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La secuencia de entrada al IESA es de las imágenes más nítidas de Caracas que guardo en mi memoria. Las escaleras de acceso desde el estacionamiento y el sonido del agua recorriendo los canales de la fuente del jardín interno. Los pasillos impecables, el eco acompasado y claro de los pasos en medio del silencio, interrumpido a ratos por el murmullo colectivo de las conversaciones simultáneas de los estudiantes a la salida de alguna de las aulas en la planta baja. Aunque luego vinieron otras más amplias y modernas, las que predominan en mi recuerdo son las que están al fondo del pasillo de entrada, los salones Boulton y Phelps, y las dos del corredor largo que se abre a la izquierda y llega hasta la cafetería, las salas Rivas y Cisneros. Antes de llegar ahí, a la izquierda de la entrada, se encuentran el ascensor y las escaleras, cuatro vuelos de peldaños hasta el segundo piso, y otros dos para el tercero. Allí, en el rellano entre estos dos últimos tramos, fue la última vez que vi a Asdrúbal Baptista.
Fue en uno de mis últimos viajes a Caracas, a mediados de 2016. Yo venía bajando y él subía, de vuelta de la biblioteca, ensimismado en sus pensamientos. Ya habíamos conversado más temprano, así que aquel fue un encuentro breve, marcado por la sonrisa, el gesto afirmativo, y los ojos abiertos de Asdrúbal: “Feliz viaje, querido Miguel”. Venía con un par de libros bajo el brazo, dos ladrillos grandes llenos de series de tiempo, de esos que publican los organismos multilaterales. “Creo que acabo de hacer un gran hallazgo”. Uno casi nunca sabe cuándo es la última vez.
Nuestros caminos se habían encontrado por primera vez a comienzos de los años noventa, cuando aterricé en la maestría de Políticas Públicas del IESA. Aquel era un momento cumbre para Venezuela, una encrucijada de esas en donde lo que fue se distancia de forma definitiva e irremediable de lo que pudo ser. Pero eso no lo sabríamos –al menos yo no tuve esa presciencia en aquel entonces– sino hasta mucho después. Asdrúbal tenía su oficina en el pasillo del piso 3, famoso no sólo por la densidad y el calibre de los intelectuales que se aglomeraban en su escaso perímetro, sino también por algunos tecnócratas arrojados allí tras el naufragio de la segunda administración de Carlos Andrés Pérez.
Asdrúbal había llegado al IESA diez años antes que yo, justo a tiempo para contribuir con un libro que sería lectura obligada para los ciudadanos de mi generación, una obra colectiva editada por Moisés Naím y Ramón Piñango que presagiaba algunos de los cataclismos que vendrían más adelante: El Caso Venezuela: Una ilusión de armonía (1985). Uso la expresión ciudadanos con todo propósito. La distinción entre ciudadano y habitante la leí por primera vez en el discurso de Naím en el acto de graduación del IESA de 1992, que apareció unos días después impreso en El Nacional y llevé conmigo durante muchos años en los cuales el recorte fue envejeciendo –arrugándose y pasando de blanco a ocre– hasta que terminé por extraviarlo en alguna de las mudanzas. Para ser ciudadano, según la Real Academia Española, no bastaba con haber nacido en el lugar, sino además había que ser “miembro activo del Estado, titular de derechos políticos, y someterse a sus leyes”.
Para cuando yo llegué al IESA varios de los ministros de Carlos Andrés Pérez ya no estaban allí, pero todavía era posible encontrar en rápida sucesión y caminando de sur a norte las oficinas de Janet Kelly, Julián Villalba, Juan Carlos Navarro, Elena Granell, Rafael de la Cruz, Rosa Amelia González, Ramón Piñango, Edgar Elías Osuna y Pedro Palma. La oficina de Hugo Faría, ex profeso, quedaba al final de una suerte de brazo que se abría a mitad del pasillo y bordeaba el balcón del jardín en dirección oeste. Como solía decir él mismo, “yo no quiero nada que ver con estos ñángaras”. Moisés Naim tenía ya algunos años fuera. Miguel Rodríguez y Ricardo Hausmann iban y venían, y ocupaban cualquier despacho que se encontrase disponible, con frecuencia cerca del final del pasillo, al lado o enfrente de la oficina que ocupó por muchos años Gustavo García.
Asdrúbal no había sido mi profesor de Macroeconomía –ambas secciones en mi cohorte fueron dictadas por Gustavo García (la mía) y Pedro Palma. Nuestra relación y nuestra amistad se fue forjando lentamente, a través de conversaciones en los pasillos, en la cafetería, en su oficina y, ya más adelante, en los Consejos de Profesores del IESA, y a fuerza de coincidir en los multitudinarios foros de Perspectivas Económicas que organizaba una vez al año el instituto.
