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En tiempos coloniales, la presencia de artistas de origen europeo (no hispánico) si bien no fue predominante, pudo ser aprovechada por la institución que mayormente encargaba obras, la Iglesia católica. Eran artistas de dos tipos, hermanos legos pertenecientes a las comunidades religiosas o seglares que eran atraídos primero por España y luego pasaban al continente. Por lo regular se estacionaban en las principales ciudades donde había más trabajo y competencia. Eran flamencos, italianos, franceses o alemanes, y por supuesto, católicos. Una vez independizadas nuestras naciones, fue más frecuente el viaje de cualquier artista europeo, fuese para instalarse en un solo país si le iba bien o para ir de uno a otro como los llamados posteriormente “artistas viajeros”, casi siempre paisajistas con intereses en las ciencias naturales o, eventualmente, retratistas. Con el establecimiento de las academias de artes en nuestros países, a partir de la segunda mitad del siglo XIX (algunas de ellas iniciadas por artistas europeos como las de Cuba, Brasil, Perú o Chile) y la instrumentación de políticas de mecenazgo de las artes como signos del progreso cultural, los artistas europeos se incorporaron a la docencia también y así dejaron discípulos. Sin embargo, en algunos países, las circunstancias resultaron del todo originales en cuanto a la introducción de tendencias modernas, alejadas de los principios académicos.
Con el fin de la esclavitud en Brasil, en 1888, se inició la contratación de mano de obra inmigrante, primero de origen extremo oriental (chinos, coreanos, japoneses) y luego europeo (sobre todo italianos). No es casual que en el arte brasilero encontremos apellidos de este origen, ya desde la generación de la Semana de Arte Moderno (1922), como Anita Malfatti, Di Cavalcanti y el posterior Cándido Portinari; o que en la corriente del abstraccionismo lírico de los años sesenta hayan dominado los nombres de origen japonés como Manabu Mabe o Tomie Ohtake.
En cuanto a Colombia, donde hasta 1865 ningún artista nacional había viajado al exterior, y ningún artista extranjero (salvo los viajeros, siempre de paso) se había instalado en el país, tocará esperar a 1939 cuando llegue un artista expresionista alemán, Guillermo Wiedermann, por el puerto de San Buenaventura, y quede fascinado por las costumbres y ritos de los negros y mulatos; con su obra pictórica el país adoptivo entra en la modernidad, que ya se había manifestado a principios del siglo XX con Andrés Santa María (formado en Bélgica donde vivió casi toda su vida) y a quien solo se le reconocerá póstumamente.
En la misma Venezuela, los primeros premios nacionales de escultura se los llevaron casi siempre italianos, hasta que surgió el neoespartano Francisco Narváez. Algunos trabajaron por un tiempo, otros se radicaron, y así fueron llegando los escultores inmigrantes a Venezuela: en 1938, Germán Cabrera (Uruguay); en 1939 Gego (Alemania); Giorgio Gori (Italia) y Cornelis Zitman (Holanda) en 1947; Elizabeth Evans (Estados Unidos) y Harry Abend (Polonia) en 1948; Giuseppe Pizzo (Italia) y Marcel Floris (Francia) en 1950; Abel Vallmitjana (España) en 1945; Juan Valdés, Eduardo Gregorio (España) en 1956; Biaggio Campanella y Aldo Macor (Italia) en 1957; Manuel de La Fuente (España) en 1958; Doménico Casasanta (Italia) en 1959. Y no solo en las artes plásticas estamos en deuda: basta recordar que nuestra Acta de Independencia de 1811 fue redactada por un hijo de italiano (Juan Germán Roscio) y otro italiano trashumante (Francesco Isnardi, nacido en Cádiz), o que nuestro primer Atlas y Geografía se debió al coronel Agostino Codazzi.
