprado dos bolitas. Me respondió que no sabía, que así es como le habían contado el cuento. Supongo que me puse insistente, fastidioso, y finalmente me dio una respuesta convincente:

—Creo que guardó la segunda bolita para tenerla presente y no volver a cometer el mismo error.

Y yo, con esa imaginación infantil que todo lo exagera, la imaginaba en una especie de altar junto a las fotos de la familia.


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