Siendo así, me sorprendió gratamente que me pidiera a mediados del año 2006 que pronunciara unas palabras en la presentación de la última actualización de sus Bases Cuantitativas para el Estudio de la Economía Venezolana (1830-2002). La publicación en 1991 de la primera edición de las bases –como las solía llamar Asdrúbal– había introducido un nuevo orden en la áspera disciplina de las cuentas nacionales, las series de datos históricos que describen la economía venezolana y sirven de fundamento a la investigación económica. Por un lado, había tendido un puente indispensable entre el sistema de cuentas nacionales con base en 1968 y el sistema de cuentas con base en 1984. La actualización que fui invitado a presentar en 2006 extendía ese puente y conciliaba ambos sistemas con base en el año 1997.
Como comenté en aquel acto, que se celebró a finales de julio de ese año en el auditorio de la Fundación Polar, era evidente que en aquella invitación había prevalecido nuestra amistad, y que el honor no venía a cuenta de mi entonces incipiente trayectoria como investigador amateur de la economía venezolana. Me sentí obligado a repasar su obra y a tomar nota de sus contribuciones.
Fue así como supe que hasta aquel momento Asdrúbal había escrito o contribuido en 27 libros, de los cuales yo apenas había tenido la oportunidad de leer El petróleo en el pensamiento económico venezolano (que publicó en 1992 junto con Bernard Mömmer) y El relevo del capitalismo rentístico (2004). Aunque con motivo de aquel encuentro llegué a hojear muchos de sus otros ensayos –y más allá de mis alardes en aquella ocasión– la verdad es que no estaba entonces ni estoy hoy en capacidad de analizar las contribuciones intelectuales de su extensa obra. Sí tengo plena certeza de las cosas que aprendí en las lecturas que hice y de nuestras conversaciones a través de los años, que se han quedado conmigo y seguro han contribuido con el anónimo rodillo que amasó mi pensamiento.
Quizás la contribución más importante de Asdrúbal haya sido la noción – y la cuantificación – de la renta petrolera. La explotación del recurso tiene unos rendimientos extraordinarios, que no guardan relación con el esfuerzo de producción, y que superan con creces los de las demás actividades productivas. Asumiendo que la inversión de capital tiene un rendimiento similar al promedio de las demás actividades, es posible identificar los retornos en exceso como ese surplus rentístico que no habíamos trabajado.
Esa renta no era el fruto del esfuerzo, pero sí engendró un sistema de incentivos y una economía política muy fuerte alrededor de su apropiación, que configuraron nuestras actitudes hacia la riqueza y el hecho productivo. Tómese por ejemplo el punto cumbre en la inversión privada venezolana, ocurrido en 1977. Para entonces, la productividad promedio de la economía ya tenía una década en franco declive, pero la renta petrolera había venido creciendo exponencialmente, a raíz de la crisis árabe-israelí de 1973.
En ese contexto, la inversión privada no se hizo para ser productiva o más competitiva en los mercados internacionales, sino para adquirir un ticket en la repartición de la renta asociada a la bonanza petrolera. Asdrúbal identificó los mecanismos de apropiación de dicha renta. Primero, el impulso de demanda que produjo la explosión del gasto público, en el contexto de una economía protegida y aislada de los mercados internacionales por una muralla de cuotas y tarifas. Segundo, los bajos impuestos. En medio de la bonanza petrolera el Estado no tenía urgencia por cobrar impuestos, por lo que las tasas estatutarias (lo que se debe pagar) y la recaudación efectiva (lo que efectivamente se paga) se estabilizaron en niveles muy bajos. Por último, la bonanza petrolera haría posible el mantenimiento de un bolívar fuerte, que le permitió al sector privado convertir sus beneficios a dólares y sacarlos del país a tasas muy favorables.
Todos estos mecanismos confluyeron para garantizar retornos y beneficios en dólares sobre aquel aluvión de inversiones que no dependía de su productividad o eficiencia, ni de su capacidad para competir en los mercados internacionales. Este sistema de incentivos dio lugar a una estructura de producción organizada alrededor de monopolios u oligopolios. A fin de cuentas, en el contexto de un país pequeño con una economía cerrada, los límites del crecimiento estaban confinados a la demanda local y no condicionados por la capacidad de competir en los mercados internacionales.