Sin embargo, nuestra historiografía ha registrado el único –hasta ahora conocido– caso de discriminación por motivos nacionalistas en la década del setenta del pasado siglo XX, cuando el país decidió atender una invitación para participar en la I Bienal de Escultura en Pequeño Formato en Budapest, Hungría. El director del Departamento de Artes Plásticas del Instituto de Cultura y Bellas Artes (INCIBA) de entonces, el profesor, crítico y curador Francisco Dantonio procedió a la selección de cuatro artistas. En mayo de 1971 fueron escogidos Miguel von Dangel (de origen alemán), Domenico Casasanta (de origen italiano), Felipe Herrera (venezolano) y Cornelis Zitman (de origen holandés). La selección resulta vetada por instancias superiores por la presencia de otras nacionalidades y, a pesar de haber sido ya inscritos los artistas, se debió devolver a los mismos sus respectivas obras. Sin embargo, a los pocos meses, el INCIBA quiso «corregir la plana» (refiere el crítico) por cuanto debía ser cumplido el compromiso contraído y se volvió a solicitar las obras a los artistas. Solo Casasanta no participó. El primer premio de esa Bienal lo ganó Venezuela con la obra de nuestro muy admirado Cornelis Zitman.
Ya que tocamos el punto, nos permitimos referir que en México, por la fuerte presencia de una escuela nacionalista, identificada con el realismo social, el indigenismo y la práctica mural, los artistas de origen extranjero fueron poco tolerados, a menos que se asimilaran al movimiento muralista o al realismo social: el pintor francés Jean Charlot, el estadounidense Paul O’Higgins, el escultor costarricense Francisco Zúñiga o el pintor, artista gráfico y bailarín guatemalteco Carlos Mérida; si bien a su compatriota el crítico Luis Cardoza y Aragón, el muralista Diego Rivera lo quiso ver fuera del país por preferir el arte de un José Clemente Orozco antes que el suyo en el libro La nube y el reloj. Pero si pensamos en otros, europeos, como el alemán Mathías Goeritz, el austríaco Wolfgang Paalen o los españoles Remedios Varo y Vicente Rojo Almazán, o el mismo Gunther Gerzso –nacido en México, pero de formación germánica–; todos tardaron en ser reconocidos, casi tanto como el mismo oaxaqueño Rufino Tamayo a quien se juzgaba «extranjerizante» por haber vivido en Nueva York y solo entre 1948 y 1952 se le empezó a reconocer.
No hay nacionalismo más despreciable que aquel cuando el legítimo orgullo por el propio país se convierte en argumento para negar los valores extranjeros. El fotógrafo colombiano Leo Matiz –que trabajó al lado del mexicano Manuel Álvarez Bravo– fue solicitado por el pintor y muralista David Alfaro Siqueiros en 1945 para unas tomas fotográficas con el modelo Víctor Averrillaga y con el mismo pintor. Dos años después, al constatar Matiz que sus fotos habían sido usadas en murales de Siqueiros, lo demandó por plagio. Fue tal el escándalo armado por Siqueiros ante el atrevimiento del colombiano que, luego de haber sufrido el incendio de su estudio, este optó por irse de México.
Otra víctima de este perverso nacionalismo ejercido por Siqueiros fue la británica Leonora Carrington, con quien el gobierno había acordado un mural para la sección oncológica del Hospital Médico Nacional. Siqueiros logró que el contrato, ya firmado, se rescindiera. Solo a mediados de los sesenta, la pintora pudo ejecutar su mural La vida mágica de los mayas para el nuevo Museo Nacional de Antropología.
Una muestra más de perversión nacionalista, esta vez en comandita, la dieron Siqueiros y Diego Rivera en 1945, cuando hicieron presión para que la pintora María Izquierdo –tan mexicana como ellos– no pudiera realizar el mural encomendado por el gobierno para el Palacio Nacional, y eso que la primera exposición de dicha pintora, en 1929, había sido prologada por el mismo Rivera cuando este era director de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Nuevamente, en 1954, ambos muralistas consagrados firman una carta pública dirigida al rector de la Universidad Nacional Autónoma de México en ocasión de haber sido nombrado el arquitecto Mathías Goeritz, museógrafo de dicha institución:
Señor don Nabor Carrillo
Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad
Muy señor nuestro, estimado y admirado amigo:
Nos dirigimos a usted al mismo tiempo que dentro de la cordialidad amistosa, con el respeto necesario a su alta investidura universitaria.
No sabríamos decir si es mayor nuestra sorpresa que nuestra indignación y nuestra repugnancia al enterarnos de que autoridades universitarias han dado el cargo de museógrafo de la institución que usted dignamente jefatura a un individuo llamado Mathías Goeritz.
Se trata de un simple simulador, carente en absoluto del más mínimo talento y preparación para el ejercicio del arte del que se presenta como profesional. No es autor sino de imitaciones malísimas y débiles, o bien de obras de artistas europeos o del arte prehistórico del periodo glacial, y en ambos casos no realiza sino lamentables caricaturas de lo que toma como modelo para fabricar “arte” de la más vil calidad comercial “a la moda” con el propósito de sorprender a los nuevos ricos aprendices de “snobs” incapaces de distinguir la calidad de lo que adquieren o elogian. Individuo que representa, en suma, todo aquello que es contrario a la alta tradición y desarrollo del arte de México y su cultura nacional.
No podemos admitir que se encargue de manejar obras de artistas mexicanos en exposiciones, museos, bibliotecas tal personaje advenedizo que no podría tocarlas sin ensuciarlas, si no hubiera mexicano capacitado para desempeñar tal puesto en una Universidad de México.
Esto constituye de hecho un verdadero insulto para el arte y los artistas de México que queremos atribuirlo a un error ajeno a la autoridad y conocimiento de usted.
Nada podría alegrarnos más que el saber que este error se ha disipado, pues al generalizarse el conocimiento del hecho seguramente se producirá un amplio y profundo movimiento de protesta en la masa de los artistas, estudiantes de arte y en general todo el pueblo de México, consciente de los altos intereses de su patria.
Atenta y afectuosamente,
Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros
Habiendo ambos pintores polemizado agriamente en los años treinta, el primero terminó sumándose a la facciosa afirmación del segundo: «No hay más ruta que la nuestra». Nunca fue una política de Estado u oficial este desprecio y persecución al extranjero, menos si era artista, solo una deformación personal producto de un celo patológico de estos monstruos engendrados por la escuela nacionalista que tuvo sus indudables méritos y sus graves limitaciones, señalados por la historiografía de arte posterior (Marta Traba, Juan Acha). Volviendo al caso de Goeritz, al cabo de unos años, siendo ya director de Diseño Visual en la Escuela Nacional de Arquitectura, el artista resultó plenamente reivindicado al contribuir con su talento a las Torres de Ciudad Satélite (1957-1958), al norte de la Ciudad de México, gracias a la invitación del arquitecto y urbanista Luis Barragán.
Esos pruritos nacionalistas no han cundido, por suerte, en el resto de continente. Cuando en 1933 el clan Rockefeller decidió dar por concluido el trabajo de Diego Rivera para uno de los edificios del Rockefeller Center, en Nueva York, influyeron motivos ideológicos (la inclusión de los bustos de Marx y Lenin) pero también la campaña de prensa sostenida por artistas nacionales celosos del prestigioso pintor. Sin embargo, su sustituto no fue un artista estadounidense, sino un español de fama, pero de corte tradicional: José María Sert. Rivera se embolsilló su cheque y pudo, a su regreso a México, rehacer su polémico mural en el Palacio de Bellas Artes.
A decir verdad, México se benefició con esa inmigración (aparte de los ya nombrados, la francesa Alice Rahon y el canadiense Arnold Belkin y tantos más) quizá no tanto como la Italia del Humanismo, cuyo origen sería inexplicable sin el aporte de los sabios emigrados de Bizancio al caer este en manos turcas otomanas en 1453; o los Estados Unidos con los científicos y filósofos germánicos que huían del nazismo, como Wernher von Braun, Albert Einstein, Erwin Panofsky o Ernst Cassirer.
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[Extracto actualizado del libro Poder versus cultura II, 2004-2019. Intelectuales.com y otros tópicos patrios (Caracas, edición del autor, 2020).]
Roldán Esteva-Grillet
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