De allí la necesidad de relevar al capitalismo rentístico, una fórmula que Asdrúbal acuñó y que identifica esa particular estructura de relaciones y beneficios alrededor de la renta petrolera que escapan al ámbito productivo. Todos estos temas estaban muy vigentes en la Venezuela del 2006, cuando comenzaba lo que sería luego el boom petrolero más prolongado de nuestra historia, una suerte de dilatado canto de sirena que distraería al país mientras el chavismo desmontaba gradualmente todos los mecanismos institucionales que sostenían nuestra democracia.
Asdrúbal alternaba la investigación económica y el trabajo de orfebre que requería la reconstrucción de las bases, con el estudio de otras disciplinas que se ocupan del espectro de los valores humanos y en particular de las letras, la filosofía y la historia. La variedad de su obra, sus clases y sus discursos, dan cuenta de su esfuerzo permanente por promover un entendimiento más integral de nuestra experiencia a través de la incorporación de diferentes perspectivas. Como le escribiera el emperador Adriano en una carta a Marco: cuando se incorpora la dimensión humana dentro del conjunto de sucesos que definen una historia, sea la de un país o la de un individuo, aparecen demasiadas sumas que no se adicionan.
Buscando cerrar la diferencia entre todas esas sumas, Asdrúbal había dedicado buena parte de sus dos estadías en Inglaterra al estudio de los clásicos, primero en 1976 bajo la Cátedra Andrés Bello en la Universidad de Oxford y en 2002 en la Cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Aquellos dos años habían sido fundamentales en su formación, como me escribiera en uno de los últimos emails que guardo en mi computadora, fechado en 2017: “Ya nos es sabido que la vida académica en Venezuela no permite, sino más bien penaliza, la meditación y el pensamiento reflexivo”.
Tuve la fortuna de beneficiarme directamente de su afición por cultivar intereses y amistades en diferentes disciplinas, en la medida en que él y su esposa Cecilia tuvieron a bien invitarme a varios encuentros que organizaron en su apartamento en el edificio Balvi de La Castellana entre los años 2006 y el 2009. Allí conocí a Isaac Chocrón, cuando recién estrenaba la que vendría a ser su última obra, Los Navegaos (2006), una pieza que yo había visto unos días antes montada por la compañía Palo de Agua en el Teatro Trasnocho, bajo la dirección de Michel Hausmann y con las actuaciones de Javier Vidal y Juan Carlos Gardié. Recuerdo claramente aquella conversación y la obra en sí misma, porque gira alrededor de un tema que luego la hecatombe del país volvería muy sensible para mí y para muchos otros venezolanos: la familia real y la familia escogida. También allí conocí al poeta Rafael Cadenas, al crítico de cine Rodolfo Izaguirre, y al historiador Elías Pino Iturrieta.
Decía el historiador de arte Ernst Gömbrich que “el verdadero artista y pensador es aquel que dialoga con su obra; el impostor dialoga con el público”. Yo utilicé esta frase en mi discurso de aquella tarde de julio en la Fundación Polar, y apenas ahora vengo a darme cuenta de cuán pertinente era. Y es que si hay algo que Asdrúbal había hecho en los 23 años precedentes y continuaría haciendo hasta el fin de sus días, era dialogar consigo mismo y con su obra. Su oficina estaba atestada de estanterías que obstaculizaban la circulación y actuaban como una suerte de barrera para el visitante improvisado. Para llegar allí había que atravesar la nube de tabaco que salía por la puerta de Edgar Elías Osuna, su vecino de al lado. La de Asdrúbal solía estar abierta, pero más bien entornada. Muchas veces, tras haber cruzado el umbral, tomaba algunos segundos saber si efectivamente estaba allí o no. Otras tantas me vi sorprendido al verlo asomarse por el costado de algún estante. Ahora me doy cuenta de que aquellas estanterías eran una suerte de fortaleza que resguardaban su pensamiento y su trabajo, dentro de las cuales se sentía seguro.
La moneda de curso legal en la investigación y en la academia son las publicaciones en revistas científicas arbitradas. Asdrúbal nunca quiso someter su trabajo a consideración de ninguna de ellas, siempre esquivó exponer sus ideas al minucioso escrutinio de los referees de los journals de economía. Esa ausencia de validación – tanto en sus investigaciones como en las propias bases – generaba sospechas, y solía ser objeto de alguna que otra broma fácil de esas que abundan entre los venezolanos, y de las que los economistas no están del todo exentos. Esa reserva acaso sea espejo de un rasgo más amplio de su carácter asociado con su caballerosidad y bonhomía: su incapacidad para lidiar con los ángulos agudos y diferir de manera frontal con sus interlocutores.
Todavía tengo entre mis correos uno que me escribiera Asdrúbal tras una discusión que sostuvimos, en relación con un libro auspiciado por el Grupo Santander para celebrar sus diez años en Venezuela, que habíamos escrito a varias manos Asdrúbal, Francisco Faraco, José Ignacio Hernández, Elías Pino Iturrieta y yo. “No quisiera dejar constancia por escrito de nuestras diferencias”, escribió para pedirme que lo habláramos por teléfono. Ya con todos los textos editados y ensamblados, Banco Santander había decidido cancelar la publicación. Según nos comunicó Evelyn Rodríguez de Branger, Directora Ejecutiva de Santander por aquellos días, el banco había cambiado de opinión, y consideraba que un libro como aquel –que repasaba la historia del país, de su economía y de la legislación bancaria entre 1996 y 2006– pondría en riesgo la relación de esa institución con la administración de Hugo Chávez. Tres años después, en mayo de 2009, Santander anunciaría la venta de 100% de las acciones del Banco de Venezuela al gobierno de Venezuela por 1.050 millones de dólares, tres veces más de lo que le había costado en 1996.
Otro ejemplo ilustrativo es su breve participación en el segundo gobierno de Rafael Caldera. Asdrúbal había permanecido entre los asesores económicos más cercanos del perenne candidato, y todo hacía prever que ocuparía el cargo de Director de la Oficina Central de Coordinación y Planificación (CORDIPLAN). Aunque la denominación de este despacho evocaba desde su fundación en 1958 la ideología soviética y la planificación centralizada, la verdad es que la oficina había sido hasta entonces ocupada por la mayor autoridad económica dentro del gabinete de los sucesivos presidentes.
Según me relató una vez Fernando Egaña, Asdrúbal se ausentó durante la semana previa al anuncio del gabinete de Rafael Caldera, a realizarse en Venezolana de Televisión dos días antes de la toma de posesión. “La deserción de Asdrúbal produjo una situación muy engorrosa, porque amenazaba con producir una crisis de gobierno antes de que comenzara el propio gobierno”. Por fin, tras mucho insistir, dieron con él. Asdrúbal le comunicó a Rafael Caldera que prefería declinar su oferta para el cargo de Director de CORDIPLAN, y sugería en su lugar a Enzo del Búfalo, que terminaría por ocupar dicha posición por algunos meses y sería sustituido por Luis Carlos Palacios. Para evitar la impostura de que uno de los principales asesores durante la campaña no apareciera en escena, y quizás también por afecto y reconocimiento profesional, Caldera lo convenció de ocupar una nueva posición, creada única y exclusivamente con el fin de abrirle espacio en la foto y en el gabinete: Ministro para la Reforma de la Economía. La posición duró lo que duró Asdrúbal en el cargo, los tres meses que transcurrieron entre la toma de posesión en enero de 1994 y el momento de su renuncia en abril de ese mismo año.
En retrospectiva, cuesta mucho imaginarse a alguien con las cualidades de Asdrúbal en un cargo de gobierno, sometido a los vaivenes y presiones características de las negociaciones políticas. Sus habilidades y talentos eran otros. En cualquier caso, tengo para mí que su carácter escurridizo le hizo en esa ocasión un buen servicio, permitiéndole desmarcarse de una de las peores gestiones económicas de la democracia venezolana entre 1958 y 1998.
Han pasado ya algunos meses desde su partida, el 25 de junio pasado. Le tocó morir fuera de Venezuela, el país en el que invirtió todos sus esfuerzos y sus ansias a lo largo de su vida. Las vicisitudes de la pandemia demoraron estas letras, hasta que pude volver al lugar en donde tenía una vieja computadora que guarda las palabras que pronuncié aquella tarde de julio en la Fundación Polar, además de los correos y notas que sustentan este texto. Me he ido agarrando de ellos en la medida que escribía, como quien avanza a tientas por un pasillo oscuro, pero ahora que se aproxima el final me he quedado sin asideros.
En mi recuerdo, se quedó congelado ahí, donde lo dejé, en el rellano de las escaleras entre los pisos dos y tres del IESA. De traje gris y corbata roja, con la sonrisa fácil, el énfasis en el gesto afirmativo y su bonhomía de siempre. Con ese lenguaje de época que a ratos le dejaba a uno la impresión de que, más que estar hablando, declamaba. “Tómame la palabra por buena, querido Miguel”.
Un hombre bueno, que es otra de las acepciones de la palabra ciudadano según la Real Academia Española. Con él, se me antoja que se va también y para siempre una época, en un lugar en donde ocurrió buena parte de mi vida, aquel IESA que en los años noventa me acogió en la asombrada hora de mi adultez, donde luego di clases por casi dos décadas, y en donde sentí por primera vez esa felicidad que suele venir asociada con la sensación de que todo es posible.
Miguel Ángel Santos
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